¡TIEMPO!
Nuestras vidas se parecen cada vez más al patético ir y venir de un entrenador de baloncesto: izquierda, derecha, izquierda, marcando los pasos al ritmo contagioso del cronómetro, tres, dos, uno, cero, pendientes de los minutos y los segundos como si fuesen el filo de una guillotina y estuviésemos siempre con un pie en el patíbulo. Nuestros días se han reducido a eso, un llegar y salir sin punto de partida ni meta posible, un morir constante por lo poco que nos queda y lo mucho que nos falta para esto y aquello.
Unas ganas incontenibles de subirse a lo más alto de una montaña y dejarse la garganta gritando: «¡Tiempo!».
Desde que nos levantamos con el «pistoletazo» del despertador, acometemos la jornada como si fuera una carrera de obstáculos. Los rígidos horarios laborales, comerciales y escolares no dejan alternativa. Acción, más acción. Todo el día jalonado de obligaciones, citas y compromisos. Ni un solo instante para reflexionar, o para detenernos a escuchar nuestro ritmo natural. Tal vez mientras subimos en el ascensor, o cuando estamos encajonados en mitad de un atasco...
El mundo que nos rodea está lleno de tipos con los relojes adelantados. La dinámica que nos imponen no concede un respiro, no perdona un retraso. En el trabajo, camino del trabajo, a la salida del trabajo, nos urgen con mensajes como «¡Aún estás a tiempo!», «¡Adelántate!», «¡Ahora o nunca!».
Si encendemos la televisión, más vértigo: los anuncios, que hace treinta años duraban una media de cincuenta y tres segundos, ahora rondan los veinticinco. Las grandes cadenas cuentan con dispositivos electrónicos cuya única finalidad es la de maximizar el tiempo de emisión y eliminar los segundos «muertos». El mismo rasero se aplica a los «cortes» de noticias en los telediarios, cada vez más breves para adaptarlos a las pautas comerciales.
Apremiados estamos, y el ordenador, con ese corazón que late en nanosegundos y ese reloj incorporado que avanza implacable, es como un tirano invisible que nos está controlando minuto a minuto.
Al final, todos los inventos que se supone sirven para ganar tiempo no consiguen sino crearnos una angustiosa opresión y situarnos permanentemente al borde de la taquicardia, obcecados con el paso presuroso de las horas.
El tiempo vuela, pero menos rápido de lo que a menudo creemos. El doctor Larry Dossey, pionero en terapias de desaceleración, se lo demuestra a sus pacientes con una prueba infalible: sin relojes a la vista, les pide que cierren los ojos y cuenten mentalmente un minuto. Muchos de ellos creerán haber llegado al final cuando falta todavía la mitad...
Minutos de treinta segundos, horas de treinta minutos. Ese efecto de distorsión del tiempo lo padecen no sólo ejecutivos en situación límite; también profesionales con trabajos aparentemente menos estresantes, e incluso amas de casa con cuadros de galopante ansiedad.
«Vivimos acelerados, con la sensación de que los días no tienen suficientes horas —explica el doctor Dossey en Space, time and medicine (Espacio, tiempo y medicina)—. El entorno no nos da tregua; y lo malo es que cuando llega el fin de semana tampoco somos capaces de desconectar [...] Nuestro cuerpo y nuestra mente tienen un límite. Podemos forzarlos más o menos, pero tarde o temprano nos acabarán pasando factura».
Lo que comúnmente conocemos como estrés, Dossey lo llama el «mal del tiempo». En ese cajón de sastre caben la fatiga crónica, las jaquecas, el insomnio, el estreñimiento, la hiperactividad, los problemas dermatológicos, los desarreglos estacionales, la depresión. Y el único modo de combatirlo, según el doctor, es «con un cambio drástico de estilo de vida que nos obligue a estar más en contacto con nuestros ritmos biológicos y menos a expensas del tic-tac del reloj».