TRABAJO, DULCE TRABAJO

Barrer. Planchar. Cocinar. Hacer la colada. Fregar la cocina. Quitar el polvo. Pasar la aspiradora. Cambiar los pañales. Dar de comer al niño. En fin, todo eso que invita a huir del hogar y a buscar refugio donde sea, preferentemente en el trabajo.

Al menos una quinta parte de las mujeres se vuelcan en el trabajo porque lo que temen de verdad es la otra «faena», la que les espera en casa y por la que nadie les paga. Con el tiempo, el secreto mejor guardado por los hombres ha quedado al descubierto: la oficina, como vía de escape a los agobios del hogar y a los problemas familiares.

La situación la ha explorado mejor que nadie la socióloga Arlie Russell Hochschild, autora de The Time Bind: When work becomes home and home becomes work (La soga del tiempo: cuando el trabajo se convierte en el hogar y el hogar en el trabajo). Durante tres años, Hochschild estuvo siguiendo los pasos de ciento treinta trabajadores y trabajadoras de una compañía americana para llegar a una sorprendente conclusión:

«La tradicional visión del hogar como un refugio y el trabajo como una jungla no es cierta para muchas mujeres. Los problemas en casa suelen afectarle más que los de la oficina, y la tensión del hogar es a veces más difícil de superar que la presión laboral».

Los psicólogos han acuñado incluso el término de «estrés de la mujer ejecutiva», que combina los síntomas del estrés masculino (ansiedad, hipertensión, fatiga, insomnio) con el de la depresión del ama de casa (frustración, sentimiento de culpabilidad, falta de autoestima). La «soga del tiempo» aprieta por igual en el hogar y en el trabajo. La tarifa que las mujeres han de pagar por el éxito profesional es doble, y las recompensas —si es que llegan— se obtienen más fácilmente en la oficina, de ahí la huida.

Hochschild recoge, entre otros, el testimonio de Linda Avery, treinta y ocho años y dedicada en cuerpo y alma al trabajo. A sus hijos y a la casa les reserva apenas hora y media todos los días. La niñera y el marido le cubren las espaldas... «Cuanto más tiempo paso fuera de casa, mejor me siento. Es terrible reconocerlo, pero es la pura realidad. Así que casi todos los días trabajo más de la cuenta, aunque no me paguen las horas extras».

A Linda le es más fácil relajarse en la oficina que en casa. Los fines de semana se suele llevar tarea para mantenerse ocupada. Los sábados es la jornada de «libranza» del marido; se va a pescar. La niñera vuelve a tapar el hueco para que ella pueda comprar. Los domingos son los únicos días que ocasionalmente disfruta de la familia al completo, aunque el marido, a veces, se tiene que escapar para cumplir con sus otros hijos (tres, de un anterior matrimonio).

«Hace décadas, eran los hombres los que retrasaban la hora de volver a casa y se entretenían en el bar o, simplemente, prolongando más de la cuenta la jornada de trabajo —escribe Hochschild—. Hoy son las mujeres quienes están siguiendo el mismo ejemplo, y el hogar es poco menos que el lugar donde se acumulan los platos sucios, la ropa sin lavar, los problemas pendientes, los bebés llorando o los adolescentes hastiados delante de la televisión».

Con este panorama, no es de extrañar que la gente se agarre como a un salvavidas a las ocho, nueve o diez horas diarias. Según un estudio del Families and Work Institute en 188 compañías americanas, el 85 % ofrecía algún tipo de flexibilidad laboral (jornada partida, trabajo compartido, teletrabajo), pero sólo el 5 % de los empleados hacía uso del privilegio.

La razón económica es un factor que fuerza a muchas mujeres a la jornada completa: hay familias que necesitan perentoriamente el doble sueldo para salir adelante. Pero no siempre: aproximadamente el 40% de las mujeres americanas podrían permitirse el lujo de trabajar a tiempo parcial y no lo hacen.

Trabajo, dulce trabajo... El caso es que las oficinas tampoco han mejorado sustancialmente desde que la mujer se integró con plenos poderes. Más bien al contrario: los celos profesionales, la competitividad encarnizada, la discriminación y el acoso sexual las han convertido a veces en auténticos campos de batalla.

«Los lugares de trabajo han cambiado más a las mujeres que las mujeres a los lugares de trabajo —sostiene Hochschild—. Muchísimas mujeres han entrado en el mundo laboral siguiendo la pauta marcada por los hombres, jugando a ser ejecutivas agresivas. Los esquemas de trabajo siguen siendo igual de rígidos que hace veinticinco años, y los hombres no han puesto de su parte en las tareas domésticas. El hogar es, al final, el muro contra el que se estrellan todos los problemas».

La vida simple
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