17

Ariadna supo que aquel era el día en que iba a morir. Lo supo tan pronto como despertó en la suite del hotel Palace y abrió los ojos para descubrir que uno de los esbirros de Leandro había dejado un paquete envuelto con un lazo sobre el escritorio mientras dormía. Apartó las sábanas y fue tambaleándose hasta la mesa. La caja era grande, blanca y tenía grabada la leyenda PERTEGAZ en letras doradas. Bajo la cinta del lazo encontró un sobre que llevaba su nombre escrito a mano. Al abrirlo halló un tarjetón que decía así:

Querida Ariadna:

Hoy es el día en que podrás finalmente reunirte con tu hermana. He pensado que querrías estar guapa y celebrar que por fin se va a hacer justicia y que nunca más tendrás que temer a nada ni a nadie. Espero que te guste. Lo he elegido en persona para ti.

Afectuosamente,

Leandro

Ariadna acarició el perfil de la caja antes de abrirla. Por un segundo imaginó una serpiente venenosa reptando por sus paredes, lista para saltarle al cuello tan pronto como levantase la tapa. Sonrió. El interior estaba recubierto de papel sedoso. Apartó una primera capa para encontrar un conjunto completo de ropa íntima de seda blanca, medias incluidas. Bajo la ropa interior había un vestido de lana de color marfil, zapatos y bolso de piel a juego. Y un pañuelo. Leandro la enviaba a la muerte vestida de virgen.

Se lavó a solas, sin la ayuda de las enfermeras. Luego, sin prisa, se enfundó las prendas que Leandro había escogido para el último día de su vida y se contempló al espejo. Solo le faltaba el ataúd blanco y el crucifijo en las manos. Se sentó a esperar, preguntándose cuántas vírgenes blancas se habían purificado en aquella celda de lujo antes que ella, cuántas cajas con lo mejor de Pertegaz había encargado Leandro para despedirse de sus doncellas con un beso en la frente.

No tuvo que aguardar mucho. No había pasado ni media hora cuando oyó el ruido de la llave penetrando en la cerradura. El mecanismo cedió con suavidad y el buen doctor, con su semblante afable de médico de familia de toda la vida, asomó con aquella sonrisa mansa y compasiva que siempre le acompañaba, al igual que su maletín de las maravillas.

—Buenos días, Ariadna. ¿Cómo se encuentra esta mañana?

—Muy bien. Gracias, doctor.

Él se aproximó poco a poco y dejó el maletín sobre la mesa.

—La veo muy guapa y elegante. Tengo entendido que hoy es un gran día para usted.

—Sí. Hoy voy a reunirme con mi familia.

—Qué bien. La familia es lo más importante que hay en esta vida. El señor Leandro me ha pedido que le transmita su sentida disculpa por no poder acudir a saludarla en persona. Un asunto urgente le ha hecho ausentarse temporalmente. Le diré que estaba usted resplandeciente.

—Gracias.

—¿Le ponemos un tónico para darle un poco de vigor?

Ariadna tendió su brazo desnudo, sumisa. El doctor sonrió, abrió el maletín negro y extrajo una funda de piel que desplegó sobre la mesa. Ariadna reconoció la docena de frascos numerados sujetos con elásticos y el estuche metálico de la jeringuilla. El doctor se inclinó sobre ella y le tomó el brazo con delicadeza.

—Con permiso.

Empezó a tantearle la piel, que estaba sembrada de las marcas y los moretones que habían dejado incontables inyecciones. Mientras exploraba el anverso de su antebrazo, la muñeca, el espacio entre los nudillos e iba dando golpes suaves con el dedo en la piel, le sonreía. Ariadna le miró a los ojos y levantó la falda del vestido para mostrarle los muslos. También allí había marcas de pinchazos, pero más espaciadas.

—Si quiere puede pincharme aquí.

El doctor afectó una modestia infinita y asintió, pudoroso.

—Gracias. Creo que será mejor.

Le contempló preparar la inyección. Había elegido el frasco número nueve. Nunca le había visto escoger ese frasco con anterioridad. Una vez que la jeringuilla estuvo lista, el doctor buscó un punto sobre la cara interior de su muslo izquierdo, justo donde acababa la media de seda recién estrenada.

—Puede que le duela un poquito al principio y sienta frío. Serán solo unos segundos.

Ariadna observó al doctor concentrar la vista y acercar la jeringuilla a su piel. Cuando la punta de la aguja estuvo a un centímetro de su muslo habló.

—Hoy no me ha pasado el algodón con alcohol, doctor.

El hombre, sorprendido, alzó la mirada brevemente y le sonrió confundido.

—¿Tiene usted hijas, doctor?

—Dos, Dios las bendiga. El señor Leandro es su padrino.

Ocurrió en apenas un segundo. Antes de que el doctor acabase de pronunciar aquellas palabras y pudiera regresar a su tarea, Ariadna le agarró la mano con fuerza y le clavó la jeringuilla en la garganta. Una mirada de perplejidad inundó los ojos del buen doctor. Se le cayeron los brazos desplomados y empezó a temblar con la jeringuilla clavada en el cuello. La solución contenida en el émbolo se tiñó con su sangre. Ariadna le sostuvo la mirada, aferró la jeringuilla y le vació el contenido en la yugular. El doctor abrió la boca sin emitir sonido alguno y cayó de rodillas al suelo. Ella se sentó de nuevo en la silla y le contempló morir. Tardó entre dos y tres minutos.

Luego se inclinó sobre él, extrajo la jeringuilla y limpió la sangre en la solapa de su chaqueta. La guardó de nuevo en el estuche metálico, devolvió el frasco número nueve a su lugar y dobló la funda de piel. Se arrodilló junto al cuerpo, palpó los bolsillos y encontró un billetero del que sacó una docena de billetes de cien pesetas. Se enfundó la exquisita chaqueta del traje y el sombrero que iba a juego. Por último recogió las llaves que había dejado el doctor sobre la mesa, la funda con los frascos y la jeringuilla, y las metió en el bolso blanco. Se anudó el pañuelo en la cabeza y, con el bolso bajo el brazo, abrió la puerta y salió del dormitorio.

La sala de la suite estaba vacía. Un jarrón con rosas blancas reposaba sobre la mesa en la que había compartido tantos desayunos con Leandro. Se aproximó a la puerta. Estaba cerrada. Fue probando una a una las llaves del doctor hasta dar con la que abrió. El corredor, una amplia galería alfombrada y flanqueada de cuadros y estatuas, hacía pensar en un gran crucero de lujo. Estaba desierto. Un eco a música de fondo y el rumor de una aspiradora en el interior de una suite cercana flotaban en el aire. Ariadna caminó despacio. Cruzó frente a una puerta abierta donde había un carro de la limpieza y vio a una doncella recogiendo toallas en el interior. Al llegar al vestíbulo de ascensores se encontró con una pareja madura y vestida de gala que interrumpió su conversación tan pronto como reparó en su presencia.

—Buenos días —dijo Ariadna.

La pareja se limitó a asentir levemente y clavó la mirada en el suelo. Esperaron en silencio. Cuando las puertas del ascensor se abrieron por fin, el caballero le cedió el paso y obtuvo una mirada acerada de su acompañante. Iniciaron el descenso. La dama la examinaba de reojo, calibrándola y escrutando su atuendo con un deje rapaz. Ariadna le sonrió, cortés, y la dama le devolvió una sonrisa fría y cortante.

—Se parece usted a Evita —dijo.

El tono mordaz dejaba claro que la apreciación no era un cumplido. Ariadna se limitó a bajar la mirada con modestia. Cuando las puertas se abrieron en el vestíbulo de la planta baja, la pareja no se movió hasta que ella abandonó el ascensor.

—Probablemente una puta cara —oyó murmurar al caballero a su espalda.

El vestíbulo del hotel estaba repleto de gente. Ariadna avistó una boutique de artículos de lujo a escasos metros y se refugió allí. Al verla entrar, una dependienta solícita la contempló de arriba abajo y al presupuestar el coste de cuanto llevaba puesto le sonrió como si fuera una vieja amiga. Cinco minutos más tarde, Ariadna abandonaba la tienda luciendo unas llamativas gafas de sol que le cubrían medio rostro y los labios encendidos del carmín más estridente que pudo encontrar. De la virgen a la cortesana de lujo solo mediaban unos complementos.

De esta guisa descendió las escalinatas que conducían a la salida mientras se enfundaba los guantes y sentía las miradas de huéspedes, conserjes y personal del hotel radiografiando cada centímetro de su cuerpo. «Despacio», se dijo. Al aproximarse a la salida se detuvo y el portero que le sostenía la puerta la observó con una mezcla de codicia y complicidad.

—¿Taxi, guapa?

El Laberinto de los Espíritus
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