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Como todos los domingos desde que se había quedado viudo, más de veinte años atrás, Juan Sempere se levantaba temprano, se preparaba un café bien cargado y se enfundaba su traje y su sombrero de señor de Barcelona para bajar a la iglesia de Santa Ana. El librero nunca había sido un hombre religioso, a menos que don Alejandro Dumas contara como miembro ex-cátedra del santoral. Le gustaba instalarse en la última bancada y presenciar el rito en silencio. Se ponía de pie y se sentaba cuando el sacerdote así lo indicaba por respeto, pero no tomaba parte en los cánticos, las plegarias o la comunión. Desde que Isabella había muerto, el cielo y él, nunca los más animados contertulios, tenían poco que decirse.

El párroco, que estaba al corriente de sus convicciones, o de la ausencia de ellas, siempre le daba la bienvenida y le recordaba que aquella era su casa, creyera en lo que creyese. «Cada cual vive la fe a su manera —le decía—. Pero no me cite o me enviarán a misiones a ver si se me come una anaconda». El librero siempre le respondía que él no tenía fe, pero que en aquel lugar se sentía más cerca de Isabella, quizá porque en aquella capilla se había casado con ella y había celebrado su funeral con solo cinco años de diferencia, los únicos que recordaba felices de su vida.

Aquella mañana de domingo, Juan Sempere se sentó igual que siempre en el último banco a oír la misa y a contemplar cómo los madrugadores del barrio, un batiburrillo de beatas y pecadores, gentes solas, insomnes, optimistas y jubilados de la esperanza se reunían a suplicarle a Dios para que, en su infinito silencio, se acordara de ellos y de sus efímeras existencias. Podía ver el aliento del párroco dibujar plegarias de vapor en el aire. La concurrencia se escoraba hacia la única estufa de butano que permitía el presupuesto de la parroquia y que, pese al concurso de vírgenes y santos ejerciendo desde sus hornacinas, no obraba el milagro.

Se disponía el párroco a consagrar la sagrada forma y a beber de aquel vino al que, con tanto frío, no le hubiera dicho que no, cuando captó con el rabillo del ojo que una figura se deslizaba por el banco y tomaba asiento a su lado. Sempere se volvió para encontrar a su hijo Daniel, a quien no había visto en una capilla desde el día de su boda. Solo le faltaba ver entrar a Fermín con un misal en la mano para decidir que en realidad el despertador se había declarado en rebeldía y que todo aquello era parte del sueño plácido de un domingo de invierno.

—¿Todo bien? —preguntó Juan.

Daniel asintió con una sonrisa mansa y dirigió la mirada al párroco, que empezaba a repartir la comunión entre los feligreses mientras el organista, un profesor de música que hacía doblete en varias iglesias del barrio y era cliente de la librería, tocaba lo mejor que podía.

—A juzgar por los crímenes perpetrados contra don Juan Sebastián Bach, el maestro Clemente debe de tener los dedos congelados esta mañana —añadió.

Daniel se limitó a asentir de nuevo. Sempere observó a su hijo, que hacía ya días que estaba ensimismado. Daniel llevaba en su interior un mundo de ausencias y silencios en el que nunca había podido adentrarse. A menudo se acordaba de aquel amanecer, quince años atrás, cuando se había despertado gritando porque ya no podía recordar el rostro de su madre. Aquella mañana el librero le había acompañado por primera vez al Cementerio de los Libros Olvidados, quizá en la esperanza de que aquel lugar y lo que significaba pudieran cubrir el vacío que la pérdida había dejado en sus vidas. Le había visto crecer y convertirse en un hombre, casarse y traer un hijo al mundo, y aun así se levantaba cada mañana temiendo por él y deseando que Isabella estuviera a su lado para decirle las cosas que él nunca podría decir. Un padre nunca ve envejecer a sus hijos, y a sus ojos siempre se aparecen como aquellos niños que un día le miraban con veneración, convencidos de que tenía las respuestas a todos los enigmas del universo.

Aquella mañana, sin embargo, bajo la media luz de una capilla lejos de Dios y del mundo, el librero contempló a su hijo y por primera vez creyó que el tiempo había empezado a correr para él también y que ya nunca más podría ver al niño que vivía para recordar el rostro de una madre que no habría de volver. Sempere intentó encontrar palabras para decirle que lo entendía, que no estaba solo, pero aquella negrura que pendía sobre su hijo como una sombra envenenada le dio miedo. Daniel se volvió hacia su padre y Sempere leyó en sus ojos una rabia y una ira que no había visto ni en la mirada de viejos a los que la vida había condenado ya a la miseria.

—Daniel… —susurró.

Su hijo le abrazó entonces con fuerza, silenciándole y sujetándole como si temiera que algo pudiera arrebatárselo. El librero no podía ver su rostro, pero sabía que su hijo estaba llorando en silencio. Y por primera vez desde que Isabella los había dejado rezó por él.

El Laberinto de los Espíritus
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