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Las esperanzas las guardan las personas, pero el destino lo reparte el diablo. La boda iba a celebrarse en la capilla de Santa Ana, en la plazoleta que quedaba justo detrás de la librería. Las invitaciones estaban enviadas, el convite contratado, las flores compradas y el coche que debía llevar a la novia a la puerta de la iglesia reservado. Yo me decía todos los días que me sentía ilusionada y que por fin iba a ser feliz. Recuerdo un viernes de marzo, un mes exacto antes de la ceremonia, en que me había quedado sola en la librería porque Juan había ido a Tiana a entregar un pedido a un cliente importante. Oí la campanilla de la puerta y al levantar la vista le vi. Apenas había cambiado.
David Martín era uno de esos hombres que no envejecen, o que solo lo hacen por dentro. Cualquiera hubiera bromeado con que debía de haber hecho un pacto con el diablo. Cualquiera menos yo, que sabía que en la fantasmagoría de su alma él estaba convencido de que así era, aunque su diablo particular fuera un personaje imaginario que vivía en la trastienda de su cerebro con el nombre de Andreas Corelli, editor parisino y personaje tan siniestro que parecía salido de su propia pluma. En su cabeza, David estaba seguro de que Corelli le había contratado para escribir un libro maldito, texto fundacional de una nueva religión de fanatismo, ira y destrucción que habría de prender fuego al mundo por siempre jamás. David llevaba a cuestas aquel y otros delirios, y creía a pies juntillas que su diablillo literario le estaba dando caza porque él, genio y figura, no había tenido mejor ocurrencia que traicionarle, romper su acuerdo y destruir el Malleus Maleficarum de turno en el último momento, quizá porque la bondad luminosa de su insoportable aprendiza le había hecho ver la luz y el error de sus designios. Y para eso estaba yo, la gran Isabella, que por no creer no creía ni en los billetes de lotería y había pensado que el perfume de mi encanto juvenil y el dejar de respirar durante una temporada el aire viciado de Barcelona (donde además lo buscaba la policía) iba a ser suficiente para curarle de sus locuras. Tan pronto como le miré a los ojos supe que cuatro años vagando por sabe Dios qué mundos no le habían curado un ápice. En cuanto me sonrió y me dijo que me había echado de menos se me rompió el alma, me puse a llorar y maldije mi suerte. A la que me rozó la mejilla comprendí que continuaba enamorada de mi Dorian Gray particular, mi loco preferido y el único hombre que siempre deseé que hiciese conmigo lo que quisiera.
No recuerdo las palabras que intercambiamos. Aquel momento aún está borroso en mi memoria. Creo que todo cuanto había construido en mi imaginación durante aquellos años de su ausencia se me cayó encima en cinco segundos y cuando atiné a salir de los cascotes no fui capaz más que de pergeñar una nota dirigida a Juan que dejé junto a la caja registradora diciendo,
Tengo que irme. Perdóname, amor mío.
Isabella
Sabía que la policía le seguía buscando porque no había mes en que no apareciese por la librería algún miembro del Cuerpo para preguntar si habíamos tenido noticias del fugitivo. Abandoné la librería con David del brazo y me lo llevé a rastras hasta la Estación del Norte. Él parecía encantado de haber regresado a Barcelona y lo miraba todo con la nostalgia de un moribundo y la inocencia de un niño. Yo estaba muerta de miedo y solo pensaba en dónde esconderle. Le pregunté si había algún sitio donde nadie pudiera encontrarlo y donde a nadie se le ocurriera buscarle.
«El Saló de Cent del ayuntamiento», dijo.
«Hablo en serio, David».
Siempre fui mujer de grandes ocurrencias, y aquel día tuve una de las más sonadas. David me había contado en una ocasión que su antiguo mentor y amigo, don Pedro Vidal, disponía de una casa junto al mar en un rincón remoto de la Costa Brava llamado S’Agaró. La casa le había servido en su día a modo de esa institución de la burguesía catalana, el picadero, o lugar al que llevarse a señoritas, a meretrices y a otras candidatas al amor breve para desfogar el brío propio de los caballeros de buena cuna sin mancillar el inmaculado vínculo matrimonial.
Vidal, que disponía de varios locales al uso dentro de la comodidad de la ciudad de Barcelona, siempre le había ofrecido a David su guarida frente al mar para lo que quisiera, porque él y sus primos solo la utilizaban en verano, e incluso entonces solo durante un par de semanas. La llave estaba siempre oculta tras una piedra en un relieve junto a la entrada. Con el dinero que había sacado de la caja registradora de la librería compré dos billetes hasta Gerona y de allí otros dos hasta San Feliu de Guíxols, localidad que quedaba a dos kilómetros de la bahía de San Pol en la que se encontraba el enclave de S’Agaró. David no opuso resistencia alguna. Por el camino se apoyó en mi hombro y se durmió.
«Hace años que no duermo», dijo.
Llegamos al anochecer, con lo puesto. Una vez allí, aprovechando el manto de la noche, preferí no tomar un carromato frente a la estación e hicimos el camino a pie hasta la villa. La llave seguía allí. La casa llevaba años cerrada. Abrí todas las ventanas de par en par y las dejé así hasta que amaneció sobre el mar al pie del acantilado. David había dormido como un niño toda la noche y cuando el sol le rozó la cara abrió los ojos, se incorporó y se me acercó. Me abrazó con fuerza y cuando le pregunté por qué había vuelto me contestó que había comprendido que me quería.
«No tienes derecho a quererme», le dije.
Tras años de inactividad me salió la Vesubia que siempre había llevado dentro y empecé a gritarle y a sacar toda la rabia, toda la tristeza y todo el anhelo con que me había dejado. Le aseguré que conocerle era lo peor que me había pasado en la vida, que le odiaba, que no quería volver a verle nunca más y que deseaba que se quedase en aquella casa y se pudriera allí para siempre. David asintió y bajó la mirada. Supongo que fue entonces cuando le besé, porque siempre era yo la que tenía que besar primero, y pulvericé en un segundo el resto de mi vida. El cura de mi infancia se había equivocado. No había venido al mundo a llevar la contraria, sino a cometer errores. Y aquella mañana, en sus brazos, cometí el mayor de cuantos podría haber cometido.