2

Fermín Romero de Torres despertó a traición. El corazón le bombeaba a ritmo de metralleta y le asaltó la sensación de que una soprano wagneriana se le había sentado en el pecho. Abrió los ojos a una penumbra de terciopelo e intentó recobrar el aliento. Las agujas del despertador confirmaron lo que sospechaba. No era ni siquiera medianoche. Apenas había conseguido mal dormir una hora antes de que el insomnio le embistiera de nuevo como un tranvía desbocado. A su lado, la Bernarda roncaba como un becerrillo, sonriendo bendita en brazos de Morfeo.

Fermín, creo que vas a ser padre.

El embarazo la había dejado más apetecible que nunca, sus beldades en flor y toda ella un festín de curvas al que de buena gana se hubiera lanzado a dentelladas en aquel mismo instante. Estaba por rematar la faena con su característico «expreso de medianoche», pero no se atrevió a despertarla y quebrar aquella paz celestial que emanaba su rostro. Sabía que si lo hacía había dos alternativas: o la bomba H de hormonas que le rezumaban por los poros estallaría y la Bernarda se transformaría en una tigresa salvaje que le rebanaría en lonchas, o el chispazo saldría chamuscado y a su santa esposa le entrarían todos los miedos, incluido el de que cualquier intento de desembarco en sus bajos pusiera en peligro a la criatura. Fermín no la culpaba. La Bernarda había perdido el primer hijo que habían concebido poco antes de contraer matrimonio. Tal había sido la tristeza que la había invadido que Fermín había temido entonces perderla para siempre. Con el tiempo, tal y como les había prometido el médico, la Bernarda había regresado al estado de buena esperanza, y a la vida. Pero ahora vivía con el pavor constante de volver a perder a la criatura y a veces parecía que tenía miedo hasta de respirar.

Amor de mi vida, pero si el médico ha dicho que no pasa nada.

Ese es un sinvergüenza. Como tú.

El hombre sabio es aquel que no despierta volcanes, revoluciones o féminas preñadas. Fermín abandonó sigilosamente el lecho conyugal y se deslizó de puntillas hasta el comedor del modesto piso de la calle Joaquín Costa en el que se habían instalado al regresar de su viaje de novios. Había pensado ahogar las penas y la lujuria en un Sugus, pero un somero vistazo a la despensa desveló que estaba a cero de existencias. Fermín sintió que se le caía el alma a las pantuflas. Aquello era grave. Recordó entonces que en el vestíbulo de la Estación de Francia siempre había un vendedor ambulante de chucherías y cigarrillos de servicio hasta la medianoche, Diego el Ciego, que normalmente estaba surtidísimo de caramelos y de chistes procaces. La visión de un Sugus de limón le hizo salivar con anticipación y no perdió ni un segundo en desprenderse del pijama y envolverse en suficiente abrigo como para cortejar al sarampión en una noche siberiana. Así pertrechado, se echó a la calle para satisfacer los bajos instintos y patear el insomnio.

El Raval es la patria chica del insomne porque, aunque tampoco duerme, invita al olvido y, por muchos que sean los pesares que uno arrastre, bastan unos cuantos pasos para tropezarse con alguien o con algo que le recuerda que siempre hay quien ha recibido peores cartas que uno mismo en la partida de la vida. Aquella noche de destinos cruzados una miasma amarillenta prendida de orines, lámparas de gas y ecos en sepia flotaba por la madeja de callejas a modo de embrujo o advertencia, según el gusto personal.

Deambuló entre griteríos, hedores y demás goteos del lumpen que animaban unas callejas tan oscuras y retorcidas como las fantasías de un obispo. Emergió por fin a los pies de la estatua de Colón. Una conjura de gaviotas la había teñido de blanco guano, en un turbio homenaje a la dieta mediterránea. Fermín enfiló el paseo rumbo a la Estación de Francia, sin atreverse a volver la vista atrás y atisbar la siniestra silueta del castillo de Montjuic en lo alto de la montaña, acechando.

Hordas de marineros estadounidenses vagaban por las inmediaciones del puerto en busca de jarana y oportunidades de intercambio cultural con damas de virtud fácil dispuestas a enseñarles el vocabulario básico y tres o cuatro trucos al gusto del litoral. Le vino a la memoria la Rociito, solaz de tantas noches turbias de su juventud y alma blanca de pecho generoso que en más de una ocasión le había salvado de la soledad. La imaginó con su pretendiente, el próspero comerciante de Reus que la había retirado del servicio activo el año anterior, viajando por el mundo como la señora que siempre había sido y tal vez sintiendo, por una vez, que la vida le sonreía.

Pensando en la Rociito y en aquella especie en perpetuo peligro de extinción, la gente de buen corazón, Fermín llegó a la estación. Avistó a Diego el Ciego, que se disponía ya a plegar velas, y corrió hacia él.

—Hombre, Fermín, a estas horas te hacía yo dándole matraca a la parienta —dijo Diego—. ¿Corto de Sugus?

—Bajo mínimos.

—Tengo limón, piña y fresa.

—Que sea limón. Cinco paquetes.

—Y uno cortesía de la casa.

Fermín le pagó y dejó propina. Diego se metió las monedas sin contarlas en una bolsa de cuero que llevaba al cinto al modo de los cobradores de los tranvías. Fermín nunca había comprendido cómo sabía Diego el Ciego si le engañaban o no, pero lo sabía. Es más, las veía venir de canto. Había nacido sin ojos y con la mala suerte de un cadete de infantería. Vivía solo en una habitación sin ventanas de una pensión en la calle Princesa y su mejor amigo era un transistor en el que escuchaba el fútbol y las noticias que tanto le hacían reír.

—Has venido a ver los trenes, ¿eh?

—Viejas costumbres —dijo Fermín.

Vio partir a Diego el Ciego rumbo a su pensión, donde no le esperaban ni las chinches, y pensó en la Bernarda, dormida en su cama y oliendo a agua de rosas. Estaba por volver a casa pero decidió adentrarse en la gran nave de la estación, aquella catedral de vapor y hierro por la que había regresado a Barcelona una lejana noche de 1941. Siempre había creído que el destino, amén de su afición a embestir a los inocentes por la espalda y a ser posible a calzón quitado, gustaba de anidar en las estaciones de tren en sus pausas de refresco. Allí empezaban o terminaban tragedias y romances, huidas y retornos, traiciones y ausencias. La vida, se decía, es una estación de tren en la que uno casi siempre se sube, o le suben, al vagón equivocado.

Aquellos pensamientos con profundidad de taza de café le asaltaban normalmente al filo de la madrugada, cuando el cuerpo se le había cansado ya de dar vueltas pero la cabeza seguía rodando como una peonza. Decidido a cambiar la filosofía de baratillo por el austero confort de un banco de madera, Fermín se adentró en la bóveda curvada de la estación, una clara indicación por parte del astuto arquitecto de que el porvenir nace torcido en Barcelona.

Se acomodó en el banco, desenvolvió un Sugus y se lo llevó a los labios. Absorto en su nirvana de confitería, abandonó la mirada en la fuga de vías que se perdían en la noche. Al poco sintió que el suelo temblaba bajo sus pies y avistó la luz de una locomotora abriendo la medianoche. Un par de minutos después, el tren enfiló la entrada de la estación cabalgando en una nube de vapor.

Un velo de niebla que provenía del mar barría los andenes envolviendo en un espejismo a los pasajeros que se apeaban de los vagones tras la larga travesía. Los rostros felices escaseaban. Fermín los observaba al pasar, escrutando sus gestos cansados y sus galas, fantaseando sobre los avatares y las circunstancias que los llevaban a la ciudad. Empezaba a cogerle gusto a aquella nueva faceta de biógrafo apresurado del anónimo ciudadano cuando la vio.

Descendió del vagón envuelta en uno de aquellos velos de vapor blanco de los que Fermín había aprendido a esperar ver salir a su querida Marlene Dietrich en una estación de Berlín, París o cualquier otro lugar que nunca había existido en aquel glorioso siglo XX en blanco y negro de las sesiones matinales en el cine Capitol. La mujer —porque, aunque Fermín no le estimó ni treinta años, nunca se le habría ocurrido describirla como muchacha, jovencita o cualquier sucedáneo al uso— caminaba con una muy ligera cojera que le confería una pincelada intrigante y vulnerable.

Poseía un rostro y una presencia afilados que destilaban luz y sombra al tiempo. Si hubiera tenido que referir su aspecto a su amigo Daniel, le habría dicho que se parecía a uno de aquellos espectrales ángeles de medianoche que asomaban a veces entre las páginas de las novelas de su antiguo compañero de galería carcelaria en el castillo de Montjuic, David Martín, particularmente a la inefable Chloe, que tantas historias de dudoso decoro había protagonizado en la siniestra serie de La Ciudad de los Malditos y que tanto sueño le había quitado en las largas sesiones de lectura febril durante las que había adquirido conocimientos enciclopédicos sobre el arte del envenenamiento, las turbias pasiones de las mentes criminales y la ciencia y el acervo de la confección y el lucimiento de prendas interiores femeninas. Tal vez ya era hora de releer aquellos calenturientos romances góticos, se dijo, antes de que el espíritu y la gónada se le apergaminasen sin remedio.

Fermín la observó al aproximarse e intercambió una mirada con ella. Fue apenas un instante fugaz, un gesto accidental del que escapó con rapidez para bajar la testa y dejar que pasara de largo. Fermín hundió el rostro en el abrigo y apartó la cabeza. Los pasajeros se alejaban hacia la salida y la mujer, con ellos. Él permaneció allí clavado, casi temblando, hasta que el jefe de estación se le aproximó.

—Oiga, que esta noche ya no llegan más trenes y aquí no se puede quedar a dormir…

Fermín asintió y se marchó arrastrando los pies. Al llegar al vestíbulo echó un vistazo, pero no había señal de ella. Se apresuró hasta la calle, donde soplaba una brisa fría que le devolvió a la realidad del invierno.

—¿Alicia? —preguntó al viento—. ¿Eres tú?

Fermín suspiró y echó a andar a la sombra de las calles, diciéndose que no era posible, que aquellos ojos en los que se había caído no eran los mismos que había abandonado aquella lejana noche de fuego durante la guerra y que la niña a la que no había sabido salvar, Alicia, debía de haber fallecido aquella noche junto con tantos otros. Ni siquiera su némesis, el sino, podía tener un sentido del humor tan negro.

«A lo mejor es un espectro que ha retornado de entre los muertos para recordarte que alguien que deja morir a una criatura no merece traer descendencia a este mundo. Las indirectas del Altísimo son insondables, ya lo dicen los curas», especuló.

—Esto debe de tener una explicación científica —se dijo en voz alta—. Como la trempera matinera.

Fermín se aferró a aquel principio empírico e, hincando el diente a dos Sugus a un tiempo, echó a caminar de regreso al cálido lecho donde le esperaba la Bernarda en el convencimiento de que nada sucedía por casualidad y de que, tarde o temprano, desvelaría aquel misterio o aquel misterio le desvelaría a él para siempre.

El Laberinto de los Espíritus
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