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Las entrañas del gran hotel estaban ya funcionando a toda máquina para navegar el primer turno de desayunos. Un ejército de cocineros, pinches, mozos y camareros entraba y salía de cocinas y túneles portando carros y bandejas. Alicia bordeó el estruendo bañado en olor a café y mil delicias, encajando alguna mirada sorprendida pero demasiado ocupada para detenerse en lo que a todas luces era una huésped perdida o, más probablemente, una cortesana de lujo deslizándose con discreción al término de su turno de trabajo. En la etiqueta de todo hotel de lujo existe la ciencia de lo invisible, y Alicia jugó aquella carta sin pudor hasta ganar la zona de los ascensores de servicio. Abordó el primero, que compartió con una doncella que llevaba toallas y jabones y la contemplaba de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y envidia. Alicia le sonrió de forma amigable, dando a entender que ambas caminaban por el mismo lado de la calle.
—¿Tan pronto? —preguntó la doncella.
—A quien madruga, Dios le ayuda.
La doncella asintió, tímida. Descendió en el cuarto piso. Cuando se cerraron las puertas y el ascensor prosiguió hasta la última planta, Alicia extrajo el manojo de llaves del bolso y buscó la de color dorado que Leandro le había entregado dos años atrás. «Es una llave maestra. Abre todas las habitaciones del hotel. Incluida la mía. Haz buen uso de ella. Nunca entres en un sitio en el que no sabes lo que te espera».
El ascensor de servicio abrió las puertas a un pequeño pasillo que quedaba oculto junto a los armarios de limpieza y lavandería. Alicia lo recorrió a paso ligero y abrió unos centímetros la puerta que daba al corredor principal que rodeaba toda la planta. La suite de Leandro quedaba en una de las esquinas suspendidas sobre la plaza de Neptuno. Salió al corredor y se dirigió hacia allí. De camino se cruzó con un huésped que regresaba a su habitación presumiblemente después de desayunar y que le sonrió con amabilidad. Alicia le correspondió. Al doblar el pasillo avistó la puerta de la suite de Leandro. No se veía a ningún miembro de la escolta apostado en la entrada. Leandro detestaba aquel tipo de ceremonial y primaba ante todo la discreción y la ausencia de melodrama. Pero Alicia sabía que al menos dos de sus hombres tenían que estar cerca, bien en un cuarto próximo o recorriendo el hotel en aquel mismo instante. Calculó que en el mejor de los casos tenía entre cinco y diez minutos.
Se detuvo ante la puerta de la suite y miró a ambos lados. Introdujo la llave con sigilo y la hizo girar con suavidad. La puerta se abrió y Alicia se coló en el interior. La cerró a su espalda y permaneció apoyada contra la puerta unos segundos. Un pequeño recibidor conducía a un corredor tras el cual se abría la sala oval que quedaba bajo la cúpula de una de las torres. Leandro llevaba viviendo allí desde que ella tenía memoria. Se deslizó hasta la sala y posó la mano sobre el arma que llevaba al cinto. El salón estaba en penumbra. La puerta que daba al dormitorio de la suite estaba entreabierta y proyectaba un ángulo de luz. Alicia oyó correr el agua y un silbido que conocía muy bien. Cruzó la sala hasta la puerta y la abrió por completo. La cama, vacía y deshecha, se podía ver al fondo. A la izquierda quedaba la puerta del baño, que estaba abierta. Un halo de vapor perfumado de jabón emanaba del interior. Alicia se detuvo en el umbral.
Leandro, de espaldas a ella, se estaba afeitando escrupulosamente frente al espejo. Vestía un albornoz escarlata y zapatillas a juego. La bañera, repleta y humeante, aguardaba a un lado. Una radio susurraba una melodía que Leandro silbaba. Alicia cruzó la mirada con él en el espejo y él sonrió con calidez, sin amago alguno de sorpresa.
—Te esperaba hace ya días. Habrás visto que les he dicho a los chicos que se quitaran de en medio.
—Gracias.
Leandro se volvió y se limpió la espuma del rostro con una toalla.
—Lo he hecho por su bien. Sé que nunca te ha gustado el trabajo en equipo. ¿Has desayunado? ¿Te pido algo?
Alicia negó. Extrajo la pistola y le apuntó al vientre. Leandro escanció un chorro de loción de afeitado y se masajeó el rostro con las manos.
—Supongo que es el arma del pobre Hendaya. Bien pensado. Imagino que es inútil que te pregunte dónde podemos encontrarle. Más que nada lo digo porque tenía mujer e hijos.
—Pruebe en una lata de comida para gatos.
—Qué poco familiar eres, Alicia. ¿Nos sentamos?
—Aquí estamos bien.
Leandro se apoyó contra la repisa del tocador.
—Como gustes. Tú dirás.
Alicia dudó unos segundos. Lo más sencillo sería disparar ahora. Vaciar el cargador e intentar salir de allí con vida. Con suerte llegaría hasta la escalera de servicio. Quién sabía, quizá conseguía ver el lobby antes de que la derribasen. Leandro, como siempre, le leía el pensamiento y le dirigió una mirada de conmiseración y afecto paternal al tiempo que negaba poco a poco.
—Nunca debiste dejarme —dijo—. No sabes lo que me dolió tu traición.
—Yo nunca le he traicionado.
—Por favor, Alicia. Sabes perfectamente que siempre has sido mi predilecta. Mi obra maestra. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Somos el equipo perfecto.
—¿Por eso envió a esa alimaña a que me matase?
—¿Rovira?
—¿Es así como se llamaba?
—A veces. Se suponía que debía ser tu sustituto. Le envié tan solo a que aprendiera de ti y te vigilase. Él te admiraba mucho. Llevaba dos años estudiándote. Cada dosier. Cada caso. Decía que eras la mejor. El error fue mío al creer que a lo mejor podía ocupar tu lugar. Ahora he comprendido que nadie puede sustituirte.
—¿Ni Lomana?
—Ricardo nunca entendió bien su cometido. Empezaba a hacer juicios de valor y a hurgar donde no debía cuando lo único que se requería de él era su fuerza bruta. Confundió sus lealtades. Nadie sobrevive en este negocio sin tener claras cuáles son.
—¿Y cuáles son las suyas?
Leandro sacudió la cabeza.
—¿Por qué no vuelves conmigo, Alicia? ¿Quién te va a cuidar como yo? Si te conozco como si fueras de mi carne. Me basta con mirarte para ver que ahora mismo se te está comiendo viva el dolor pero que no has querido tomar nada para estar alerta. Te miro a los ojos y veo que tienes miedo. Miedo de mí. Y eso me duele. Me duele tanto…
—Si quiere una pastilla, o mejor el bote entero, suyo es.
Leandro sonrió con tristeza, negando por lo bajo.
—Reconozco que me he equivocado. Y te pido disculpas. ¿Es eso lo que quieres? Porque si hace falta me arrodillo. No tengo pudor. Tu traición me hizo mucho daño y me cegó. Yo, que siempre te he enseñado que nunca hay que tomar decisiones desde el rencor, el dolor o el miedo. Ya ves, yo también soy humano, Alicia.
—Estoy a punto de echarme a llorar.
Leandro sonrió con malicia.
—¿Ves como en el fondo somos iguales? ¿Dónde vas a estar mejor que a mi lado? Tengo grandes planes para nosotros. He pensado mucho estas últimas semanas y he entendido por qué quieres dejar esto. Es más, he comprendido que yo también quiero dejarlo. Estoy harto de solucionarles la papeleta a incompetentes y necios. Tú y yo estamos llamados a otros asuntos.
—¿Ah, sí?
—Pues claro. ¿O creías que íbamos a estar siempre bregando con la porquería de los demás? Eso se ha acabado. Tengo las miras puestas en algo mucho más importante. Yo también dejo todo esto. Y necesito que estés a mi lado y me acompañes. Sin ti no puedo hacerlo. Sabes de lo que te hablo, ¿verdad?
—No tengo la menor idea.
—Estoy hablando de política. Este país va a cambiar. Más pronto o más tarde. El General no durará para siempre. Hace falta sangre nueva. Gente con ideas. Gente que sepa manejar la realidad.
—Como usted.
—Como tú y como yo. Tú y yo, juntos, podemos hacer grandes cosas por este país.
—¿Como asesinar a inocentes y robarles a sus hijos para venderlos?
Leandro suspiró con expresión de disgusto.
—No seas ingenua, Alicia. Aquellos eran otros tiempos.
—¿Fue idea suya o de Valls?
—¿Importa eso?
—Me importa a mí.
—No fue idea de nadie. Es sencillamente como sucedieron las cosas. Ubach y su esposa se encapricharon de las hijas de los Mataix. Valls vio una oportunidad. Y luego vinieron otras. Era una época de oportunidades. Y no hay oferta sin demanda. Yo me limité a hacer lo que tenía que hacer y a asegurarme de que a Valls no se le fuera el asunto de las manos.
—Parece que no lo consiguió.
—Valls es un hombre codicioso. Por desgracia, los codiciosos nunca saben cuándo ha llegado el momento de dejar de abusar de su posición y fuerzan las cosas hasta sacarlas de quicio. Por eso, tarde o temprano, caen.
—¿Sigue vivo entonces?
—Alicia… ¿Qué es lo que quieres de mí?
—La verdad.
Leandro rio levemente.
—¿La verdad? Tú y yo sabemos que no existe tal cosa. La verdad es un acuerdo que permite que los inocentes no tengan que convivir con la realidad.
—No he venido a que me saque el libro de citas.
La mirada de Leandro se endureció.
—No. Has venido a hurgar donde sabes que no hay que hurgar. Como siempre. A complicarlo todo. Porque así es como tú lo haces todo. Por eso me dejaste. Por eso me traicionaste. Por eso ahora vienes aquí hablándome de la verdad. Porque deseas que te diga que sí, que eres mejor que yo, mejor que todo esto.
—Yo no soy mejor que nadie.
—Por supuesto que lo eres. Por eso siempre has sido mi favorita. Por eso te quiero a mi lado otra vez. Porque este país necesita que haya gente como tú y como yo. Gente que sepa controlarlo. Que sepa mantenerlo a raya y en calma para que no vuelva todo a transformarse en un saco de ratas que viven para alimentar sus odios, envidias y rabias mezquinas y que se comen vivos unos a otros. Sabes que tengo razón. Que, aunque siempre se nos eche la culpa de todo, sin nosotros este país se iría al infierno. ¿Qué me dices?
Leandro la miró a los ojos largamente y, al no obtener respuesta, se dirigió hacia la bañera. Le dio la espalda y se desprendió del albornoz. Alicia le contempló desnudo, pálido como el vientre de un pez. El hombre se aferró a la barra dorada que emergía de la pared de mármol y se introdujo poco a poco en la bañera. Una vez tendido en el agua y con el vapor acariciándole el rostro, abrió los ojos y la observó con un deje melancólico.
—Todo tendría que haber sido diferente, Alicia, pero somos hijos de nuestro tiempo. En el fondo, casi es mejor así. Siempre supe que serías tú.
Alicia dejó caer el arma.
—¿A qué esperas?
—No voy a matarle.
—¿Y a qué has venido entonces?
—No lo sé.
—Claro que lo sabes.
Leandro alargó el brazo hasta la extensión de teléfono que pendía de la pared de la bañera. Alicia volvió a apuntarle.
—¿Qué hace?
—Ya sabes cómo es esto, Alicia… Operadora. Sí. Póngame con el Ministerio de Gobernación. Gil de Partera. Sí. Leandro Montalvo. Espero. Gracias.
—Cuelgue ahora mismo. Por favor.
—No puedo hacer eso. El encargo nunca fue salvar a Valls. El encargo era encontrarle y silenciarle para evitar que todo este triste asunto saliera a la luz. Y a punto estuvimos, una vez más, de coronar la misión con éxito. Pero no me escuchaste. Por eso ahora voy a tener, a mi pesar, que ordenar la muerte de todos aquellos a los que has implicado en tu aventura. La de Daniel Sempere, su esposa y toda su familia, incluidos ese tarado que trabaja para ellos y todos aquellos a los que, en tu cruzada de redención, has tenido la infausta idea de contarles lo que nunca debieron saber. Tú lo has querido así. Afortunadamente nos has conducido a todos ellos. Como siempre, aun cuando no quieres, eres la mejor. ¿Operadora? Sí. Señor ministro. Igualmente. Así es. Tengo noticias…
Bastó un solo disparo. El auricular le resbaló de la mano y cayó al suelo junto a la bañera. Leandro ladeó la cabeza y le obsequió con una mirada envenenada de afecto y anhelo. Una nube escarlata se esparcía bajo el agua, velando el reflejo de su cuerpo. Alicia permaneció inmóvil, contemplando cómo se desangraba a cada palpitar hasta que las pupilas de sus ojos se dilataron y su sonrisa quedó congelada en una mueca burlona.
—Te esperaré —susurró Leandro—. No tardes.
Un instante después, el cuerpo se deslizó poco a poco y el rostro de Leandro Montalvo se hundió bajo las aguas ensangrentadas con los ojos abiertos.