18
Le dieron el alta a media tarde, porque el hospital ya no daba abasto y cualquiera que no estuviese moribundo pasaba por sano. Armado de una muleta de madera y una muda nueva que le había prestado un difunto, Fermín consiguió abordar un tranvía a las puertas del hospital Clínico, que le condujo de regreso a las calles del Raval. Allí empezó a visitar los cafés, colmados y comercios que quedaban abiertos, preguntando a voces si alguien había visto a una niña llamada Alicia. La gente, al ver a aquel hombrecillo enjuto y demacrado, negaba en silencio creyendo que el pobre infeliz buscaba en vano, como tantos otros, a su hija muerta, uno más de entre los novecientos cuerpos —un centenar de ellos niños— que se recogerían en las calles de Barcelona aquel 18 de marzo de 1938.
Al atardecer, Fermín recorrió de arriba abajo las Ramblas. Las bombas habían hecho descarrilar tranvías que yacían todavía humeantes con un pasaje de cadáveres a bordo. Cafés que horas antes estaban repletos de clientes ahora eran galerías espectrales de cuerpos inertes. Las aceras estaban cubiertas de sangre, y nadie, mientras intentaban llevarse a los heridos, cubrir a los muertos o sencillamente huir hacia ninguna parte, recordaba haber visto a una niña como la que describía.
Aun así, Fermín no perdió la esperanza ni cuando encontró una hilera de cadáveres tendidos sobre la acera frente al Gran Teatro del Liceo. Ninguno de ellos parecía mayor de ocho o nueve años. Fermín se arrodilló. A su lado, una mujer acariciaba los pies de un niño con un orificio negro del tamaño de un puño en el pecho.
—Está muerto —dijo la mujer sin necesidad de que Fermín le preguntase—. Están todos muertos.
Durante toda la noche, mientras la ciudad retiraba los escombros y las ruinas de decenas de edificios dejaban de arder, Fermín recorrió de puerta en puerta las calles del Raval preguntando por Alicia.
Por último, al amanecer, fue consciente de que no podía dar un paso más y se dejó caer en los peldaños de la iglesia de Belén. Al poco, un guardia con el rostro cubierto de carbonilla y el uniforme manchado de sangre se sentó a su lado. Cuando le preguntó por qué lloraba, Fermín se abrazó a él y le dijo que se quería morir porque el destino había puesto en sus manos la vida de una criatura y él la había traicionado y no la había sabido proteger. Si a Dios o al demonio les quedaba un soplo de decencia en el cuerpo, continuó, aquel mundo de mierda se acabaría para siempre al día siguiente o al otro porque no merecía seguir existiendo.
El guardia, que llevaba muchas horas sin descanso sacando cadáveres de entre los escombros, incluidos el de su esposa y su hijo de seis años, le escuchó con calma.
—Amigo mío —dijo al fin—. No pierda la esperanza. Si algo he aprendido en este perro mundo es que el destino siempre está a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería, sus tres encarnaciones más socorridas. Y si algún día decide usted ir a por él (porque lo que el destino no hace son visitas a domicilio), ya verá cómo le concederá una segunda oportunidad.