6
Arráez y su tripulación contemplaron el arcón meciéndose en la brisa, suspendido seis metros sobre la cubierta. Fumero emergió de la bodega ajustándose de nuevo sus lentes oscuros y sonriendo complacido. Alzó la vista al puente e hizo el ademán de un saludo militar a modo de burla.
—Con su permiso, capitán, procederemos a exterminar la rata que llevaba usted a bordo del único modo realmente efectivo.
Fumero indicó al operario de la grúa que bajase el contenedor unos metros, hasta que quedó a la altura de su rostro.
—¿Una última voluntad o algunas palabras de contrición?
La tripulación observaba la caja, enmudecida. Lo único que parecía emerger del interior era un gemido que hacía pensar en un pequeño animal aterrorizado.
—Venga, no llores, que no es para tanto —dijo Fumero—. Además, no te voy a dejar solo. Vas a ver cómo un montón de tus amigos te están esperando en candeletas…
El arcón se elevó de nuevo en el aire y la grúa empezó a girar hacia la borda. Cuando quedó suspendido a unos diez metros por encima del agua, Fumero se volvió una vez más hacia el puente. Arráez le observaba con una mirada vidriosa, murmurando por lo bajo.
«Hijo de puta», alcanzó a descifrar.
Entonces asintió y el contenedor, con doscientos kilos de fusiles y unos cincuenta y pocos de Fermín Romero de Torres dentro, se precipitó sobre las aguas heladas y oscuras del puerto de Barcelona.