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La habitación existía en perpetua penumbra. Los cortinajes llevaban años corridos y estaban cosidos para impedir que se filtrase cualquier atisbo de claridad. La única fuente de luz que arañaba la tiniebla provenía de un aplique de cobre en la pared. Su halo ocre y mortecino dibujaba el contorno de un lecho coronado por un baldaquín del que pendía un velo diáfano. Tras él, se adivinaba su figura, estática. «Parece una carroza funeraria», pensó Valls.

Mauricio Valls observó la silueta de su esposa Elena. Yacía inmóvil, postrada en la cama que había sido su prisión durante la última década, una vez que ya no había sido posible sentarla en la silla de ruedas. Con los años, el mal que consumía sus huesos había retorcido el esqueleto de doña Elena hasta reducirla a un amasijo irreconocible de miembros en perpetua agonía. Un crucifijo de caoba la contemplaba desde la cabecera de la cama, pero el cielo, en su infinita crueldad, no le concedía la bendición de la muerte. «La culpa es mía —pensaba Valls—. Lo hace para castigarme a mí».

Valls escuchó el sonido de su respiración torturada entre el eco de los acordes de la orquesta y las voces de los más de mil invitados que había abajo, en el jardín. La enfermera del turno de noche se incorporó de la silla que ocupaba junto al lecho y se aproximó a Valls con sigilo. Él no recordaba su nombre. Las enfermeras que velaban a su esposa nunca duraban más de dos o tres meses en el puesto, por muy alto que fuera el sueldo que se les ofreciese. No las culpaba.

—¿Duerme? —preguntó Valls.

La enfermera negó.

—No, señor ministro, pero el doctor ya le ha puesto la inyección de la noche. Ha pasado la tarde inquieta. Ahora está mejor.

—Déjenos —indicó Valls.

La enfermera asintió y abandonó la habitación cerrando la puerta a su espalda. Valls se acercó al lecho. Apartó el velo de gasa y se sentó a un lado de la cama. Cerró los ojos un instante y escuchó su respiración rasgada, dejando que el hedor amargo que desprendía su cuerpo le impregnase. Oyó el sonido de sus uñas arañando la sábana. Cuando se volvió, la sonrisa impostada en los labios y la expresión serena de calma y afecto ya congelada en el rostro, Valls comprobó que su esposa le estaba mirando con ojos de fuego. Aquella enfermedad a la que los médicos más caros de Europa no habían conseguido poner remedio ni nombre había deformado sus manos hasta convertirlas en nudos de piel áspera que le recordaban a las garras de un reptil o un ave rapaz. Valls tomó lo que había sido la mano derecha de su esposa y enfrentó aquella mirada encendida de rabia y de dolor. Tal vez de odio, deseó Valls. La idea de que aquella criatura aún albergase un ápice de afecto hacia él o hacia el mundo se le antojaba demasiado cruel.

—Buenas noches, mi amor.

Elena había perdido prácticamente las cuerdas vocales hacía poco más de dos años y formar una palabra le requería un esfuerzo mayúsculo. Aun así, correspondió a su saludo con un gemido gutural que parecía arrancar de lo más profundo del cuerpo deformado que se intuía bajo las sábanas.

—Me dicen que has pasado mal día —continuó él—. La medicina pronto hará efecto y podrás descansar.

Valls no aflojó la sonrisa ni soltó aquella mano que le inspiraba repugnancia y temor. La escena se desarrollaría como todos los días. Él le hablaría en voz baja por espacio de unos minutos mientras le sostenía la mano y ella le observaría con aquella mirada que quemaba hasta que la morfina adormeciese el dolor y la furia y Valls pudiera abandonar así aquella habitación al fondo del corredor del tercer piso, para no regresar hasta la noche siguiente.

—Ha venido todo el mundo. Mercedes ha estrenado su vestido largo y me dicen que ha bailado con el hijo del embajador británico. Todos han preguntado por ti y te envían su cariño.

Mientras desgranaba el ritual de banalidades, su mirada se posó en la bandejita de instrumentos metálicos y jeringuillas que había sobre una mesa de metal recubierta de terciopelo rojo junto a la cama. Las ampollas de morfina relucían a la lumbre como piedras preciosas. Su voz quedó suspendida, las palabras huecas perdidas en el aire. Elena había seguido la dirección de su mirada y ahora sus ojos se clavaron en él en un acto de súplica, su rostro bañado en lágrimas. Valls observó a su esposa y suspiró. Se inclinó para besarla en la frente.

—Te quiero —murmuró.

Al oír estas palabras, Elena apartó el rostro y cerró los ojos. Valls le acarició la mejilla y se incorporó. Corrió el velo y atravesó la habitación abotonándose el chaqué y limpiándose los labios con un pañuelo que dejó caer al suelo antes de abandonar la estancia.

El Laberinto de los Espíritus
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