12
Una corona de nubes en tránsito resbalaba por la ladera de la montaña. Los faros del taxi descubrían las siluetas de caserones señoriales que asomaban entre la arboleda que flanqueaba la carretera de ascenso a Vallvidrera.
—Por la carretera de las Aguas ya no me puedo meter —advirtió el taxista—. Desde el año pasado han restringido el acceso a vecinos y vehículos municipales. Asoma uno el morro y le sale un guardia escondido detrás de los matojos con el cuaderno de multas listo para hacerle la receta. Pero los puedo dejar a la entrada…
Vargas le mostró un billete de cincuenta pesetas. Los ojos del taxista se posaron en la visión como moscas en la miel.
—Oiga, que no llevo cambio para eso…
—Si nos espera no le hará falta. Y al ayuntamiento que le den morcilla.
El taxista resopló, pero se avino a la lógica monetaria.
—Diga usted amén —concluyó.
Al llegar a la boca de la carretera, apenas una cinta sin asfaltar que bordeaba el anfiteatro de montañas que custodiaba Barcelona, el taxista se adentró con cautela.
—¿Están seguros de que es por aquí?
—Siga recto.
La antigua casa de los Mataix quedaba a unos trescientos metros de la entrada al camino. Al poco, los faros del taxi acariciaron una verja de lanzas entreabierta a un lado de la carretera. Más allá se adivinaba un perfil serrado de mansardas y torreones que asomaba entre las ruinas de un jardín abandonado a su suerte durante demasiado tiempo.
—Es aquí —dijo Alicia.
El taxista echó un vistazo somero al lugar y los miró por el espejo con escaso entusiasmo.
—Oiga, a mí me da que aquí no vive nadie…
Alicia ignoró sus palabras y descendió del coche.
—No tendrá una linterna, ¿verdad? —preguntó Vargas.
—Los extras no están incluidos en la bajada de bandera. ¿Estamos todavía hablando de diez duros?
Vargas extrajo de nuevo el billete de cincuenta y se lo mostró.
—¿Cómo se llama?
El efecto hipnótico del parné en estado puro encandiló la mirada del taxista.
—Cipriano Ridruejo Cabezas, para servirle a usted y al gremio del tasis.
—Cipriano, esta es su noche de suerte. ¿Habrá una linterna para la señorita, no se nos vaya a tropezar y a torcerse un tobillo?
El hombre se reclinó para bucear en la guantera y emergió con una linterna de barra de considerable envergadura. Vargas la agarró y se apeó del taxi, no sin antes partir en dos el billete de cincuenta y tenderle la mitad al taxista.
—La otra mitad a la vuelta.
Cipriano suspiró, examinando el medio billete como si se tratase de un décimo de lotería expirado.
—Eso si vuelven —murmuró.
Alicia ya se había colado por la angosta abertura de la verja. Su silueta se deslizaba bajo un sendero de luna entre la maleza. Vargas, que hacía dos o tres como ella, tuvo que forcejear con los barrotes herrumbrosos para poder ir tras Alicia. Al otro lado de la verja se extendía un camino empedrado que rodeaba la casa hasta la entrada principal, situada en la parte delantera. Los adoquines a sus pies estaban cubiertos de hojarasca. Vargas siguió sus pasos a través del jardín hasta alcanzar una balaustrada suspendida al borde de la ladera desde la cual se podía contemplar toda Barcelona. Más allá, el mar se encendía bajo la luz de la luna y dibujaba una balsa de plata candente.
Alicia observó la fachada del caserón. Las imágenes que había conjurado al escuchar el relato de Vilajuana se materializaron frente a sus ojos. Imaginó la casa en mejores tiempos, el sol acariciando la piedra ocre de los muros y salpicando el estanque de la fuente que ahora yacía seca y agrietada. Imaginó a las hijas de los Mataix jugando en aquel jardín y al escritor y a su esposa contemplándolas desde el ventanal del salón. El hogar de los Mataix había quedado reducido a un mausoleo abandonado, los postigos de las ventanas meciéndose en la brisa.
—Una caja del mejor vino blanco si lo dejamos para mañana y volvemos a la luz del día —propuso Vargas—. Dos, si me apura.
Ella le arrebató la linterna de las manos y se encaminó hacia la entrada. La puerta estaba abierta. Los restos de un candado oxidado descansaban en el umbral. Alicia apuntó el haz de la linterna a los pedazos de metal y se arrodilló para examinarlos. Tomó una pieza que parecía haber formado parte del cuerpo principal del cerrojo y la examinó de cerca. El metal se le antojó reventado por dentro.
—Un balazo en el émbolo —dictaminó Vargas a su espalda—. Rateros de alto calibre.
—Si es que eran rateros.
Alicia dejó caer el pedazo de metal y se incorporó.
—¿Huele usted a lo mismo que yo? —preguntó el policía.
Ella se limitó a asentir. Se adentró en el vestíbulo y se detuvo al pie de una escalinata de mármol blanquecino que ascendía en la tiniebla. El haz de luz acarició la penumbra que se perdía peldaños arriba. El esqueleto de una antigua lámpara de cristal se mecía desde lo alto.
—Yo no me fiaría de esa escalera —advirtió Vargas.
Ascendieron despacio, peldaño a peldaño. El alcance de la linterna abría las sombras a cuatro o cinco metros al frente antes de difuminarse en un halo pálido que se hundía en la oscuridad. El hedor que habían percibido al entrar seguía presente, pero a medida que subían la escalera una brisa fría y húmeda que parecía surgir del piso superior les acarició el rostro.
Al ganar el rellano del primer piso quedaron enfrentados a una galería de distribución de la que partía un amplio corredor rematado por una hilera de ventanas interiores por las que se filtraba la claridad de la luna. La mayoría de las puertas habían sido arrancadas, las habitaciones estaban desnudas de mobiliario o cortinajes. Recorrieron el pasillo inspeccionando aquellos espacios muertos. El suelo estaba cubierto de una película de polvo, una alfombra de cenizas que crujía a sus pies. Alicia apuntó la linterna a un rastro de pisadas que se perdía en la sombra.
—Es reciente —musitó.
—Probablemente un mendigo, o algún pillo que se coló a ver si quedaba algo que rapiñar —dijo Vargas.
Alicia hizo caso omiso de sus palabras y siguió el rastro. Rodearon la planta yendo tras aquellos pasos hasta alcanzar la esquina sureste del caserón. La pista se desvanecía allí. Alicia se detuvo frente al umbral de lo que a todas luces debía de haber sido la cámara principal, el dormitorio del matrimonio Mataix. Apenas quedaba un mueble y los rateros habían arrancado hasta el papel de las paredes. La techumbre había empezado a ceder y parte del viejo artesonado dibujaba un amago de fuelle distendido que trazaba una falsa perspectiva y creaba la ilusión de que la estancia resultaba más profunda de lo que era en realidad. Al fondo se apreciaba el agujero negro del armario donde la esposa de Mataix se había escondido en vano para proteger a sus hijas. Alicia sintió un principio de náusea.
—Aquí no queda nada —dijo Vargas.
Alicia se encaminó de regreso a la galería por la que habían accedido al piso en lo alto de la escalera. El hedor que había notado al entrar se percibía con más claridad allí, un perfume putrefacto que parecía ascender desde las mismas entrañas de la casa. Bajó despacio la escalera, los pasos de Vargas a su espalda. Se dirigía hacia la salida cuando registró un movimiento a su derecha y se detuvo. Se aproximó al umbral de un salón de amplios ventanales. Parte de los listones de madera del suelo habían sido arrancados y los restos de una hoguera improvisada delataban pedazos carbonizados de sillas y lomos ennegrecidos de libros.
Al fondo de la estancia se mecía una lámina de madera tras la cual se abría un pozo de negrura. Vargas se paró a su lado y extrajo el revólver. Se acercaron a la puerta muy despacio, cada uno por un lado. Al llegar a la pared, Vargas abrió la compuerta encajada en la marquetería y asintió. Alicia apuntó el haz de la linterna hacia el interior. Una larga escalinata bajaba hacia el sótano de la casa. La joven notó una corriente de aire que ascendía del fondo impregnada del hedor a carroña. Se llevó la mano a la boca y la nariz. Vargas asintió de nuevo y abrió camino. Descendieron pausadamente, palpando las paredes y probando cada peldaño para evitar dar un paso en falso y precipitarse al vacío.
Al llegar a la base de la escalinata se encontraron con lo que a primera vista parecía una gran bóveda que ocupaba toda la planta de la estructura. La bóveda estaba flanqueada por una hilera de ventanales horizontales por los que penetraban agujas de luz mortecina que quedaban atrapadas en una miasma vaporosa que subía del suelo. Alicia iba a dar un paso al frente cuando Vargas la detuvo. Solo entonces comprendió que lo que había tomado por un suelo de baldosas era en realidad agua. La piscina subterránea del indiano había perdido su verde esmeralda y era ahora un espejo negro. Se aproximaron al borde y Alicia barrió la superficie con el haz de la linterna. Una telaraña de algas verdosas se mecía bajo el agua. El hedor provenía de allí. Alicia señaló hacia el fondo de la piscina.
—Hay algo ahí abajo —dijo.
Acercó la linterna a la superficie. El agua adquirió una claridad espectral.
—¿Lo ve? —preguntó Alicia.
Una masa negruzca se mecía en el fondo, arrastrándose muy lentamente. Vargas miró a su alrededor y localizó el palo de lo que parecía un rastrillo o escobón para limpiar la piscina. Todas las hebras se habían desprendido hacía muchos años, pero la traba de metal que las había sostenido seguía adherida al extremo. Vargas hundió el palo en el agua e intentó alcanzar la forma oscura. Al rozarla, giró sobre sí misma y pareció desplegarse con suma lentitud.
—Cuidado —advirtió Vargas.
Sintió que el enganche de metal hacía contacto con algo firme y tiró con fuerza. La sombra inició el ascenso desde el fondo de la piscina. Alicia retrocedió unos pasos. Vargas fue el primero en comprender de qué se trataba.
—Apártese —murmuró.
Antes que nada Alicia reconoció el traje, porque ella le había acompañado a una sastrería de la Gran Vía el día que lo había comprado. El rostro que asomó a la superficie estaba blanco como el yeso y los ojos parecían dos óvalos de mármol pulido surcados de líneas oscuras en una red de capilares en torno a las pupilas. La cicatriz en la mejilla que ella misma le había dejado había devenido una señal púrpura que parecía marcada a fuego. La cabeza se ladeó y el profundo corte que le había rebanado la garganta quedó expuesto.
Alicia cerró los ojos y dejó escapar un sollozo. Sintió la mano de Vargas en el hombro.
—Es Lomana —consiguió articular.
Cuando abrió de nuevo los ojos el cuerpo se estaba hundiendo, hasta que por último quedó suspendido bajo las aguas, girando sobre sí mismo con los brazos en cruz. Alicia se volvió hacia Vargas, que la observaba consternado.
—Vilajuana me dijo que le había enviado aquí —dijo Alicia—. Alguien debió de seguirle.
—O tal vez se encontró con algo que no esperaba.
—No podemos dejarle en este lugar. Así.
Vargas negó.
—Yo me encargaré de eso. De momento, salgamos de aquí.
El policía la tomó del brazo y la guio suavemente hacia la escalera.
—Alicia, ese cuerpo lleva ahí por lo menos dos o tres semanas. Desde antes de que llegase usted a Barcelona.
Ella cerró los ojos y asintió.
—Eso significa que quien fuera que entró en su casa y le robó el libro no era Lomana —completó Vargas.
—Lo sé.
Se disponían a ascender de nuevo cuando Vargas se quedó inmóvil y la sujetó. El ruido de pasos crujiendo en el piso superior reverberó en el eco de la bóveda. Siguieron el rastro de las pisadas con la mirada. El policía escuchaba con mirada impenetrable.
—Hay más de una persona —dictaminó con un hilo de voz.
Por un instante pareció que los pasos se detenían para luego alejarse. Alicia iba a asomarse a la escalera cuando detectó un ruido en lo alto. Oyeron la escalera crujir y el eco de una voz, e intercambiaron una mirada. Alicia apagó la linterna. Cada uno de ellos se hizo a un lado de la puerta y se escondieron en la sombra. Vargas apuntó con el cañón del arma la salida de la escalinata y tensó el percutor. Los pasos se aproximaban. Segundos más tarde una silueta asomó en el umbral. Antes de que pudiera dar un paso más, Vargas posó el cañón de su revólver en la sien del extraño, listo para volarle la cabeza en pedazos.