10

Anochecía ya cuando el bote le dejó al pie de la escalinata del muelle de Atarazanas. Fermín se evaporó en las brumas del puerto, una silueta más entre estibadores y marineros que se encaminaban hacia las calles del Raval, entonces Barrio Chino. Confundiéndose entre ellos, Fermín pudo colegir de sus conversaciones a media voz que el día anterior la ciudad había sufrido una visita de la aviación, una de tantas en lo que llevaba de año, y que aquella noche se esperaban nuevos bombardeos. Se olfateaba el miedo en las voces y miradas de aquellos hombres, pero tras haber sobrevivido a aquel día de perros Fermín tenía el convencimiento de que nada de lo que aquella noche pudiera depararle sería peor. Quiso la providencia que un mercachifle de antojos que se batía ya en retirada y empujaba un carrito de chucherías se cruzase en su camino. Fermín le dio el alto e inspeccionó la carga con suma atención.

—Tengo unas garrapiñadas como las de antes de la guerra —ofreció el mercader—. ¿Gusta el caballero?

—Mi reino por un Sugus —precisó Fermín.

—Pues me queda una bolsita de fresa.

Los ojos de Fermín se abrieron como platos y con la sola mención de tamaña delicia empezó a salivar. Merced a los fondos que le había donado el capitán Arráez pudo hacerse con la bolsa entera de caramelos, que procedió a abrir con la avidez de un condenado.

La luz vaporosa de las farolas de las Ramblas —como el primer chupetón a un caramelo Sugus— siempre le había parecido una de esas cosas por las que vale la pena vivir un día más. Aquel anochecer, sin embargo, al enfilar el paseo central de las Ramblas, Fermín advirtió que una brigada de serenos iba de farola en farola, escalera en mano, y apagaba las luces que aún se reflejaban sobre el empedrado. Se aproximó a uno de ellos y se dispuso a observar su trajín. Cuando el sereno empezó a descender de la escalera y reparó en su presencia, se detuvo y le miró de reojo.

—Buenas noches, jefe —entonó Fermín en tono amigable—. ¿No se ofenderá si le pregunto por qué razón están ustedes dejando la ciudad a oscuras?

El sereno se limitó a señalar al cielo con el índice y, recogiendo la escalera, partió al encuentro de la siguiente farola. Fermín permaneció allí un instante, contemplando el extraño espectáculo de unas Ramblas que se iban sumergiendo en la sombra. A su alrededor, cafés y comercios empezaban a cerrar sus puertas y las fachadas iban tiñéndose del tenue aliento de la luna. Reemprendió su camino con cierta aprensión y pronto reparó en lo que le pareció una procesión nocturna. Un nutrido grupo de gente portando fardos y mantas se dirigía a la entrada del metro. Algunos llevaban velas y candiles prendidos, otros avanzaban en penumbra. Al rebasar la escalinata que descendía al metro, Fermín posó los ojos en un niño que no debía de llegar a los cinco años. Estaba aferrado a la mano de su madre, o su abuela, porque en la penuria de luz todas aquellas almas parecían envejecidas antes de hora. Fermín quiso guiñarle un ojo, pero el niño tenía la vista prendida en el cielo. Contemplaba la telaraña de nubes negras que se tejía sobre el horizonte como si pudiera adivinar algo oculto en su interior. Fermín siguió su mirada y sintió la caricia de un viento frío que empezaba a barrer la ciudad y olía a fósforo y a madera quemada. Justo antes de que su madre le arrastrara escaleras abajo, hacia los túneles del metro, el niño lanzó una mirada a Fermín que le heló la sangre. Aquellos ojos de cinco años reflejaban el terror ciego y la desesperanza de un anciano. Fermín desvió la mirada y echó a andar, cruzándose con un guardia urbano que estaba custodiando la entrada al metro y que le señaló con el dedo.

—Si se va ahora, luego ya no tendrá sitio. Y los refugios están llenos.

Fermín asintió, pero apretó el paso. Fue así adentrándose en una Barcelona que se le antojó fantasmal, una penumbra perpetua cuyos contornos apenas se adivinaban al aliento parpadeante de candiles y velas en balcones y portales. Cuando por fin enfiló la Rambla de Santa Mónica pudo vislumbrar a lo lejos el arco de un portal sombrío y angosto. Suspiró apesadumbrado y puso rumbo hacia su encuentro con Lucía.

El Laberinto de los Espíritus
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