14

Fermín desembarcó del taxi como un náufrago hambriento al ganar la costa tras semanas aferrado a un madero. El dueño de Can Lluís, viejo amigo de Fermín, le recibió con un abrazo y saludó calurosamente a Daniel. Al reparar en Vargas y en Alicia los miró de reojo, pero Fermín le susurró algo al oído y asintió, invitándolos a pasar.

—Hoy mismo hablábamos de usted con el profesor Alburquerque, que ha venido a comer, y nos preguntábamos en qué aventuras andaría metido.

—Nada, intrigas domésticas de poco vuelo. Uno ya no es el de antes —dijo Fermín.

—Si les parece los pongo en la mesita del fondo y así estarán tranquilos…

Se instalaron en un rincón del comedor, Vargas reservándose por instinto una silla mirando hacia la entrada.

—¿Qué desearán? —preguntó el encargado.

—Sorpréndanos usted, amigo mío. Yo ya he cenado pero con las emociones no le diría que no a un resopón, y aquí el capitán trae cara de apetito carcelario. A los jóvenes les puede poner un par de gaseosas y que se apañen, por sosos —indicó Fermín.

—Una copa de vino blanco para mí, por favor —pidió Alicia.

—Tengo un Panadés buenísimo.

Ella asintió.

—Les sirvo entonces alguna cosita de picar y, si quieren algo más, me van diciendo.

—Moción aprobada por unanimidad —declaró Fermín.

El encargado partió con el pedido rumbo a la cocina y los dejó sin más compañía que un espeso silencio.

—¿Decía usted, Alicia? —invitó Fermín.

—Lo que voy a contarles tiene que quedar entre nosotros —advirtió ella.

Daniel y Fermín la contemplaron fijamente.

—Me van a tener que dar su palabra —insistió Alicia.

—La palabra se le da a quien la tiene —dijo Fermín—. Y usted, con todos los respetos, de momento no nos ha ofrecido prueba alguna de que ese sea el caso.

—Pues van a tener que confiar en mí.

Fermín intercambió una mirada con Vargas. El policía se encogió de hombros.

—A mí no me mire —adujo este—. Lo mismo me dijo hace unos días y aquí me tiene.

Al poco, un camarero apareció con una bandeja y dispuso unos cuantos platillos y un poco de pan sobre la mesa. Fermín y Vargas atacaron sin remilgos la ofrenda mientras Alicia saboreaba su copa de vino blanco con parsimonia y sostenía un cigarrillo entre los dedos. Daniel hundió la mirada en la mesa.

—¿Qué le parece el yantar? —preguntó Fermín.

—Tremendo —convino Vargas—. Como para despertar a los muertos.

—Pues pruebe mi capitán esta ración de fricandó, que va a salir de aquí cantando el Virolai.

Daniel observó a aquel par de extrañas figuras, que no podían ser más diferentes entre sí, devorar todo cuanto les habían servido como si fueran leones en una cacería.

—¿Cuántas veces es capaz usted de cenar, Fermín?

—Todas las que se pongan a tiro —replicó él—. Estos jóvenes que no han vivido la guerra en primera fila no lo pueden entender, mi capitán.

Vargas asintió, chupándose los dedos. Alicia, que asistía al espectáculo con la mirada lánguida de quien espera que amaine la lluvia, hizo un gesto al camarero para que le sirviera una segunda copa de vino blanco.

—¿No se le sube eso a la cabeza sin echarle algo sólido? —preguntó Fermín rebañando el plato con un pedazo de pan.

—No me preocupa que se me suba —replicó Alicia—. Me basta con que no se me baje.

Servidos ya los cafés y una batería de chupitos, Fermín y Vargas se reclinaron en sus sillas con aire satisfecho y Alicia apagó el cigarrillo en el cenicero.

—No sé ustedes, pero yo soy todo oídos —dijo Fermín.

Alicia se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

—Doy por supuesto que saben ustedes quién es el ministro Mauricio Valls.

—Aquí el amigo Daniel de oídas —indicó Fermín sonriendo con malicia—. Yo he tenido mis roces.

—Habrán advertido entonces, si han prestado atención, que de un tiempo a esta parte apenas se le ha visto en público.

—Ahora que lo menciona… —convino Fermín—. Aunque aquí el experto en Valls es Daniel, que a ratos libres se va a la hemeroteca del Ateneo para indagar sobre la vida y milagros del prohombre, viejo conocido de la familia.

Alicia intercambió una mirada con Sempere.

—Hace ahora unas tres semanas, Mauricio Valls desapareció de su residencia en Somosaguas sin dejar rastro. Partió al amanecer en compañía de su principal guardaespaldas en un coche que fue encontrado abandonado en Barcelona días después. Nadie le ha visto desde entonces.

Alicia estudió el turbio torrente de emociones que encendía la mirada de Daniel.

—La investigación de la policía apunta a que Valls habría sido víctima de una conspiración que buscaba vengar unos supuestos tratos fraudulentos en torno a las acciones de una entidad bancaria.

Daniel la miraba con perplejidad y creciente indignación.

—Cuando dice la «investigación» —intervino Fermín—, ¿a quién se refiere?

—La Dirección General de Policía y otras fuerzas del orden público.

—Al capitán Vargas le ubico en la función, pero a usted, la verdad…

—Yo trabajo, o mejor dicho trabajaba, para uno de esos servicios que han prestado su apoyo a la policía en esta investigación.

—¿Posee algún nombre el servicio? —preguntó Fermín escéptico—. Porque no tiene usted pinta de guardia civil.

—No.

—Ya veo. ¿Y el difunto que hemos tenido el gusto de ver flotar esta noche?

—Antiguo colega mío.

—Supongo entonces que es la aflicción la que le ha quitado el apetito…

—Todo esto es una sarta de mentiras —cortó Daniel.

—Daniel —dijo Alicia, posando una mano sobre la suya con gesto conciliatorio.

Él retiró la mano y se encaró a ella.

—¿A qué viene entonces hacerse pasar por una vieja amiga de la familia, visitando la librería, a mi esposa, a mi hijo y colándose en mi familia?

—Daniel, es complicado, permítame que…

—¿Es Alicia su nombre de verdad? ¿O lo ha tomado prestado de algún viejo recuerdo de mi padre?

Ahora era Fermín quien la observaba fijamente, como si enfrentara un fantasma de su pasado.

—Sí. Mi nombre es Alicia Gris. Y no he mentido sobre quién soy.

—Solo sobre todo lo demás —replicó Daniel.

Vargas se mantenía en silencio, dejando que fuera Alicia quien llevara las riendas de la conversación. Ella suspiró, mostrando un convincente azoramiento y un aura de culpa que Vargas no creyó ni por un segundo que fueran genuinos.

—En el transcurso de la investigación encontramos indicios de que Mauricio Valls habría tenido tratos con su madre, doña Isabella, y con un antiguo preso del penal de Montjuic llamado David Martín. La razón de que los involucrase a ustedes en el asunto fue porque necesitaba eliminar sospechas y asegurarme de que la familia Sempere no había tenido nada que ver con…

Daniel dejó escapar una risa amarga y miró a Alicia con profundo desprecio.

—Usted debe de pensar que soy un imbécil. Y debo de serlo porque hasta ahora no me había dado cuenta de lo que era usted, Alicia o como diablos se llame.

—Daniel, por favor…

—No me toque.

Daniel se levantó y se encaminó hacia la salida. Alicia suspiró y hundió el rostro en las manos. Recabó la mirada de Fermín en busca de complicidad, pero el hombrecillo la observaba como si fuese una carterista sorprendida in fraganti.

—Como primer intento lo veo bastante flojo —dictaminó él—. Creo que nos sigue debiendo usted una explicación, y ahora todavía más que antes a la vista del camelo que nos ha pretendido colar. Y eso sin contar la que me debe a mí. Si realmente es usted Alicia Gris.

Ella sonrió, abatida.

—¿No se acuerda usted de mí, Fermín?

El hombrecillo la contemplaba como si fuese una aparición.

—Ya no sé de lo que me acuerdo. ¿Ha vuelto usted de entre los muertos?

—Podría decirse que sí.

—¿Y para qué?

—Solo estoy intentando protegerlos.

—Nadie lo diría…

Alicia se incorporó y miró a Vargas, que hizo un gesto afirmativo.

—Vaya tras él —dijo el policía—. Yo me ocupo de Lomana y le digo algo en cuanto pueda.

Alicia asintió y partió en busca de Daniel. Fermín y Vargas se quedaron a solas, mirándose en silencio.

—Creo que es usted demasiado duro con ella —afirmó este último.

—¿Cuánto hace que la conoce? —preguntó Fermín.

—Unos días.

—Entonces ¿está en condiciones de certificar que es un ser vivo, y no un fantasma?

—Creo que solo lo parece —dijo Vargas.

—Beber, bebe como una esponja, eso es verdad —apuntó Fermín.

—No se hace usted idea.

—¿Carajillito de whisky antes de volverse a la casa del terror? —ofreció Fermín.

Vargas asintió.

—¿Necesita compañía y apoyo logístico para rescatar el fiambre?

—Se agradece, Fermín, pero es mejor que esto lo haga yo solo.

—Dígame entonces una cosa, y por favor no me engañe, que usted y yo ya hemos pasado por muchas corridas como para ir de banderilleros. ¿Soy yo o este asunto es peor de lo que huele?

Vargas dudó.

—Mucho peor —convino al fin el policía.

—Ya. Y ese excremento bípedo de Valls, ¿sigue vivo o cría ya malvas envenenadas?

Vargas, a quien la fatiga de todos aquellos días parecía haberle caído encima de golpe, le miró con aire de derrota.

—Eso, amigo mío, creo que ya es lo de menos…

El Laberinto de los Espíritus
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