17
Fermín abrió los ojos a una inmensidad de blanco celestial. Un ángel uniformado le estaba vendando el muslo y una galería de camillas se perdía en una fuga infinita.
—¿Es esto el purgatorio? —preguntó.
La enfermera alzó la vista y le miró de reojo. No debía de tener más de dieciocho años, y lo primero que Fermín pensó fue que, para ser un ángel en nómina divina, estaba de bastante mejor ver de lo que invitaban a pensar las estampas que se repartían en bautizos y comuniones. La presencia de pensamientos impuros solo podía significar dos cosas: mejoría en el tono físico o inminente condena eterna.
—Vaya por delante que hago apostasía de mi descreimiento canalla y suscribo al pie de la letra los Testamentos, Nuevo y Viejo, en el orden que su angelical merced estime más oportuno.
Al ver que el paciente recobraba el sentido y el habla, la enfermera hizo un gesto y un médico que tenía aspecto de no haber dormido en una semana se aproximó a la camilla. El doctor le alzó los párpados con los dedos y le examinó los ojos.
—¿Estoy muerto? —preguntó Fermín.
—No exagere. Está un tanto cascado, pero en general bastante vivo.
—Entonces ¿esto no es el purgatorio?
—Qué más quisiera usted. Estamos en el hospital Clínico. O sea, en el infierno.
Mientras el médico le examinaba la herida, Fermín consideró el giro de los acontecimientos e intentó recordar cómo había llegado hasta allí.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el doctor.
—Algo preocupado, la verdad. He soñado que Jesucristo me visitaba y teníamos una larga y profunda conversación.
—¿Acerca de qué?
—Primordialmente de fútbol.
—Eso es por el calmante que le hemos dado.
Fermín asintió, aliviado.
—Ya me lo pareció cuando el Señor afirmó que era del Atleti de Madrid.
El médico mostró una leve sonrisa y murmuró unas instrucciones a la enfermera.
—¿Cuánto hace que estoy aquí?
—Unas ocho horas.
—¿Y la criatura?
—¿El niño Jesús?
—No. La niña que estaba conmigo.
La enfermera y el médico intercambiaron una mirada.
—Lo siento, pero no había ninguna niña con usted. Que yo sepa, le encontraron de milagro en una azotea del Raval, desangrándose.
—¿Y no trajeron a ninguna niña conmigo?
El médico bajó la mirada.
—Viva, no.
Fermín hizo amago de incorporarse. La enfermera y el doctor le sujetaron contra la camilla.
—Doctor, tengo que salir de aquí. Hay una criatura indefensa por ahí que necesita de mi ayuda…
El médico asintió a la enfermera, que rápidamente tomó un frasco del carrito de medicamentos y apósitos que la acompañaban en su periplo por las camillas y empezó a preparar una inyección. Fermín negó con la cabeza pero el médico le sujetó con fuerza.
—Me temo que no puedo dejarle ir todavía. Le voy a pedir un poco de paciencia. No quisiera que tuviésemos un susto.
—No se preocupe, que yo tengo más vidas que un gato.
—Y menos vergüenza que un ministro, motivo por el cual le voy a pedir también que deje de pellizcar en el culo a las enfermeras cuando le cambian las vendas. ¿Estamos?
Fermín sintió la punzada de la aguja en el hombro derecho y el frío esparciéndose por sus venas.
—¿Puede volver usted a preguntar, doctor, por favor? Se llama Alicia.
El doctor aflojó su presa y la dejó reposar en la camilla. Los músculos de Fermín se fundieron en gelatina y sus pupilas se dilataron, haciendo del mundo una acuarela que se deshacía bajo el agua. La voz lejana del médico se perdió en el eco de su descenso. Sintió que caía a través de nubes de algodón y que el blanco de la galería se desmenuzaba en un polvo de luz que se evaporaba en el bálsamo líquido que prometía el paraíso de la química.