10
En el sueño, el extraño no tenía rostro. Describía una silueta negra que parecía haberse desprendido de las sombras líquidas que goteaban del techo de la habitación. Al principio creyó haberle visto observándola inmóvil al pie del lecho, pero luego se dio cuenta de que se había sentado en el borde de la cama y estaba retirando las sábanas que la cubrían. Sintió frío. El extraño se desenfundaba los guantes negros sin prisa. Sus dedos estaban helados cuando Alicia notó cómo le tocaban el vientre desnudo y buscaban la cicatriz que se esparcía sobre su cadera derecha. Las manos del extraño exploraron los pliegues de la herida y sus labios se posaron sobre su cuerpo. El contacto cálido de la lengua acariciando la cresta de aquella marca le produjo náuseas. Solo cuando oyó pasos alejándose por el corredor comprendió que no estaba sola en el piso.
Palpó en la penumbra hasta encontrar el interruptor y prendió la lamparilla de noche. La luz la cegó y se tapó los ojos. Oyó pasos en el comedor y el sonido de una puerta al cerrarse. Abrió de nuevo los ojos para encontrar su cuerpo desnudo tendido sobre el lecho. Las sábanas estaban apiladas en el suelo. Se incorporó lentamente, sujetándose la cabeza. La embargó una sensación de vértigo y por un instante creyó que se desvanecía.
—¿Jesusa? —llamó con voz quebrada.
Recogió una sábana del suelo y se envolvió en ella. Consiguió recorrer el pasillo buscando las paredes con las manos, palpando a ciegas. El rastro de ropa que había ido dejando por el corredor horas antes había desaparecido. El comedor estaba sumido en una penumbra acerada, el contorno de muebles y estanterías insinuado en la trama de azul que se filtraba desde la ventana. Encontró el interruptor y encendió la lámpara que pendía del techo. Sus ojos se ajustaron poco a poco a la claridad. Tan pronto como comprendió lo que estaba viendo, el miedo le aclaró el pensamiento y la escena entró en su campo visual como si hasta entonces hubiese estado contemplándolo todo a través de una lente desenfocada.
Su ropa estaba recogida sobre la mesa del comedor. El abrigo rojo descansaba en una de las sillas. Su vestido estaba dispuesto con pulcritud encima de la mesa y doblado con la pericia de un profesional. Las medias habían sido delicadamente extendidas con la costura a un lado. La ropa interior, alisada sobre la mesa, parecía preparada para el mostrador de una tienda de lencería. Alicia sintió de nuevo el brote de náusea. Se acercó a la estantería y sacó la Biblia. Abrió el tomo y extrajo el arma que guardaba allí. Al hacerlo, el libro, hueco, le resbaló de las manos y cayó a sus pies. No hizo amago de recogerlo. Tensó el percutor y sostuvo el revólver con las dos manos.
Solo entonces reparó en su bolso, colgado del respaldo de una silla. Recordaba haberlo dejado caer al suelo al entrar. Se aproximó a él. Estaba cerrado. Lo abrió y la invadió una sensación de frío. Dejó caer el bolso de nuevo, maldiciéndose a sí misma. El libro de Mataix ya no estaba allí.
Pasó el resto de la noche en penumbra, hecha un ovillo en un rincón del sofá, con el arma en las manos y los ojos clavados en la puerta, escuchando los mil y un quejidos que la estructura del viejo edificio destilaba como si se tratase de un buque a la deriva. El alba la sorprendió cuando empezaban a desplomársele los párpados. Se incorporó y contempló su reflejo en la ventana. Más allá, un manto púrpura se esparcía sobre el cielo y dibujaba un desfile de sombras entre los terrados y las torres de la ciudad. Alicia se asomó a la ventana y comprobó que las luces del Gran Café ya salpicaban el empedrado de la calle. Barcelona apenas le había concedido un día de tregua.
«Bienvenida de vuelta», se dijo.