15
Valls despierta en la oscuridad. El cuerpo de Vicente ya no está allí. Martín se lo debe de haber llevado mientras dormía. Solo a ese malnacido se le podría haber ocurrido encerrarle con un cadáver. Una mancha viscosa dibuja en el suelo el contorno que había ocupado el cuerpo. En su lugar hay una pila de ropa vieja pero seca y un cubo pequeño lleno de agua. Sabe a metal y huele a sucio, aunque tan pronto como Valls humedece los labios y consigue tragar un sorbo le parece que es el manjar más delicioso que ha probado en toda su vida. Bebe hasta saciar una sed que creía insaciable, hasta que le duelen el estómago y la garganta. Luego se desprende de los harapos ensangrentados y mugrientos que le cubren y se enfunda algunas de las prendas que encuentra en el montón. Huelen a polvo y a desinfectante. El dolor de la mano derecha se ha adormecido y en su lugar siente un palpitar sordo. Al principio no se atreve a mirarse la mano, pero cuando lo hace observa que la mancha negra se ha extendido y le llega a la muñeca, como si la hubiera sumergido en un cubo de alquitrán. Puede oler la infección y sentir cómo su propio cuerpo se está pudriendo en vida.
—Es la gangrena —dice la voz en la oscuridad.
El corazón le da un vuelco y Valls se vuelve para descubrir a su carcelero sentado a los pies de la escalera, observándole. Valls se pregunta cuánto rato lleva allí.
—Vas a perder la mano. O la vida. De ti depende.
—Ayúdeme, por favor. Le daré lo que pida.
El carcelero le contempla, impasible.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Poco.
—¿Trabaja usted para Martín? ¿Dónde está él? ¿Por qué no viene a verme?
El carcelero se incorpora. El soplo de luz que se filtra desde lo alto de la escalera le roza el rostro. Valls puede ver ahora la máscara con claridad, una pieza de porcelana que le cubre media cara. Está pintada de color carne. El ojo está siempre abierto y no pestañea. El carcelero se acerca a los barrotes para que le pueda ver bien.
—No te acuerdas, ¿verdad?
Valls niega despacio.
—Ya te acordarás. Hay tiempo.
Se vuelve y se dispone a ascender de nuevo la escalera cuando Valls extiende la mano izquierda a través de los barrotes en señal de súplica. El carcelero se detiene.
—Por favor —implora Valls—. Necesito un médico.
El carcelero extrae un paquete del bolsillo del abrigo y lo lanza al interior de la celda.
—Decide tú si quieres vivir o pudrirte poco a poco como tú has dejado pudrirse a tantos inocentes.
Antes de irse, enciende una vela y la deja en un pequeño hueco escarbado en la pared en forma de hornacina.
—Por favor, no se vaya…
Valls oye cómo los pasos se pierden y la puerta se cierra. Entonces se arrodilla para recoger el paquete envuelto en papel de estraza. Lo abre con la mano izquierda. Al principio no acierta a dilucidar qué es. Solo cuando toma el objeto y lo contempla a la lumbre de la vela lo reconoce.
Una sierra de ebanistería.