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Escondida en su casa de muñecas, Mercedes la había visto cruzar la verja de la villa. Vestía de blanco espectral y avanzaba muy despacio en línea recta portando un manojo de rosas en la mano. Mercedes sonrió. Hacía días que la esperaba. Había soñado con ella muchas veces. La muerte, vestida de Pertegaz, visitaba por fin Villa Mercedes antes de que el infierno se la tragase y dejara en su lugar una tierra baldía donde nunca más crecería el césped ni soplaría el viento.

Estaba aupada en una de las ventanas del pabellón de las muñecas, al que se había trasladado desde que el servicio había abandonado la casa al poco de trascender la noticia de la muerte de su padre. Al principio doña Mariana, la secretaria de su padre, había intentado detenerlos, pero al anochecer llegaron unos hombres de negro que se la llevaron a rastras. Oyó disparos detrás de las cocheras. No quiso ir a mirar. Durante varias noches se llevaron los cuadros, las estatuas, los muebles, la ropa, la cubertería y todo cuanto quisieron. Llegaban al crepúsculo como una jauría hambrienta. Se llevaron también los coches y destrozaron los muros de los salones buscando tesoros secretos que no hallaron. Luego, cuando ya no quedaba nada, se marcharon para no volver.

Un día vio entrar dos coches de la policía. Iban acompañados de algunos de los guardaespaldas que recordaba de la escolta de su padre. Por un instante dudó si salir a su encuentro y decirles todo lo que había sucedido, pero cuando los observó subir al despacho de su padre en la torre para desvalijarlo todo volvió a esconderse entre las muñecas. Allí, entre los cientos de figuras que miraban al vacío con ojos de cristal, nadie la localizó. A la señora la dejaron a su suerte tras desconectar las máquinas que la mantenían en estado de eterno tormento. Llevaba días aullando pero aún no había muerto. Hasta ese día.

Ese día la muerte visitaba Villa Mercedes y pronto la muchacha tendría las ruinas de la casa para ella sola. Sabía que todos le habían mentido. Creía que su padre estaba vivo y a salvo en algún lugar y que tan pronto como pudiera regresaría a su lado. Lo sabía porque Alicia se lo había prometido. Le había prometido que encontraría a su padre.

Al ver a la muerte subir los escalones hasta la entrada de la casa y acceder al interior le asaltó una duda. Tal vez se había equivocado. Tal vez aquella figura blanca que había tomado por la parca no era sino Alicia, que había vuelto a por ella para conducirla junto a su padre. Era lo único que tenía sentido. Sabía que Alicia nunca la iba a abandonar.

Salió del pabellón de las muñecas y se dirigió hacia la casa principal. Al entrar oyó pisadas en el piso superior y corrió escaleras arriba justo a tiempo de verla entrar en la habitación de la señora. El hedor que inundaba el corredor era terrible. Se tapó la boca y la nariz con la mano y se aproximó hasta el umbral de la puerta. La figura de blanco estaba inclinada como un ángel sobre el lecho de la señora. Mercedes contuvo la respiración. Entonces la figura tomó uno de los cojines y, cubriendo el rostro de la señora, apretó con fuerza mientras su cuerpo se agitaba en sacudidas hasta quedar inerme.

La figura se volvió poco a poco y Mercedes sintió que la invadía un frío como nunca había sentido. Se había equivocado. No era Alicia. La muerte vestida de blanco se acercó lentamente y sonrió. Le ofreció una rosa roja, que Mercedes aceptó con manos temblorosas, y le preguntó:

—¿Sabes quién soy?

Mercedes asintió. La muerte la abrazó con infinito cariño y dulzura. La joven se dejó acariciar, conteniendo las lágrimas.

—Shhhh —susurró la muerte—. Ya nadie nos va a separar nunca más. Nadie nos hará más daño. Estaremos siempre juntas. Con papá y mamá. Siempre juntas. Tú y yo…

El Laberinto de los Espíritus
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