3

La celda hedía a orina y a electricidad. Sanchís nunca había advertido que la electricidad tenía olor. Un olor dulzón y metálico, como el de la sangre derramada. El aire viciado de la celda estaba empapado de aquel aroma que le revolvía las tripas. El zumbido del generador ubicado en un rincón hacía vibrar la bombilla que se balanceaba en el techo y proyectaba una claridad lechosa en los muros húmedos y cubiertos de lo que parecían arañazos. Sanchís se esforzó por mantener los ojos abiertos. Apenas sentía ya los brazos ni las piernas, sujetos a la silla de metal con un alambre tan prieto que le cortaba la piel.

—¿Qué han hecho con mi mujer?

—Su mujer está en casa. En perfecto estado. ¿Quiénes cree que somos?

—No sé quiénes son ustedes.

La voz adquirió rostro y Sanchís enfrentó por primera vez aquella mirada cristalina y acerada, de pupilas tan azules que parecían líquidas. El rostro era anguloso pero de facciones amables. Su interlocutor tenía los rasgos de un galán de sesión de tarde, uno de aquellos hombres apuestos que hacían a las señoras de casa buena mirar de reojo por la calle y sentir un rubor entre las piernas. Vestía con extraordinaria elegancia. Los puños de su camisa, recién salida de la tintorería, estaban tocados con dos gemelos de oro con el águila del escudo nacional.

—Nosotros somos la ley —dijo su interlocutor, sonriendo como si fuesen buenos amigos.

—Entonces suéltenme. Yo no he hecho nada.

El hombre, que había acercado una silla y tomado asiento frente a Sanchís, asintió con gesto comprensivo. Sanchís comprobó que había por lo menos dos personas más en la celda, apostadas contra la pared en la sombra.

—Mi nombre es Hendaya. Lamento que nos hayamos tenido que conocer en estas circunstancias, pero quiero creer que usted y yo vamos a ser buenos amigos, porque los amigos se respetan y no tienen secretos el uno con el otro.

Hendaya asintió y un par de sus hombres se acercaron a la silla y empezaron a cortar la ropa de Sanchís a tirones con unas tijeras.

—Casi todo lo que sé me lo enseñó un gran hombre. El inspector Francisco Javier Fumero, en cuya memoria hay una placa en este edificio. Fumero era de esa clase de hombres que a veces no se valoran en su justa medida. Creo que usted, amigo Sanchís, lo puede comprender mejor que nadie, porque a usted también le ha pasado, ¿no es así?

Sanchís, que había empezado a temblar al ver cómo lo desnudaban a tijeretazos, balbuceó:

—No sé lo que…

Hendaya alzó la mano, como si no precisara de explicaciones.

—Estamos entre amigos, Sanchís. Como le digo. No tenemos por qué guardarnos secretos. El buen español no tiene secretos. Y usted es un buen español. Lo que pasa es que a veces la gente es maliciosa. Hay que reconocerlo. Somos el mejor país del mundo, eso no lo pone nadie en duda, pero en ocasiones nos pierde la envidia. Y eso usted lo sabe. Que si se casó con la hija del jefe, que si el braguetazo, que si no se merecía la dirección general, que si tal, que si cual… Ya le digo que le entiendo. Y entiendo que cuando a un hombre se le ponen en duda su honra y su valía se enfade. Porque un hombre que tiene huevos se enfada. Y usted los tiene. Mire, ahí están. Un buen par de huevos.

—Por favor, no me hagan daño, no…

La voz de Sanchís se ahogó en un aullido cuando el operario del generador le cerró las pinzas sobre los testículos.

—No llore, hombre, que no le hemos hecho nada todavía. Ande, míreme. A los ojos. Míreme.

Sanchís, llorando como un niño, alzó la mirada. Hendaya le sonreía.

—Veamos, Sanchís. Yo soy su amigo. Esto es solo entre usted y yo. Sin secretos. Usted me ayuda y yo le llevo a casa para que esté con su mujer, que es donde debe estar. Que no llore, hombre. No me gusta ver a un español llorar, joder. Aquí solo llora la gente que tiene cosas que ocultar. Pero aquí no tenemos nada que ocultar, ¿verdad? Aquí no hay secretos. Porque estamos entre amigos. Y yo sé que usted tiene a Mauricio Valls. Y le comprendo. Valls es un cabrón. Sí, sí. No tengo reparo en decirlo. He visto los papeles. Sé que Valls le estaba forzando a usted a quebrantar la ley. A vender acciones que no existían. Yo no sé de esas cosas. Esto de las finanzas se me escapa. Pero hasta un ignorante como yo puede captar que Valls le estaba obligando a robar en su nombre. Se lo diré claro: ese individuo, ministro o no, es un sinvergüenza. Se lo digo yo, que de eso sí entiendo y que debo verlo todos los días. Pero ya sabe cómo es este país. Vales lo que los amigos que tienes. Si es que es así. Y Valls cuenta con muchos amigos. Amigos de los que mandan. Pero todo tiene un límite. Llega un momento en que hay que decir basta. Usted ha querido tomarse la justicia por su mano. Mire, le entiendo. Pero es un error. Para eso estamos nosotros. Ese es nuestro trabajo. Ahora mismo lo único que deseamos es encontrar a ese granuja de Valls para que todo quede aclarado. Para que usted se pueda ir a su casa, con su señora. Para que a Valls le metamos ya en la cárcel y responda por lo que ha hecho. Y para que yo me pueda ir de vacaciones, que ya me toca. Y aquí no ha pasado nada. Me comprende, ¿verdad?

Sanchís intentó decir algo, pero los dientes le chasqueaban con tal fuerza que no se podían distinguir sus palabras.

—¿Qué dice, Sanchís? Si no para el tembleque no oigo lo que dice.

—¿Qué acciones? —consiguió articular.

Hendaya suspiró.

—Me decepciona usted, Sanchís. Yo creí que éramos amigos. Y a los amigos no se los insulta. No vamos bien. Se lo estoy poniendo fácil porque en el fondo entiendo lo que ha hecho. Otros a lo mejor no lo entenderían, pero yo sí. Porque yo sé lo que es tener que lidiar con esta gentuza que se cree por encima de todo. Así que le voy a dar otra oportunidad. Porque me cae bien. Eso sí, un consejo de amigo: a veces hay que saber cuándo no le conviene a uno hacerse el gallito.

—No sé de qué acciones me habla usted —balbuceó Sanchís.

—No me lloriquee, joder. ¿No ve en qué posición más incómoda me pone? Yo tengo que salir de esta sala con resultados. Es así de simple. Usted lo entiende. Esto en el fondo es muy sencillo. Cuando la vida te da por el culo, es de sabios hacerse maricón. Y a usted, amigo mío, la vida está a punto de darle por el culo a base de bien. No se lo ponga difícil. En esta silla han estado sentados hombres cien veces más duros que usted y han aguantado un cuarto de hora. Usted es un señorito. No me fuerce a hacer lo que no quiero hacer. Por última vez: dígame dónde le tiene y aquí no habrá pasado nada. Esta noche estará de vuelta en casa con su esposa, intacto.

—Por favor… No le hagan nada… Ella no está bien —imploró Sanchís.

Hendaya suspiró y se le aproximó poco a poco hasta que su rostro estuvo a apenas unos centímetros del de Sanchís.

—Mira, desgraciado —dijo, con una voz infinitamente más fría que la que había empleado hasta entonces—. Si no me dices dónde se encuentra Valls, te voy a freír los huevos hasta que te cagues en la madre que te parió, y luego voy a coger a tu mujercita y le voy arrancar la carne de los huesos con unos alicates calientes, sin prisa, para que sepa que la culpa de lo que le está sucediendo la tiene la nenaza llorona con la que se casó.

Sanchís cerró los ojos y gimió. Hendaya se encogió de hombros y se aproximó al generador.

—Tú sabrás.

El banquero respiró de nuevo aquel olor metálico y sintió la vibración en el suelo bajo las plantas de los pies. La bombilla parpadeó un par de veces. Después, todo fue fuego.

El Laberinto de los Espíritus
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