15

La figura de Daniel se perfilaba a lo lejos, una sombra al amparo de las farolas y los callejones del Raval. Alicia apretó el paso tanto como pudo. Al poco empezó a sentir que el dolor en la cadera despertaba. A medida que luchaba por recortar la distancia que la separaba de Daniel sentía que le faltaba el aliento y un punzón se abría camino a través de sus huesos. Al alcanzar las Ramblas, él se volvió y al verla le lanzó una mirada de rabia.

—Daniel, por favor, espéreme —llamó Alicia, aferrándose a una farola.

Él la ignoró y partió a paso ligero. Alicia se arrastró como pudo tras él. El sudor le cubría la frente y todo el costado era ahora una herida abierta a fuego.

Al llegar a la esquina de la calle Santa Ana, Daniel miró por encima del hombro. Alicia seguía allí, cojeando de un modo que le desconcertó. Se detuvo a observarla un instante y vio que ella alzaba la mano, intentando captar su atención. Daniel negó por lo bajo. Se disponía a encaminarse a su casa cuando la vio caer al suelo, como si algo se hubiera quebrado en ella. Esperó unos segundos, pero Alicia no se levantó. Dudó, luego se aproximó a ella y comprobó que se retorcía en el suelo. Avistó su rostro a la luz de la farola y pudo ver que estaba empapado de sudor y sumido en una mueca de dolor. Sintió el impulso de dejarla allí a su suerte, pero se acercó unos pasos y se arrodilló a su lado. Alicia le contemplaba con el rostro cubierto de lágrimas.

—¿Está haciendo teatro? —preguntó Daniel.

Ella extendió la mano hacia él, que la tomó y la ayudó a incorporarse. El cuerpo de Alicia temblaba de dolor bajo sus manos y Daniel sintió un amago de remordimiento.

—¿Qué le pasa?

—Es una vieja herida —jadeó Alicia—. Necesito sentarme, por favor.

Daniel la sujetó de la cintura y la guio hasta un café que quedaba al principio de la calle Santa Ana y cerraba siempre tarde. El camarero le conocía y Daniel supo que al día siguiente todo el barrio iba a tener noticia prolija de su aparición casi a medianoche con una damisela de turbios encantos en los brazos. Llevó a Alicia hasta una mesa junto a la entrada y la ayudó a sentarse.

—Agua —susurró ella.

Daniel se acercó a la barra y se dirigió al camarero.

—Ponme un agua, Manuel.

—¿Solo un agua? —preguntó el hombre guiñándole un ojo con complicidad.

Daniel no se detuvo en explicaciones y regresó a la mesa con una botella de agua y un vaso. Alicia sostenía un pastillero de metal en las manos e intentaba abrirlo. Él lo cogió y lo abrió por ella. Alicia tomó dos pastillas y se las tragó con un sorbo de agua que le resbaló por la barbilla y le descendió por la garganta. Daniel la miraba con preocupación, sin saber qué más hacer. Ella abrió los ojos y le miró, tratando de sonreír.

—Estaré bien enseguida —dijo.

—A lo mejor si come algo le hace efecto más rápido…

Alicia negó.

—Una copa de vino blanco, por favor…

—¿Quiere decir que es una buena idea mezclar alcohol con esas…?

Ella hizo un gesto afirmativo y Daniel fue en busca del vino.

—Manuel. Ponme un vino blanco y algo de picar.

—Tengo unas croquetitas de jamón para chuparse los dedos.

—Lo que sea.

De regreso a la mesa, Daniel insistió hasta que Alicia se comió una croqueta y media para acompañar el vino y lo que fuera que acababa de ingerir en forma de aquellas pastillas blancas. Poco a poco, pareció ir recuperando el control de sí misma y consiguió sonreírle como si no hubiera pasado nada.

—Siento que haya tenido que verme así —dijo.

—¿Se encuentra mejor?

Alicia asintió, aunque sus ojos habían adquirido un tinte vidrioso y líquido que hacía pensar que parte de ella estaba muy lejos de allí.

—Esto no cambia nada —avisó Daniel.

—Lo entiendo.

Daniel advirtió que Alicia hablaba lentamente, como si arrastrase las palabras.

—¿Por qué nos ha mentido?

—No les he mentido.

—Llámelo como quiera. Solo me ha contado una parte de la verdad, lo que viene a ser lo mismo.

—La verdad no la conozco ni yo, Daniel. Todavía no. Aunque quisiera, no podría revelársela.

A su pesar, él se sintió tentado de creerla. A ver si iba a ser todavía más bobo de lo que sospechaba Fermín.

—Pero voy a averiguarla —dijo Alicia—. Voy a llegar al fondo de este asunto y le aseguro que no le voy a ocultar nada.

—Entonces déjeme ayudarla. Por la cuenta que me trae.

Alicia negó.

—Sé que Mauricio Valls asesinó a mi madre —dijo Daniel—. Tengo todo el derecho del mundo a mirarle a la cara y a preguntarle por qué. Más que usted y Vargas.

—Eso es cierto.

—Permítame entonces ayudarla.

Alicia le sonrió con ternura y Daniel desvió la mirada.

—Puede usted ayudarme manteniendo a su familia y a usted seguros y a salvo. Vargas y yo no somos los únicos que estamos siguiendo este rastro. Hay otros. Gente muy peligrosa.

—No tengo miedo.

—Eso es lo que me preocupa, Daniel. Tenga miedo. Mucho miedo. Y déjeme hacer lo que sé hacer.

Alicia buscó su mirada y le tomó la mano.

—Le juro por mi vida que voy a encontrar a Valls y a asegurarme de que usted y su familia estén a salvo.

—Yo no quiero estar a salvo. Deseo saber la verdad.

—Lo que quiere usted, Daniel, es venganza.

—Eso es asunto mío. Y si usted no me cuenta lo que realmente está pasando lo voy a averiguar por mi cuenta. Hablo en serio.

—Lo sé. ¿Puedo pedirle un favor?

Daniel se encogió de hombros.

—Deme veinticuatro horas. Si en veinticuatro horas no he resuelto este asunto, le prometo por lo que usted más quiera que le diré todo lo que sé.

Él la observó con recelo.

—Veinticuatro horas —concedió al fin—. Yo también tengo un favor que pedirle a cambio.

—Lo que sea.

—Cuénteme por qué Fermín dice que le debe usted una explicación a él. ¿Una explicación sobre qué?

Alicia bajó la mirada.

—Hace muchos años, cuando yo era una niña, Fermín me salvó la vida. Fue durante la guerra.

—¿Lo sabe él?

—Si no lo sabe, lo sospecha. Él me había dado por muerta.

—¿Es esa herida que tiene usted de entonces?

—Sí —respondió de un modo que le hizo pensar que aquella era apenas una de las muchas heridas que escondía Alicia.

—Fermín también me ha salvado a mí —dijo Daniel—. Muchas veces.

Ella sonrió.

—En ocasiones la vida nos regala un ángel de la guarda.

Alicia hizo amago de levantarse. Daniel rodeó la mesa para ayudarla, pero ella le detuvo.

—Puedo sola, gracias.

—¿Está segura de que esas pastillas no la han dejado un poco…?

—No se preocupe. Soy una chica mayorcita. Venga, le acompaño hasta su portal. Me va de camino.

Anduvieron hasta la puerta de la vieja librería. Daniel extrajo la llave. Se miraron en silencio.

—Tengo su palabra —dijo Daniel.

Ella asintió.

—Buenas noches, Alicia.

La mujer permaneció allí, contemplándole inmóvil con aquella mirada vidriosa que Daniel no sabía si atribuir al fármaco o al pozo sin fondo que se adivinaba tras aquellos ojos verdes. Cuando él hizo el gesto de retirarse, Alicia se alzó de puntillas y acercó los labios a los de él. Daniel volvió el rostro y el beso le rozó la mejilla. Sin mediar palabra, Alicia se volvió y se alejó, su silueta evaporándose en las sombras.

Bea los había observado desde la ventana. Los había visto salir del café al pie de la calle y aproximarse al portal cuando las campanadas de medianoche repicaron sobre los tejados de la ciudad. En el momento en que Alicia se acercó a Daniel y este permaneció allí quieto, perdido en su mirada, Bea sintió que se le encogía el estómago. La vio auparse de puntillas y disponerse a besarle en los labios. Entonces dejó de mirar.

Regresó muy despacio al dormitorio. Se detuvo un instante frente al cuarto de Julián, que dormía profundamente. Entornó la puerta y volvió a la habitación. Se metió en la cama y esperó a oír la puerta. Los pasos de Daniel recorrieron el pasillo con sigilo. Bea permaneció allí, tendida en la penumbra con la mirada en el cielo raso. Escuchó a Daniel desnudarse al pie del lecho y enfundarse el pijama que ella le había dejado sobre la silla. Sintió su cuerpo deslizarse entre las sábanas. Cuando volvió la vista comprobó que Daniel le daba la espalda.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—Con Fermín.

El Laberinto de los Espíritus
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