6
El coche se detuvo frente a la verja de lanzas. Ernesto paró el motor y contempló la silueta de Villa Mercedes asomando entre la arboleda. Alicia también estaba escrutando la casa sin decir palabra. Permanecieron allí por espacio de un minuto dejando que el silencio que envolvía aquel lugar calase poco a poco.
—Parece que aquí no hay nadie —dijo el taxista.
Alicia abrió la puerta del coche.
—¿La acompaño? —preguntó Ernesto.
—Espéreme aquí.
—No me voy a ninguna parte.
Alicia descendió del taxi y se aproximó a la verja. Antes de entrar se volvió para mirar a Ernesto, que le sonrió débilmente y la saludó con la mano, muerto de miedo. Se coló por los barrotes y se dirigió hacia la casa a través de los jardines. De camino vislumbró la silueta del tren de vapor entre los árboles. Cruzó el jardín de estatuas. El único sonido era el de sus pasos sobre la hojarasca. Durante un par de minutos atravesó la finca sin apreciar más señal de vida que una marea de arañas negras que pendían de crisálidas adheridas a las hojas de los árboles y correteaban a sus pies.
Al llegar a la escalinata principal y advertir que la puerta de la casa estaba abierta se detuvo. Miró a su alrededor y pudo comprobar que las cocheras estaban vacías. Villa Mercedes desprendía un inquietante aire de desolación y abandono, como si todos cuantos habían formado parte de aquel lugar hubieran partido en mitad de la noche huyendo de una maldición. Ascendió despacio la escalera hasta el umbral de la casa y entró en el vestíbulo.
—¿Mercedes? —llamó.
El eco de su voz se perdió en una letanía de salones y corredores desiertos. Un abanico de pasillos sombríos se abrían a los flancos. Alicia se acercó al pórtico de un gran salón de baile en cuyo interior había penetrado la hojarasca, impulsada por el viento. Los cortinajes ondeaban en la corriente y el manto de insectos había reptado desde el jardín y se esparcía ahora por las baldosas de mármol blanco.
—¿Mercedes? —llamó una vez más.
Su voz se extravió de nuevo en las entrañas de la casa. Percibió entonces el hedor dulzón que provenía de lo alto de la escalera e inició el ascenso. El rastro la condujo hasta la habitación al fondo del corredor. Penetró en la cámara pero se detuvo a medio camino. Un manto de arañas negras recubría el cadáver de la señora de Valls. Habían empezado a devorarla.
Alicia corrió de regreso al pasillo y abrió una de las ventanas que daban al patio interior para buscar una bocanada de aire fresco. Al asomar la cabeza al atrio advirtió que todas las ventanas que se abrían a aquel patio estaban cerradas excepto una, en un extremo del tercer piso. Se encaminó otra vez a la escalinata principal y subió hasta el tercer piso. Un largo corredor se hundía en la penumbra. Al fondo, se podía ver una doble puerta de color blanco entreabierta.
—Mercedes, soy Alicia. ¿Estás ahí?
Avanzó despacio, escrutando los relieves tras los cortinajes y las sombras que se perfilaban entre las puertas que flanqueaban el corredor. Al llegar al final del pasillo posó las manos sobre la puerta y se detuvo.
—¿Mercedes?
Empujó hacia el interior.
Las paredes estaban pintadas de azul celeste y lucían una constelación de dibujos inspirados en cuentos y leyendas. Un castillo, un carruaje, una princesa y toda suerte de criaturas fantásticas surcaban un cielo de estrellas incrustadas en plata sobre la bóveda del techo. Alicia comprendió que se trataba de una habitación de juegos, un paraíso para infantes privilegiados donde podían encontrarse cuantos juguetes pudiera desear un niño. Las dos hermanas estaban esperando al fondo de la sala.
El lecho era blanco y estaba coronado por una cabecera de madera labrada en forma de ángel de alas desplegadas que contemplaba la estancia con devoción infinita. Ariadna y Mercedes estaban vestidas de blanco, tendidas sobre la cama cogidas de una mano y sosteniendo una rosa roja sobre el pecho con la otra. Un estuche con una jeringuilla y frascos de cristal reposaba sobre la mesita de noche, junto a Ariadna.
Alicia sintió que le temblaban las piernas y se agarró a una silla. Nunca supo cuánto tiempo había permanecido allí, si fue apenas un minuto o una hora, y solo pudo recordar que cuando descendió por la escalera y llegó a la planta baja sus pasos la condujeron al salón de baile. Allí se dirigió a la chimenea. Encontró una caja con fósforos largos sobre la repisa. Encendió uno y empezó a recorrer el perímetro de la mansión prendiendo fuego a cortinajes y lienzos. Al poco sintió las llamas rugir a su espalda y abandonó aquella casa de la muerte. Cruzó de nuevo el jardín sin volver la vista atrás mientras Villa Mercedes ardía y una pira negra se alzaba hacia el cielo.