13
El contacto del cañón de un arma de fuego sobre la piel era como el flan de sobre, algo a lo que, pese a haberlo experimentado en incontables ocasiones, Fermín nunca llegaba a acostumbrarse.
—Vaya por delante que venimos en son de paz —articuló, cerrando los ojos y levantando las manos en señal de rendición incondicional.
—Fermín, ¿es usted? —preguntó Alicia atónita.
Antes de que el susodicho pudiera dar una respuesta, Daniel asomó en el umbral y se quedó petrificado a la vista del arma con que Vargas seguía apuntando a la cabeza de su amigo. El policía dejó escapar un resoplido y bajó el revólver. Fermín exhaló un suspiro angustiado.
—¿Se puede saber qué diantres hacen aquí? —preguntó Alicia.
—Mire por dónde me ha leído usted el pensamiento —respondió Fermín.
Alicia enfrentó las miradas acusadoras de Daniel y Fermín, y calibró sus opciones.
—Ya se lo decía yo, Daniel —dijo Fermín—. Mírela, maquinando maldades como la pérfida lamia que es.
—¿Qué es una lamia? —preguntó Vargas.
—No se ofenda el artillero, pero si gastara menos pistolón y más diccionario a lo mejor no tendría que preguntar —replicó Fermín.
Vargas dio un paso al frente y Fermín cinco en retirada. Alicia alzó las manos en señal de tregua.
—Creo que nos debe usted una explicación, Alicia —dijo Daniel.
Ella lo contempló fijamente a los ojos y asintió al tiempo que desplegaba una mirada dulce capaz de barrer la sospecha del mundo. Fermín propinó un codazo a Daniel.
—Daniel, mantenga el riego sanguíneo por encima del cuello y no se me deje engatusar.
—Aquí nadie quiere engatusar a nadie, Fermín —dijo Alicia.
—Que se lo digan aquí al fiambre flotante —murmuró Fermín señalando las aguas turbias de la piscina—. ¿Conocido suyo?
—Todo esto tiene una explicación —empezó Alicia.
—Alicia… —advirtió Vargas.
Ella hizo un gesto conciliatorio y se aproximó a Fermín y a Daniel.
—Por desgracia no es una explicación sencilla.
—Denos una oportunidad. Somos bastante menos bobos de lo que parecemos, al menos un servidor, porque aquí a mi vera el amigo Daniel aún está luchando por superar la edad del pavo.
—Déjela hablar, Fermín —atajó Daniel.
—Lenguas menos venenosas he visto yo en las cobras que guardan en el zoo.
—¿Por qué no salimos primero de aquí y vamos a algún sitio donde podamos hablar con calma? —propuso Alicia.
Vargas negó por lo bajo e indicó claramente su desaprobación a la sugerencia.
—¿Cómo sabemos que no es una encerrona? —preguntó Fermín.
—Porque ustedes eligen el sitio —dijo Alicia.
Daniel y Fermín intercambiaron una mirada.
Atravesaron el jardín y regresaron al taxi donde Cipriano se había abandonado a una nube de Celtas cortos y a una tertulia radiofónica de hondo calado sobre las cuestiones clave que de verdad concernían a la ciudadanía: la liga de fútbol y la evolución de un juanete en el pie izquierdo de Kubala de cara al Madrid-Barcelona del domingo siguiente. Vargas, por imperativo volumétrico, tomó la plaza del acompañante y los demás se comprimieron tanto como fue posible en el asiento de atrás.
—¿No eran ustedes dos? —preguntó el taxista, cavilando si no se le habría ido la mano con los Celtas.
Vargas respondió con un gruñido. Alicia se había ensimismado en sus misterios, puede que tramando el mayúsculo embuste que iba a intentar endosarles doblado, según sospechó Fermín. Su amigo Daniel parecía demasiado ofuscado por el contacto que el muslo de la taimada fémina establecía con su pierna derecha como para articular pensamiento o palabra alguna. Visto que solo él mantenía el control de sus facultades y el discernimiento, Fermín tomó la voz cantante e impartió las instrucciones de navegación.
—Mire, jefe, tenga usted la bondad de acercarnos al Raval y dejarnos en la puerta de Can Lluís.
La mera mención de su restaurante predilecto en todo el universo conocido y refugio espiritual en momentos de zozobra devolvió el tono vital a Fermín, a quien los roces con agentes del orden en visos de volarle la tapa de los sesos siempre inspiraba una hambruna feroz. Cipriano dio marcha atrás hasta la entrada a la carretera de Vallvidrera y emprendió el regreso a una Barcelona que esperaba tendida a los pies de la colina. Mientras se deslizaban montaña abajo rumbo a la barriada de Sarriá, Fermín estudió sigilosamente el cogote del personaje sentado en el asiento del acompañante que Alicia se había pergeñado a modo de escolta y fuerza bruta. Todo él olía a policía, y de los de alto calibre. Vargas debió de sentir el aguijón de la mirada de Fermín porque se dio la vuelta y le devolvió una de las suyas, de las que aflojaban los intestinos de los infelices que iban a dar con los huesos al calabozo. Aquel hombrecillo al que Alicia denominaba Fermín le parecía escapado de algún romance apócrifo del Lazarillo de Tormes.
—No se confíe por mi planta de alfeñique —advirtió Fermín—. Todo lo que ve es músculo e instinto de combate. Piense en mí como en un ninja de paisano.
Uno creía haberlo visto todo en la profesión y entonces Dios Nuestro Señor tenía a bien enviarle un regalito de sorpresa.
—Fermín, ¿verdad?
—¿Quién lo pregunta?
—Llámeme Vargas.
—¿Teniente?
—Capitán.
—Espero que su excelencia no tenga objeciones de tipo religioso al buen yantar y a la cocina catalana —dijo Fermín.
—Ninguna. Y la verdad es que tengo bastante hambre. ¿Es bueno ese Can Lluís?
—Sublime —replicó Fermín—. Como un muslo de Rita Hayworth en media de rejilla.
Vargas sonrió.
—Estos dos ya se han hecho amigos —dijo Alicia—. Los dictados del estómago y las vergüenzas unen al hombre.
—No le haga caso, Fermín. Alicia no come nunca, al menos sólidos —explicó Vargas—. Se nutre sorbiendo el alma de los incautos.
Fermín y Vargas, a regañadientes, intercambiaron una sonrisa de complicidad.
—¿Lo ha oído, Daniel? —dejó caer el primero—. Confirmado por la Dirección General de Policía en grado de capitanía.
Alicia se volvió y encontró a Daniel mirándola de reojo.
—A palabras necias, oídos sordos —dijo ella.
—No tema, no creo que haya registrado nada después de lo del sorber —señaló Fermín.
—¿Por qué no se callan todos y tenemos el viaje en paz? —sugirió Daniel.
—Son las hormonas —disculpó Fermín—. El chico aún está creciendo.
Y así, cada cual en su silencio y a merced de la radio y su relato épico de la liga de fútbol, llegaron a las puertas de Can Lluís.