30

Cuando comprendió lo que había sucedido ya era tarde. Oyó una respiración entrecortada tras ella y al volverse no tuvo tiempo de apuntar con el revólver. Un impacto brutal le sacudió las entrañas. El pinchazo le arrebató la respiración y la hizo caer de rodillas. Solo entonces pudo verle con claridad y comprender por qué no le había detectado al entrar. Llevaba una máscara blanca que le cubría el rostro. Estaba desnudo y portaba en la mano un objeto que parecía algún tipo de punzón industrial.

Alicia intentó dispararle, pero Rovira le ensartó la mano con la púa metálica. El revólver rodó por el suelo. El hombre la cogió por el cuello y la arrastró hasta el camastro. La dejó caer allí y se sentó sobre sus piernas, sujetándolas. Le agarró la mano derecha, que había perforado con el punzón, y se inclinó para sujetársela a los barrotes del camastro con alambre. Al hacerlo, la máscara se deslizó y Alicia encontró el rostro desencajado de Rovira a un par de centímetros del suyo. Tenía los ojos vidriosos y la piel de un lado de la cara salpicada por las quemaduras de un disparo a bocajarro. Le sangraba un oído y sonreía como un niño dispuesto a arrancarle las alas a un insecto y a deleitarse con su agonía.

—¿Quién eres? —preguntó Alicia.

Rovira la observó, disfrutando del instante.

—¿Tan lista que te crees y no lo has entendido todavía? Yo soy tú. Todo lo que tú deberías haber sido. Al principio te admiraba. Pero luego me he dado cuenta de que eres débil y que no me queda nada que aprender de ti. Soy mejor que tú. Soy mejor de lo que tú nunca podrías haber sido…

Rovira había dejado el punzón sobre el lecho. Alicia calculó que si le distraía un segundo quizá podría alcanzarlo con la mano izquierda, que le quedaba libre, y clavárselo en el cuello o los ojos.

—No me hagas daño —suplicó—. Haré lo que tú quieras…

Rovira rio.

—Querida, lo que quiero es precisamente hacerte daño. Mucho daño. Me lo he ganado…

Entonces la sujetó por el pelo contra el camastro y le lamió los labios y el rostro. Alicia cerró los ojos, palpando sobre la manta en busca del punzón. Las manos de Rovira le recorrieron el torso y se detuvieron sobre su vieja herida en el costado. Alicia había llegado a rozar el mango cuando Rovira le susurró al oído:

—Abre los ojos, puta. Quiero verte bien la cara cuando lo sientas.

Ella abrió los ojos, sabiendo lo que llegaría después y suplicando perder el sentido al primer golpe. Rovira se enderezó, alzó el puño y lo descargó con toda su fuerza sobre su herida. Alicia dejó escapar un aullido ensordecedor. Rovira, la habitación, la luz y el frío que sentía en las entrañas, todo quedó olvidado. Solo existía el dolor recorriéndole los huesos como una corriente eléctrica que le hizo olvidar quién era y dónde estaba.

Rovira rio al ver su cuerpo tensarse como un cable y sus ojos quedarse en blanco. Le levantó la falda hasta desvelar aquella cicatriz que le cubría la cadera como una telaraña negra, explorando la piel con la punta de los dedos. Se inclinó para besarla en la herida y luego la golpeó una y otra vez hasta destrozarse el puño contra los huesos de su cadera. Finalmente, cuando ya no emergía sonido alguno de la garganta de Alicia, se detuvo. Ella, hundiéndose en un pozo de agonía y oscuridad, se convulsionaba. Rovira recogió el punzón y recorrió con la punta la red de capilares oscuros que se entreveían bajo la piel pálida de la cadera de Alicia.

—Mírame —ordenó—. Yo soy tu sustituto. Y seré mucho mejor que tú. A partir de ahora, yo seré el favorito.

Alicia le miró desafiante. Rovira le guiñó el ojo.

—Esa es mi Alicia —dijo.

Murió sonriendo. No llegó a ver que Alicia alcanzaba el revólver que había guardado en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Cuando él empezaba a hurgar en la herida con el punzón, ella ya le había colocado el cañón bajo la barbilla.

—Chica lista —murmuró.

Un instante después, el rostro de Rovira se pulverizó en una nube de hueso y sangre. El segundo disparo, a quemarropa, le derribó hacia atrás. El cuerpo desnudo cayó de espaldas a los pies del camastro con un orificio humeante en el pecho y el punzón todavía agarrado en la mano. Alicia soltó el arma y forcejeó para liberar su mano derecha sujeta al catre. La adrenalina había tendido un velo sobre el dolor, pero sabía que sería momentáneo y que cuando este regresara, tarde o temprano, le haría perder el sentido. Tenía que salir de aquel lugar cuanto antes.

Consiguió enderezarse y sentarse en el camastro. Intentó incorporarse, pero tuvo que esperar unos minutos porque las piernas le flaqueaban y la estaba invadiendo una debilidad que no acababa de comprender. Sentía frío. Mucho frío. Logró levantarse al fin, casi tiritando, y se sostuvo en pie apoyándose en la pared. Tenía el cuerpo y la ropa manchados con la sangre de Rovira. No notaba la mano derecha más allá de un latido sordo. Examinó la herida que había dejado el punzón. No tenía buen aspecto.

Justo entonces el teléfono que había junto a la cama sonó. Alicia ahogó un grito.

Lo dejó sonar cerca de un minuto, contemplándolo como si se tratase de una bomba que fuera a explotar en cualquier momento. Finalmente levantó el auricular y se lo llevó al oído. Escuchó, conteniendo la respiración. Un largo silencio se hizo en la línea y, tras el zumbido leve de la larga distancia, un aliento pausado.

—¿Estás ahí? —dijo la voz.

Alicia sintió que el auricular le temblaba en las manos.

Era la voz de Leandro.

El teléfono le resbaló de la mano. Tambaleándose, se dirigió hacia la puerta. Al cruzar frente al santuario que Rovira había creado se detuvo. La rabia le dio fuerzas para salir al taller, encontrar uno de los bidones de queroseno que había junto al generador y derramar el contenido por el suelo. La película de líquido viscoso se esparció por la habitación, rodeando el cadáver de Rovira y tendiendo un espejo negro del que ascendían volutas de vapor irisado. Al pasar frente al generador arrancó uno de los cables y lo dejó caer al suelo. Mientras caminaba entre los maniquís suspendidos del techo en dirección al corredor que conducía a la salida oyó el chisporroteo a su espalda. Una súbita corriente de aire sacudió las figuras que la rodeaban cuando prendió la llamarada. Un resplandor ámbar la acompañó al tiempo que recorría el pasillo. Avanzó oscilante y dando tumbos contra los muros para sostenerse en pie. Nunca había sentido tanto frío.

Suplicó al cielo o al infierno que no la dejase morir en aquel túnel, que pudiera llegar al umbral de claridad que se adivinaba al fondo. La huida se le hizo interminable. Sentía que escalaba el intestino de una bestia que la había engullido y trepaba de vuelta hasta las fauces para evitar ser devorada. El calor que penetraba por el túnel desde las llamas a su espalda apenas consiguió quebrar el abrazo gélido que la envolvía. No se detuvo hasta cruzar el vestíbulo y salir a la calle. Respiró de nuevo y sintió la lluvia acariciándole la piel. Una figura se acercaba a toda prisa por la calle.

Se dejó caer en brazos de Fernandito, que la abrazó. Le sonrió, pero el muchacho la observaba aterrorizado. Se llevó la mano al vientre, al lugar donde había notado aquel primer golpe. La sangre tibia se escurría entre sus dedos y se desvanecía en la lluvia. Ya no sentía dolor, solo frío, un frío que le susurraba que se dejase ir, que cerrara los párpados y se abandonase a un sueño eterno que prometía paz y verdad. Miró a los ojos a Fernandito y le sonrió.

—No me dejes morir aquí —musitó.

El Laberinto de los Espíritus
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