15
Cuando creía que solo podía oír el ruido de los aviones acercándose de nuevo, reparó en la voz de la niña a su lado. Abrió los ojos y encontró a Alicia. La pequeña trataba de tirar de él con todas sus fuerzas y gritaba con la voz llena de pánico. Fermín se volvió. Lo que quedaba en pie del edificio se estaba deshaciendo entre las llamas como un castillo de arena en la marea. Echaron a correr hasta el extremo de la azotea y desde allí consiguieron saltar el muro que la separaba del edificio contiguo. Fermín aterrizó rodando y sintió una súbita punzada de dolor en la pierna izquierda. Alicia seguía tirando de él y le ayudó a incorporarse. Él se palpó el muslo y notó la sangre tibia brotando entre los dedos. El fulgor de las llamas iluminó el muro que habían saltado y desveló una cresta sembrada de aristas de vidrio ensangrentado. La náusea le nubló la vista, pero respiró hondo y no se detuvo. Alicia seguía tirando de él. Arrastrando la pierna, que dejaba un rastro oscuro y brillante sobre las baldosas, Fermín siguió a la niña a través del terrado hasta el muro que lo separaba de la finca que daba a la calle del Arco del Teatro. Se aupó como pudo a unas cajas de madera que estaban apoyadas contra la pared y se asomó a la azotea contigua. Allí se alzaba una estructura de aspecto ominoso, un viejo palacio que tenía los ventanales sellados y una fachada monumental que parecía llevar décadas sumergida en el fondo de un pantano. Una gran cúpula de cristal velado coronaba el edificio a modo de linterna, punteada por un pararrayos en cuya aguja ondeaba la silueta de un dragón.
La herida en la pierna le palpitaba con un dolor sordo y tuvo que aferrarse a la cornisa para no desplomarse. Sintió la sangre tibia dentro del zapato y le asaltó un nuevo envite de náusea. Supo que iba a perder la consciencia de un momento a otro. Alicia le miraba, aterrorizada. Fermín sonrió como pudo.
—No es nada —dijo—. Un rasguño.
A lo lejos, el escuadrón de aviones había dado la vuelta sobre el mar y rebasaba ya el espigón del puerto volando de nuevo hacia la ciudad. Fermín le tendió la mano a Alicia.
—Agárrate.
La niña negó con lentitud.
—Aquí no estamos seguros. Tenemos que cruzar a la azotea de al lado para encontrar la manera de bajar hasta la calle, y de ahí al metro —dijo con escasa convicción.
—No —murmuró la pequeña.
—Dame la mano, Alicia.
La niña dudó, aunque finalmente se la tendió. Fermín la elevó con fuerza, aupándola a lo alto de las cajas. Una vez allí la levantó hasta el borde de la cornisa.
—Salta —ordenó.
Alicia apretó el libro contra el pecho y negó. Fermín oyó el traqueteo de las ametralladoras acribillando los tejados a su espalda y empujó a la niña. Cuando Alicia aterrizó al otro lado del muro se volvió para alargar la mano hacia Fermín, pero su amigo no estaba allí. Seguía aferrado a la cornisa al otro lado del muro. Estaba pálido y tenía los párpados caídos, como si apenas pudiera mantenerse consciente.
—Corre —le espetó con su último aliento—. Corre.
Fermín se desplomó de rodillas y cayó de espaldas. Oyó el rumor de los aviones pasar justo por encima de ellos y antes de cerrar los ojos vio cómo un racimo de bombas se desprendía del cielo.