32

Valls ha perdido la noción del tiempo. No sabe si lleva días o semanas en esa celda. No ha visto la luz del sol desde un lejano atardecer, cuando ascendía en el coche por la carretera de Vallvidrera con Vicente a su lado. La mano le duele y cuando la busca para frotarla no la encuentra. Siente pinchazos en dedos que ya no existen y un dolor agudo en los nudillos, como si le estuviesen clavando púas de hierro en los huesos. Hace días, u horas, que le molesta el costado. No acierta a ver el color de la orina que cae en el cubo de latón, pero cree que es más oscura de lo normal y que está tintada de sangre. Ella no ha vuelto y Martín sigue sin aparecer. No lo entiende. ¿No es esto lo que quería? ¿Verle pudrirse en vida en una celda?

El carcelero sin nombre ni rostro asoma una vez al día, o eso cree. Ha empezado a medir los días por sus visitas. Le lleva agua y comida. La comida es siempre la misma: pan, leche rancia y a veces una suerte de carne reseca como mojama que le cuesta masticar porque tiene algunos dientes sueltos. Se le han caído ya dos. A veces pasea la lengua por las encías y saborea su propia sangre, sintiendo que los dientes ceden a la presión.

—Necesito un médico —dice cuando el carcelero llega con la comida.

Este no habla casi nunca. Apenas le mira.

—¿Cuánto llevo aquí? —pregunta Valls.

El carcelero ignora sus preguntas.

—Dile que quiero hablar con ella. Contarle la verdad.

En una ocasión se despierta para descubrir que hay alguien más en la celda. Es el carcelero, que sostiene algo que brilla en la mano. Quizá sea un cuchillo. Valls no hace ademán de protegerse. Nota el pinchazo en la nalga y el frío. Es solo otra inyección.

—¿Cuánto tiempo me vais a mantener vivo?

El carcelero se incorpora y se dirige a la salida de la celda. Valls le agarra de la pierna. Una patada en el estómago le deja sin aliento. Pasa horas hecho un ovillo, gimiendo de dolor.

Esa noche vuelve a soñar con su hija Mercedes, cuando era apenas una niña. Están en la casa de Somosaguas, en el jardín. Valls se entretiene hablando con uno de sus sirvientes y la pierde de vista. Al buscarla encuentra el rastro de sus pasos camino de la casa de las muñecas. Valls se adentra en la penumbra y llama a su hija. Halla la ropa y un rastro de sangre.

Las muñecas, que se están relamiendo como gatos, la han devorado.

El Laberinto de los Espíritus
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