4

El Packard bordeó la plaza de Neptuno, más sumergido que nunca, y enfiló la carrera de San Jerónimo rumbo a la silueta blanca y afrancesada del Gran Hotel Palace. Se detuvieron frente a la entrada principal y, cuando el portero acudió a abrir la puerta trasera del coche portando un gran paraguas, los dos agentes de la Social se volvieron y le dedicaron una mirada a medio camino entre la amenaza y la súplica.

—¿La podemos dejar aquí sin montar un numerito o tenemos que llevarla a rastras para que no nos dé otra vez esquinazo?

—No se preocupen; les haré quedar bien.

—¿Palabra?

Alicia asintió. Entrar y salir de un coche en los días malos nunca era tarea fácil, pero no quería que aquel par la viesen más aplastada de lo que estaba, así que se tragó con una sonrisa la punzada en la cadera que sintió al incorporarse. El portero la acompañó hasta la entrada protegiéndola de la lluvia con el paraguas; un batallón de conserjes y ayudas de cámara parecían aguardarla, prestos a escoltarla a través del vestíbulo rumbo a su cita. Al avistar el par de escalinatas que la esperaban desde la entrada hasta el inmenso salón comedor se dijo que tendría que haber aceptado el bastón. Extrajo el pastillero que llevaba en el bolso y se tragó una píldora. Respiró hondo antes de lanzarse a la ascensión.

Un par de minutos y docenas de escalones más tarde se detuvo a recobrar el aliento a las puertas del salón comedor. El conserje que la había acompañado hasta allí reparó en la película de sudor que cubría su frente. Alicia se limitó a sonreírle sin ganas.

—A partir de aquí creo que puedo yo solita, si no le importa.

—Por supuesto. Como guste la señorita.

El conserje se retiró de forma discreta, pero no le hizo falta volverse para saber que seguía observándola y que hasta que se adentrase en el salón no iba a quitarle los ojos de encima. Se secó el sudor con un pañuelo y estudió la escena.

Apenas un suspiro de voces y el tintineo de una cucharilla girando lentamente en una taza de porcelana. El salón comedor del Palace se abría ante ella embrujado de reflejos danzantes que goteaban desde la gran cúpula bajo el envite de la lluvia. Aquella estructura siempre le había parecido un enorme sauce de cristal suspendido como una carpa de rosetones robados de cien catedrales en nombre de la Belle Époque. Nadie podría acusar nunca a Leandro de tener mal gusto.

Bajo la burbuja de cristal multicolor había una sola mesa ocupada entre muchas otras vacías. En ella, dos siluetas eran observadas con diligencia por media docena de camareros que se mantenían a la distancia justa para no poder oír su conversación pero poder leer el gesto. El Palace al fin y al cabo era, a diferencia de su domicilio temporal en el Hispania, un establecimiento de primera categoría. Criatura de hábitos aburguesados, Leandro vivía y trabajaba allí. Literalmente. Ocupaba la suite 814 desde hacía años y gustaba de despachar sus asuntos en aquel salón comedor que, como Alicia sospechaba, le permitía creer que vivía en el París de Proust y no en la España de Franco.

Afinó la mirada sobre los dos comensales. Leandro Montalvo, sentado como siempre de cara a la entrada. De mediana estatura y con esa complexión suave y redondeada de contable acomodado. Parapetado tras unas gafas de pasta que le iban grandes y que le servían para ocultar unos ojos afilados como cuchillas. Afectando aquel aire relajado y afable que le confería el aspecto de un notario de provincias aficionado a la zarzuela o un empleado de banca venido a más que gusta de pasearse por museos al acabar el turno. «El bueno de Leandro».

Junto a él, enfundado en un traje de corte británico que desentonaba con su semblante agreste y mesetario, estaba sentado un individuo de cabellos y bigote engominados que sostenía una copa de brandy. Su rostro le resultaba familiar. Una de esas figuras habituales en los periódicos, veterano de fotografías posadas donde siempre había un aguilucho en la bandera y algún cuadro de inmarcesibles escenas ecuestres. Gil de algo, se dijo. Secretario General del Pan Frito o de lo que fuera.

Leandro alzó la vista y le sonrió de lejos. La invitó a que se aproximara con un gesto como el que se dedica a un niño o a un perrito. Alicia, suprimiendo la cojera a costa de sentir que la apuñalaban en el costado, cruzó el gran salón comedor lentamente. Mientras lo hacía registró dos hombres del ministerio al fondo, entre las sombras. Armados. Inmóviles como reptiles a la espera.

—Alicia, celebro que hayas podido encontrar un hueco en tu agenda para tomar un café con nosotros. Dime, ¿has desayunado?

Antes de que ella pudiera responder, Leandro alzó las cejas y dos de los camareros apostados junto a la pared procedieron a prepararle un servicio. Mientras le decantaban una copa de zumo de naranja recién exprimido, Alicia sintió la mirada del gerifalte horneándola a fuego lento. No le costó verse en sus ojos. La mayoría de los hombres, incluidos quienes observaban por profesión, confundían el ver con el mirar, y casi siempre se detenían en los detalles obvios, aquellos que velaban la lectura más allá de lo irrelevante. Leandro solía decir que desaparecer en la mirada del contrario era un arte cuyo aprendizaje podía llevar toda una vida.

El suyo era un rostro sin edad, afilado y maleable, con apenas unas líneas de sombra y color. Alicia se dibujaba todos los días en función del papel que le tocaba desempeñar en la fábula elegida por Leandro para escenificar sus manejos e intrigas. Podía ser sombra o luz, paisaje o figura, según el libreto. En días de tregua, se evaporaba en sí misma y se retiraba a lo que Leandro solía llamar la transparencia de su oscuridad. Tenía el cabello negro y una tez pálida hecha para soles fríos y salones de interior. Sus ojos verdosos brillaban en la penumbra y se clavaban como alfileres para hacer olvidar un talle frágil pero difícil de obviar, que cuando era necesario ahogaba en ropas holgadas para no despertar miradas furtivas en la calle. De cerca, sin embargo, su presencia entraba en foco y destilaba un aliento sombrío y, a juicio de Leandro, vagamente inquietante, que su mentor le había instruido en mantener en lo posible a cubierto. «Tú eres una criatura nocturna, Alicia, pero aquí nos escondemos todos a la luz del día».

—Alicia, permíteme presentarte al muy honorable señor don Manuel Gil de Partera, director del Cuerpo General de Policía.

—Es un honor, excelencia —recitó Alicia ofreciéndole la mano, que el director no tomó, como si temiese que le fuera a morder.

Gil de Partera la observaba como si todavía no hubiese decidido si era una colegiala con un punto perverso que le descolocaba o un espécimen al que no sabía ni por dónde empezar a clasificar.

—El señor director ha tenido a bien recabar nuestros buenos oficios para solucionar un tema de cierta delicadeza que exige un grado extraordinario de discreción y diligencia.

—Por supuesto —convino Alicia en un tono tan dócil y angelical que le granjeó una patada suave de Leandro por debajo de la mesa—. Estamos a su disposición para ayudar en todo lo que nos sea posible.

Gil de Partera la seguía observando con aquella mezcla de recelo y codicia que su presencia solía conjurar en caballeros de cierta edad, sin saber todavía por qué lado decantarse. Aquello a lo que Leandro siempre se refería como el perfume de su aspecto, o los efectos secundarios de su semblante, constituía a juicio de su mentor un arma de doble filo que no había aprendido a controlar todavía con absoluta precisión. En este caso, y a tenor de la visible incomodidad que Gil de Partera parecía sentir en su proximidad, Alicia creyó que el filo cortaría hacia adentro. «Ahí viene la ofensiva», pensó.

—¿Sabe usted algo acerca de la caza, señorita Gris? —preguntó.

Ella dudó un instante, buscando la mirada de su mentor.

—Alicia es esencialmente un animal urbano —intervino Leandro.

—En la caza uno aprende muchas cosas —conferenció el director—. Yo he tenido el privilegio de compartir algunas cacerías con Su Excelencia el Generalísimo y fue él quien me desveló la regla fundamental que todo cazador debe hacer suya.

Alicia asintió repetidamente, como si todo aquello le resultase fascinante. Leandro, entretanto, le había embadurnado una tostada de mermelada y se la tendió. Alicia la aceptó sin apenas reparar en ella. El director seguía embarcado en su magisterio.

—Un cazador debe comprender que, en un momento crítico de la cacería, el papel de la presa y el del cazador se confunden. La caza, la caza de verdad, es un duelo entre iguales. Uno no sabe quién es de verdad hasta que derrama sangre.

Se hizo una pausa y, transcurridos los segundos de silencio escénico que requería la honda reflexión que le acababan de revelar, Alicia urdió una expresión reverencial.

—¿Es esa también una máxima del Generalísimo?

Alicia recibió un pisotón de advertencia por parte de Leandro por debajo de la mesa.

—Le seré franco, jovencita: no me gusta usted. No me gusta lo que he oído de usted y no me gusta ni su tono ni el que se crea que me puede tener esperándola aquí media mañana como si su tiempo de mierda valiese más que el mío. No me gusta cómo mira, y menos aún el retintín con el que se dirige a sus mejores. Porque si hay algo que me jode en esta vida es la gente que no sabe cuál es su sitio en el mundo. Y lo que me jode todavía más es tener que recordárselo.

Alicia bajó la mirada, sumisa. La temperatura del salón comedor parecía haber descendido diez grados de un plumazo.

—Ruego al señor director que me disculpe si…

—No me interrumpa. Si estoy aquí hablando con usted es por la confianza que tengo en su superior, que por algún motivo que se me escapa cree que es usted la persona adecuada para la tarea que debo encomendarle. Pero no se equivoque conmigo: desde este mismo momento responde usted ante mí. Y yo no tengo ni la paciencia ni la generosa disposición de aquí el señor Montalvo.

Gil de Partera la miró fijamente. Tenía los ojos negros y una telaraña de pequeños capilares rojos que parecían a punto de estallar le cubrían la córnea. Alicia le imaginó ataviado con un sombrero de plumas y botas de mariscal besando las reales nalgas del Jefe del Estado en una de esas cacerías en que los padres de la patria reventaban las presas que un escuadrón de criados les ponían a tiro y con las que luego se embadurnaban los genitales con el aroma a pólvora y a sangre de aves de corral para sentirse machos conquistadores, a mayor gloria de Dios y de la Patria.

—Estoy seguro de que Alicia no quería ofenderle, amigo mío —apuntó Leandro, que con toda probabilidad estaba disfrutando de lo lindo con la escena.

Alicia corroboró las palabras de su superior con un asentimiento grave y compungido.

—Huelga decir que el contenido de lo que voy a referir es estrictamente confidencial y que a todos los efectos esta conversación nunca habrá tenido lugar. ¿Alguna duda a ese o cualquier otro respecto, Gris?

—Absolutamente ninguna, señor director.

—Bien, entonces haga el favor de comerse esa tostada de una puñetera vez y entraremos en materia.

El Laberinto de los Espíritus
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