5

—¿Qué sabe usted de don Mauricio Valls?

—¿El ministro? —preguntó Alicia.

La joven se detuvo un instante a considerar el alud de imágenes que le venían a la mente de la larga y ampliamente publicitada carrera de don Mauricio Valls. Perfil soberbio y atildado, siempre situado en el mejor ángulo de cada fotografía y en la mejor compañía, recibiendo honores e impartiendo sabiduría indiscutida ante el aplauso y la admiración de la claca de la corte. Canonizado en vida, elevado a los altares por su propio pie y de la mano de la autoproclamada intelectualidad del país, Mauricio Valls era la encarnación entre los mortales del prototipo español del Hombre de Letras, Caballero de las Artes y el Pensamiento. Premiado y homenajeado hasta la infinidad. Definido sin ironía como la figura emblemática de las élites culturales y políticas del país, al ministro Valls le precedían sus recortes de prensa y todo el boato del régimen. Sus conferencias en los magnos escenarios de Madrid congregaban siempre a lo más granado. Sus artículos magistrales en la prensa sobre los temas del momento constituían dogma de fe. El pelotón de gacetilleros que comía de sus manos se desvivía de adoración. Sus ocasionales recitales de poesía y monólogos extraídos de sus celebradas obras teatrales interpretados a dúo con los grandes de la escena nacional agotaban localidades. Sus obras literarias eran consideradas el epítome de los logros y su nombre estaba ya inscrito en la pléyade de los maestros. Mauricio Valls, luz e intelecto de Celtiberia, iluminando al mundo.

—Sabemos lo que vemos en la prensa —intercedió Leandro—. Que, a decir verdad, de un tiempo a esta parte es más bien poco para lo que solía ser habitual.

—Más bien nada —corroboró Gil de Partera—. Dudo que se le haya escapado a usted, señorita, que desde noviembre de 1956, hace ya más de tres años, Mauricio Valls, ministro de Educación Nacional (o de Cultura, como a él mismo le gusta decir) y, si me permiten la licencia, niña de los ojos de la prensa española, prácticamente ha desaparecido de la luz pública y casi no se le ha visto en acto oficial alguno.

—Ahora que lo menciona el señor director… —convino Alicia.

Leandro se volvió hacia ella e, intercambiando una mirada de complicidad con Gil de Partera, la puso en antecedentes.

—Lo cierto, Alicia, es que no es por casualidad ni por propia voluntad que el señor ministro se haya visto privado de obsequiarnos con su fino intelecto y su impecable magisterio.

—Veo que ha tenido ocasión de tratarle, Leandro —intervino Gil de Partera.

—Tuve ese honor hace mucho tiempo, aunque de forma breve, durante mis años en Barcelona. Un gran hombre y quien mejor ha sabido ejemplificar los valores y el hondo calado de nuestra intelectualidad.

—Estoy seguro de que el ministro estaría del todo de acuerdo con usted.

Leandro sonrió cortés y volvió a concentrar su mirada en Alicia antes de tomar la palabra.

—Lamentablemente el asunto que nos trae hoy aquí no es la indiscutible valía de nuestro estimado ministro ni la envidiable salud de su ego. Con la venia de su señoría aquí presente, creo que no desvelo nada que no vayamos a tratar luego si digo que la razón de la prolongada ausencia de don Mauricio Valls de la escena pública en estos últimos tiempos se ha debido a la sospecha de que existe y ha existido durante años un complot para atentar contra su vida.

Alicia levantó las cejas e intercambió una mirada con Leandro.

—A fin de apoyar a la investigación abierta por el Cuerpo General de Policía, y a petición de nuestros amigos en el Ministerio de la Gobernación, nuestra unidad destacó a un operativo para que asistiese en la investigación, aunque oficialmente no estuviéramos involucrados y, de hecho, no estuviésemos al corriente de los particulares de la misma —explicó Leandro.

Alicia se mordió los labios. Los ojos de su superior dejaban claro que el turno de preguntas no se había abierto todavía.

—Este operativo, por motivos que todavía no hemos podido aclarar, ha roto el contacto y se encuentra ilocalizable desde hace un par de semanas —prosiguió Leandro—. Sirva esto para poner en contexto la misión para la que Su Excelencia ha tenido la amabilidad de solicitar nuestra colaboración.

Leandro miró al veterano policía e hizo un gesto de cesión de palabra. Gil de Partera carraspeó y adoptó un semblante sombrío.

—Lo que les voy a contar es estrictamente confidencial y no puede salir de esta mesa.

Alicia y Leandro asintieron al tiempo.

—Como adelantaba su superior, el 2 de noviembre de 1956, en el transcurso de un acto celebrado en su honor en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el ministro Valls fue objeto de un atentado frustrado contra su vida, al parecer no el primero que se producía. La noticia no trascendió, por estimarlo así conveniente tanto el gabinete como el propio ministro Valls, que no deseó alarmar a su familia y colaboradores. En ese momento se abrió una investigación que sigue en curso y, pese a todos los esfuerzos del Cuerpo General de Policía y de una unidad especial de la Guardia Civil, todavía no se han podido esclarecer las circunstancias que rodearon este suceso y otros similares que pudieran haberse producido con anterioridad a que la policía fuera alertada. Como es natural, desde aquel mismo momento se reforzaron la escolta y las medidas de seguridad en torno al ministro y se cancelaron sus apariciones públicas hasta nueva orden.

—¿Qué ha arrojado la investigación durante ese tiempo? —interrumpió Alicia.

—La investigación se centró en una serie de anónimos que don Mauricio habría estado recibiendo desde hace tiempo y a los que no había concedido importancia. Al poco del atentado frustrado, el ministro puso en conocimiento de la policía la existencia de esta serie de cartas de naturaleza amenazadora que había recibido a lo largo de los años. Una primera investigación desveló que lo más probable es que hubieran sido enviadas por un tal Sebastián Salgado, un ladrón y asesino que estaba cumpliendo condena en la prisión de Montjuic de Barcelona hasta hace cosa de dos años. Como sabrán ustedes, el ministro Valls había sido director de ese centro al inicio de su carrera de servicio al régimen, concretamente entre los años 1939 y 1944.

—¿Por qué no alertó el ministro antes a la policía de esos anónimos? —preguntó Alicia.

—Como decía, alegó que al principio no les había concedido importancia, aunque reconoció que tal vez debería haberlo hecho. En su momento nos dijo que la naturaleza de los mensajes era tan críptica que no supo interpretar bien cuál era su significado.

—¿Y cuál es la naturaleza de esas supuestas amenazas?

—En su mayoría, vaguedades. En las cartas el autor dice que «la verdad» no se puede ocultar, que se acerca «la hora de la justicia» para «los hijos de la muerte» y que «él», entendemos que el supuesto autor, le espera «en la entrada del laberinto».

—¿Laberinto?

—Como digo, los mensajes son crípticos. Es posible que hagan referencia a algo que solo Valls y quien los escribía conocerían, aunque a decir del ministro tampoco él era capaz de interpretarlos. Tal vez sean la obra de un lunático. No podemos eliminar esa posibilidad.

—¿Estaba Sebastián Salgado ya preso en el castillo cuando Valls era director de la prisión?

—Sí. Hemos comprobado el historial de Salgado. Ingresó en la cárcel en 1939, al poco de que don Mauricio Valls fuera nombrado director. El ministro indicó que le recordaba vagamente como un individuo conflictivo, lo cual dio credibilidad a nuestra teoría de que era muy probable que fuera él quien hubiera enviado las cartas.

—¿Cuándo salió en libertad?

—Hace poco más de dos años. Evidentemente las fechas no cuadran con el intento de asesinato en el Círculo de Bellas Artes ni con los anteriores. O bien Salgado trabajaba con alguien en el exterior o que solo se le estaba usando de señuelo para confundir la pista. Esta última posibilidad es la que ha ido cobrando más viabilidad a medida que avanzaba la investigación. Como verán en el dosier que les dejaré, las cartas estaban todas enviadas desde la estafeta del Pueblo Seco de Barcelona a la que se lleva toda la correspondencia de los internos del penal de Montjuic.

—¿Cómo saben qué cartas franqueadas en esa estafeta vienen de la prisión y cuáles no?

—Todas las originadas en el castillo llevan un sello en el sobre que se coloca a modo de identificación en la oficina de la cárcel antes de ser introducidas en la saca.

—¿No se revisa el correo de los presos? —preguntó Alicia.

—En teoría, sí. En la práctica, según nos confirmaron los propios responsables, solo en determinadas ocasiones. En cualquier caso, nadie tenía constancia de que se hubieran detectado mensajes amenazadores dirigidos al ministro. También es posible que, dada la oscura naturaleza del lenguaje empleado, los censores de la prisión no notasen nada relevante.

—Si Salgado tenía un cómplice o varios cómplices en el exterior, ¿habría sido posible que estos le entregasen las cartas para que él las enviara desde la cárcel?

—Podría ser. Salgado tenía derecho a una visita personal por mes. De todos modos, no tendría sentido alguno que hubiera sido así. Era mucho más fácil enviar las cartas por conducto ordinario y no exponerse a que los censores de la prisión pudieran detectarlas —dijo Gil de Partera.

—No a menos que específicamente quisieran dejar constancia de que las cartas eran enviadas desde la prisión —intervino Alicia.

Gil de Partera consintió con un asentimiento.

—Hay algo que no entiendo —continuó Alicia—. Si Salgado llevaba todo este tiempo en Montjuic y no fue liberado hasta hace un par de años, imagino que eso significa que estaba condenado a la pena máxima de treinta años. ¿Qué hace en la calle?

—No lo entiende ni usted ni nadie. En efecto, se suponía que a Sebastián Salgado le quedaban por lo menos diez años más de condena cuando, de forma inesperada, se le concedió un indulto extraordinario firmado por el Jefe del Estado que conmutaba su pena. Y hay más. Dicho indulto se tramitó a petición y bajo los buenos auspicios del ministro Valls.

Alicia dejó escapar una risa de estupefacción. Gil de Partera la miró con severidad.

—¿Por qué motivo haría Valls una cosa así? —preguntó Leandro al rescate.

—En contra de nuestro consejo, y alegando que la investigación no estaba dando el fruto esperado, el ministro estimó que poner en libertad a Salgado podía conducir a desvelar la identidad y el paradero de la parte o partes implicadas en el envío de las amenazas y los supuestos atentados contra su vida.

—Su señoría se refiere a esos hechos como supuestos… —dejó caer Alicia.

—Nada en este asunto está claro —cortó Gil de Partera—. Eso no significa que ponga o debamos poner la palabra del ministro en cuestión.

—Por supuesto. Volviendo a la puesta en libertad de Salgado, ¿produjo los resultados que esperaba el ministro? —preguntó Alicia.

—No. Le tuvimos vigilado las veinticuatro horas desde que abandonó el penal. Lo primero que hizo fue alquilar una habitación en un hostal de baja estofa del Barrio Chino, donde dejó pagado un mes por adelantado. Fuera de eso, todo cuanto hizo fue acudir todos los días a la Estación del Norte, donde pasaba horas contemplando o vigilando las taquillas de consigna de equipajes del vestíbulo y, ocasionalmente, visitar una vieja librería de lance en la calle Santa Ana.

—Sempere e hijos —murmuró Alicia.

—Así es. ¿La conoce usted?

Alicia asintió.

—El amigo Salgado no parece encajar en el perfil del lector habitual —estimó Leandro—. ¿Sabemos qué esperaba encontrar en la consigna de la estación?

—Sospechamos que tenía allí oculto algún tipo de botín fruto de sus crímenes antes de ser aprehendido en 1939.

—¿Se confirmó la sospecha?

—En su segunda semana de libertad, Salgado visitó de nuevo la librería Sempere e hijos por última vez y luego se dirigió a la Estación del Norte, como hacía todos los días. Aquel día, sin embargo, en vez de sentarse en el vestíbulo a mirar las taquillas se acercó a una de ellas e introdujo una llave. Extrajo una maleta de la taquilla y la abrió.

—¿Qué contenía? —preguntó Alicia.

—Aire —sentenció Gil de Partera—. Nada. Su botín, o lo que fuera que había escondido allí, había desaparecido. La policía de Barcelona se disponía a detenerle al salir de la estación cuando Salgado se desplomó en la lluvia. Los agentes habían detectado que tan pronto como salió de la librería dos empleados le habían seguido hasta allí. Una vez que quedó tendido en el suelo, uno de ellos se arrodilló junto a Salgado unos segundos y luego abandonó el lugar. Cuando la policía llegó hasta él, Salgado ya estaba muerto. Podría tratarse de un caso de justicia divina, el ladrón robado y todo eso, pero la autopsia reveló marcas de punción en la espalda y en la ropa, y restos de estricnina en la sangre.

—¿Podrían haber sido los dos empleados de la librería? Los cómplices se desembarazan del señuelo una vez ya no les resulta útil o ven comprometida su seguridad al darse cuenta de que la policía los tiene vigilados.

—Esa fue una de las teorías, pero se descartó. De hecho, cualquiera que hubiese estado en la estación podría haberle asesinado sin que él se diera ni cuenta. La policía estaba vigilando con atención a los dos empleados de la librería y no observó contacto directo alguno entre ellos y Salgado hasta que este se desplomó, presumiblemente muerto.

—¿Podrían haberle administrado el veneno en la librería, antes de que Salgado se dirigiese a la estación? —preguntó Leandro.

Esta vez fue Alicia la que respondió a la pregunta.

—No. La estricnina actúa muy rápido, y más en un hombre de esa edad y presumible condición física tras haber pasado veinte años en una mazmorra. Entre la punción y el fallecimiento no podrían mediar más de uno o dos minutos.

Gil de Partera la miró reprimiendo un gesto de aprobación.

—Así es —corroboró—. Lo más probable es que alguien más estuviera en la estación aquel día, sin llamar la atención de los agentes, y tuviese decidido que era el momento de desembarazarse de Salgado.

—¿Qué sabemos de esos dos empleados de la librería?

—Uno es un tal Daniel Sempere, hijo del propietario. El otro responde al nombre de Fermín Romero de Torres, cuyo rastro en el registro es confuso y muestra indicios de suplantación documental. Quizá para establecer una identidad falsa.

—¿Qué relación tenían con el caso y qué hacían allí?

—No se pudo determinar.

—¿Y no se los interrogó?

Gil de Partera negó.

—De nuevo, instrucciones expresas del ministro Valls. Contra nuestro criterio.

—¿Y la pista del cómplice o cómplices de Salgado?

—En vía muerta.

—Quizá ahora el ministro cambie de idea y dé su permiso para…

Gil de Partera desenterró su sonrisa lobuna de policía veterano.

—Ahí es adonde quería ir a parar. Hace exactamente nueve días, al amanecer del día siguiente a la fiesta de máscaras organizada en su residencia de Somosaguas, don Mauricio Valls abandonó su domicilio a bordo de un automóvil en compañía del jefe de su escolta personal, Vicente Carmona.

—¿Abandonó? —preguntó Alicia.

—Nadie le ha visto ni ha tenido noticias suyas desde entonces. Desaparecido de la faz de la tierra sin dejar rastro alguno.

Un largo silencio se desplomó sobre la sala. Alicia buscó la mirada de Leandro.

—Mis hombres están trabajando sin descanso, pero hasta el momento no tenemos nada. Es como si Mauricio Valls se hubiera evaporado al subirse a ese coche…

—¿Dejó el ministro alguna nota, algún indicio de adónde podría dirigirse antes de salir de su domicilio?

—No. La teoría que barajamos es que el ministro, por algún motivo que no alcanzamos a determinar, habría averiguado por fin quién le estaba enviando esas amenazas y habría decidido ir a enfrentarse a él por su cuenta con la ayuda de su guardaespaldas de confianza.

—Y caer así tal vez en una trampa —completó Leandro—. «La entrada del laberinto».

Gil de Partera asintió repetidamente.

—¿Cómo podemos estar seguros de que el ministro no sabía desde el principio quién enviaba esas notas y por qué? —intervino de nuevo Alicia.

Tanto Leandro como Gil de Partera le lanzaron una mirada de censura.

—El ministro es la víctima, no el sospechoso —atajó el segundo—. No se confunda.

—¿Cómo podemos ayudarle, amigo mío? —le preguntó Leandro.

Gil de Partera respiró hondo y se tomó unos instantes antes de responder.

—Mi departamento tiene procedimientos limitados. Se nos ha mantenido en la oscuridad respecto a este tema hasta que ha sido demasiado tarde. Reconozco que hemos podido cometer errores, pero estamos haciendo todo lo posible por resolver el asunto antes de que acabe haciéndose público. Algunos de mis superiores creen que su unidad, dada la naturaleza del caso, puede aportar alguna pieza adicional que nos ayude a resolver esta cuestión cuanto antes.

—¿Y usted también lo cree?

—Si quiere que le sea sincero, Leandro, yo ya no sé qué ni a quién creer. Pero de lo que no tengo duda alguna es de que si no encontramos al ministro Valls sano y salvo en un plazo breve, Altea abrirá la caja de los truenos y pondrá a su viejo amigo Hendaya en el asunto. Y ni usted ni yo queremos eso.

Alicia dirigió una mirada inquisitiva a Leandro, que negó levemente. Gil de Partera rio por lo bajo con amargura. Tenía los ojos inyectados en sangre, o en café negro, y aspecto de no haber dormido más de dos horas por noche en una semana.

—Les estoy contando hasta donde sé, pero lo que ignoro es si lo que me han contado a mí es toda la verdad. Más claro no puedo ser. Llevamos nueve días dando palos de ciego y cada hora que pasa es una hora perdida.

—¿Cree usted que el ministro sigue vivo? —preguntó Alicia.

Gil de Partera bajó la mirada y dejó transcurrir un largo silencio.

—Mi obligación es pensar que sí y que vamos a encontrarle sano y salvo antes de que nada de todo esto pueda trascender o nos quiten el caso de las manos.

—Y nosotros estamos con usted —convino Leandro—. No tenga la menor duda de que haremos cuanto sea posible para ayudarlos en su investigación.

Gil de Partera asintió, observando a Alicia con ambivalencia.

—Trabajará usted con Vargas, uno de mis hombres.

Alicia dudó un instante. Buscó la complicidad de Leandro con la mirada, pero su superior optó por perderse en su taza de café.

—Con el debido respeto, señor, yo siempre trabajo sola.

—Trabajará usted con Vargas. Sobre este punto no hay discusión posible.

—Por supuesto —convino Leandro ajeno a la mirada encendida de Alicia—. ¿Cuándo podemos empezar?

—Ayer.

A una señal del director, uno de sus agentes se aproximó a la mesa y le tendió un sobre abultado. Gil de Partera lo dejó sobre la mesa y se incorporó, sin ocultar sus prisas por estar en cualquier otro sitio que no fuese aquel salón comedor.

—Los detalles están todos en el dosier. Manténgame informado.

Estrechó la mano de Leandro y, sin dedicarle apenas una última mirada a Alicia, partió con paso firme.

Le vieron alejarse a través del gran salón comedor seguido de sus hombres y tomaron asiento de nuevo. Durante varios minutos permanecieron en silencio, Alicia mirando al vacío y Leandro rebanando meticulosamente un cruasán, untándolo de mantequilla y mermelada de fresa y luego degustándolo sin prisa, con los ojos cerrados.

—Gracias por el apoyo —dijo Alicia.

—No seas así. Tengo entendido que Vargas es un hombre de talento. Te gustará. Y a lo mejor aprendes algo.

—Qué suerte la mía. ¿Quién es?

—Un veterano del Cuerpo. Solía ser un peso pesado. Lleva un tiempo en la reserva, al parecer por diferencias de opinión con la Dirección General. Algo pasó, dicen.

—¿Un paria? ¿Tan poco valgo que no merezco ni una carabina de categoría?

—Categoría, la tiene, no lo dudes. Lo que ocurre es que su fidelidad y fe en el Movimiento se han puesto en cuestión más de una vez.

—No esperarán que yo le convierta.

—Lo único que esperan es que no hagamos ruido y les hagamos quedar bien.

—Delicioso.

—Podría ser peor —zanjó Leandro.

—¿Peor significa eso de invitar «a su viejo amigo», el tal Hendaya?

—Entre otras cosas.

—¿Quién es Hendaya?

Leandro desvió la mirada.

—Mejor que no lo tengas que averiguar.

Medió entre ambos un largo silencio, que Leandro aprovechó para servirse otra taza de café. Tenía la odiosa costumbre de beber el café sosteniendo el platillo de la taza con una mano bajo la barbilla y dando pequeños sorbos. En días como aquel, casi todas sus costumbres, que Alicia conocía de memoria, se le aparecían odiosas. Leandro reparó en su mirada y le dedicó una sonrisa paternal y benevolente.

—Si las miradas matasen —dijo.

—¿Por qué no le ha dicho al director que dimití hace dos semanas y que ya no estoy en el servicio?

Leandro dejó la taza sobre la mesa y se limpió los labios con la servilleta.

—No te quería avergonzar, Alicia. Me permito recordarte que no somos un club de juegos de mesa y que no se ingresa o cesa en el servicio presentando una simple solicitud. Hemos mantenido ya esta conversación varias veces y, si tengo que serte sincero, me duele tu actitud. Porque te conozco mejor de lo que te conoces a ti misma y por el gran aprecio que te tengo, te concedí un par de semanas de vacaciones para que descansaras y pudieses meditar sobre tu futuro. Entiendo que estés cansada. Yo también lo estoy. Entiendo que a veces lo que hacemos no es de tu agrado. Tampoco lo es del mío. Pero es nuestro trabajo y nuestro deber. Eso ya lo sabías cuando entraste.

—Cuando entré tenía diecisiete años. Y no fue por gusto.

Leandro sonrió como un maestro orgulloso ante el más brillante de sus discípulos.

—La tuya es un alma vieja, Alicia. Tú nunca has tenido diecisiete años.

—Quedamos en que lo dejaba. Ese fue el trato. Dos semanas no cambian nada.

La sonrisa de Leandro se enfriaba, como su café.

—Concédeme este último favor y luego podrás hacer lo que desees.

—No.

—Te necesito en esto, Alicia. No me hagas suplicar. Ni obligarte.

—Páseselo a Lomana. Seguro que se muere de ganas de hacer puntos.

—Ya tardaba en salir el tema. Nunca he entendido bien cuál es el problema entre Ricardo y tú.

—Incompatibilidad de caracteres —sugirió Alicia.

—Lo cierto es que Ricardo Lomana es el operativo que ofrecí en préstamo a la policía hace unas semanas, y que todavía no me han devuelto. Ahora me dicen que ha desaparecido.

—No caerá esa breva. ¿Dónde se ha metido?

—Parte del acto de desaparecer implica el no desvelar ese detalle.

—Lomana no es de los que desaparecen. Tiene que haber una razón para que no dé señales de vida. Ha encontrado algo.

—Eso pienso yo también, pero en la medida en que no tengamos noticias suyas solo podemos especular. Y eso no es para lo que nos pagan.

—¿Para qué nos pagan?

—Para resolver problemas. Y este es un problema muy grave.

—¿Y no podría yo desaparecer también?

Leandro negó. La miró largamente afectando un semblante dolido.

—¿Por qué me odias, Alicia? ¿No he sido un padre para ti? ¿Un buen amigo?

Alicia contempló a su mentor. Tenía un nudo en el estómago y no le llegaban las palabras a los labios. Había pasado dos semanas intentando apartarlo de su mente y ahora, al enfrentarse de nuevo a él, comprendía que sentada allí, bajo la gran cúpula del Palace, volvía a ser aquella adolescente infeliz que habría tenido todos los números para no llegar nunca a los veinte si Leandro no la hubiera sacado del pozo.

—No le odio.

—A lo mejor te odias a ti misma, a lo que haces, a quien sirves y a toda esta basura que nos rodea y que nos pudre por dentro un poco más cada día que pasa. Te entiendo porque yo también he pasado por ahí.

Leandro sonrió de nuevo, aquella sonrisa cálida que todo lo perdonaba, que todo lo comprendía. Posó la mano sobre la de Alicia y la apretó con fuerza.

—Ayúdame a solucionar este último asunto y te prometo que después podrás marcharte. Desaparecer para siempre.

—¿Así de simple?

—Así de simple. Tienes mi palabra.

—¿Cuál es el truco?

—No hay truco.

—Siempre hay truco.

—Esta vez no. Ni yo puedo retenerte a mi lado para siempre si tú no quieres estar conmigo. Por mucho que me duela.

Leandro le ofreció la mano.

—¿Amigos?

Alicia dudó, pero finalmente le ofreció la suya. Él se la llevó a los labios y la besó.

—Te voy a echar de menos cuando todo esto se haya acabado —dijo Leandro—. Y tú también a mí, aunque ahora no lo veas así. Tú y yo formamos un buen equipo.

—Dios los cría y el diablo los junta.

—¿Has pensado en lo que vas a hacer luego?

—¿Cuándo?

—Cuando seas libre. Cuando desaparezcas, como tú dices.

Alicia se encogió de hombros.

—No lo he pensado.

—Creí que te había enseñado a mentir mejor, Alicia.

—A lo mejor no sirvo para nada más —apuntó ella.

—Siempre has querido escribir… —sugirió Leandro—. ¿Una nueva Laforet?

Alicia esbozó una mirada de desinterés. El hombre sonrió.

—¿Escribirás sobre nosotros?

—No. Claro que no.

Leandro hizo un gesto afirmativo.

—No sería una buena idea, ya lo sabes. Nosotros operamos en la sombra. Sin ser vistos. Es parte del servicio que ofrecemos.

—Claro que lo sé. No hace falta que me lo recuerde.

—Lástima, porque habría tantas historias que contar, ¿verdad?

—Ver mundo —murmuró Alicia.

—¿Perdona?

—Lo que me gustaría hacer es viajar y ver mundo. Encontrar mi sitio. Si es que existe.

—¿Tú sola?

—¿Necesito a alguien más?

—Supongo que no. Para las criaturas como nosotros la soledad puede ser la mejor de las compañías.

—A mí ya me va bien.

—Un día de estos te enamorarás.

—Qué bonito título para un bolero.

—Más vale que vayas tirando. O mucho me equivoco o imagino que Vargas debe de estar esperando ahí afuera.

—Es un error.

—Esta injerencia me molesta más que a ti, Alicia. Está claro que no se fían. Ni de ti, ni de mí. Sé diplomática y no le asustes. Hazlo por mí.

—Siempre lo soy. Y yo no asusto a nadie.

—Ya sabes lo que quiero decir. Además, no vamos a competir con la policía. Ni lo vamos a intentar. Ellos tienen su investigación, sus métodos y su procedimiento.

—¿Qué hago entonces? ¿Sonreír y repartir peladillas?

—Quiero que hagas lo que tú sabes hacer. Que te fijes en lo que la policía no se va a fijar. Que sigas tu instinto, no el procedimiento. Que hagas todo aquello que la policía no va a hacer porque es la policía y porque no es mi Alicia Gris.

—¿Es eso un cumplido?

—Sí, y también una orden.

Alicia recogió el sobre con el dosier de la mesa y se incorporó. Al hacerlo, Leandro advirtió que se llevaba la mano a la cadera y que apretaba los labios para ocultar el dolor.

—¿Cuánto estás tomando? —preguntó.

—Nada en las dos últimas semanas. Un par de pastillas de vez en cuando.

Leandro suspiró.

—Ya lo hemos hablado muchas veces, Alicia. Ya sabes que no puedes hacer eso.

—Lo estoy haciendo.

Su mentor negó por lo bajo.

—Haré que te entreguen cuatrocientos gramos esta tarde en tu hotel.

—No.

—Alicia…

Ella se volvió y se alejó de la mesa sin cojear, mordiéndose la lengua y tragándose el dolor y las lágrimas de rabia.

El Laberinto de los Espíritus
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