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El autobús los dejó a las puertas del cementerio de Montjuic poco antes del mediodía. Daniel aupó a Julián en sus brazos y esperó a que Bea descendiese primero. Nunca hasta entonces habían llevado al niño a aquel lugar. Un sol frío había quemado las nubes y el cielo proyectaba una lámina de azul metálico que desentonaba con el escenario. Cruzaron las puertas de la ciudad de los muertos e iniciaron el ascenso. El camino que discurría por la ladera de la montaña bordeaba la parte antigua del camposanto, construida a finales del siglo XIX, y estaba flanqueado por mausoleos y tumbas de arquitectura melodramática que invocaban ángeles y espectros en extravagantes babeles, a mayor gloria de las grandes fortunas y las familias de la ciudad.
Bea siempre había detestado la ciudad de los muertos. Detestaba visitar aquel recinto en el que no veía nada más que una escenificación mórbida de la muerte y un amago de convencer a los aterrados visitantes de que la alcurnia y el buen nombre se mantenían hasta en la oscura eternidad. Deploraba la idea de que un ejército de arquitectos, escultores y artesanos hubieran vendido su talento para construir una suntuosa necrópolis y poblarla de estatuas donde espíritus de la muerte se inclinaban a besar la frente de infantes de antes de los tiempos de la penicilina, donde doncellas espectrales quedaban atrapadas en conjuras de eterna melancolía y donde ángeles desconsolados lloraban tendidos sobre lápidas de mármol la pérdida de algún indiano carnicero que había hecho fortuna y gloria en la trata de esclavos y el azúcar ensangrentado en las islas del Caribe. En Barcelona, hasta la muerte se vestía de domingo. Bea detestaba aquel lugar, pero nunca se lo podría decir a Daniel.
El pequeño Julián contemplaba todo aquel carnaval dantesco con ojos abiertos como platos. Señalaba las figuras y las estructuras laberínticas de los panteones con una mezcla de temor y de asombro.
—Son solo estatuas, Julián —le dijo su madre—. No te pueden hacer nada porque aquí no hay nada.
Tan pronto como pronunció estas palabras se arrepintió. Daniel no dio muestras de haberlas oído. Apenas había despegado los labios desde que había vuelto a casa de madrugada sin dar explicaciones de dónde había estado. Se había tendido a su lado en la cama en silencio pero no había dormido ni un minuto.
Al alba, cuando Bea le preguntó qué le pasaba, Daniel la observó sin decir nada. Luego la desnudó con rabia. La tomó a la fuerza, sin mirarla a la cara, sujetándole los brazos por encima de la cabeza con una mano y abriéndole las piernas con la otra sin contemplaciones.
—Daniel, me estás haciendo daño. Para, por favor. Para.
Él ignoró sus protestas y la embistió con una furia que Bea no recordaba hasta que ella liberó las manos y le clavó las uñas en la espalda. Daniel gimió de dolor y ella le empujó a un lado con todas sus fuerzas. Tan pronto como se hubo librado de él, Bea saltó del lecho y se cubrió con una bata. Quiso gritarle, pero contuvo las lágrimas. Daniel se había encogido en un ovillo sobre la cama y evitaba sus ojos. Bea respiró hondo.
—No vuelvas a hacer eso, Daniel. Nunca. ¿Me has entendido? Mírame a la cara y responde.
Él alzó el rostro y asintió. Bea se encerró en el baño hasta que oyó la puerta del piso. Daniel regresó una hora después. Había comprado flores.
—No quiero flores.
—Había pensado en ir a ver a mi madre —dijo Daniel.
Sentado a la mesa y sosteniendo un tazón de leche, el pequeño Julián observó a sus padres y detectó que algo no andaba bien. Se podía engañar a todo un mundo, pero nunca a Julián, pensó Bea.
—Entonces iremos contigo —replicó.
—No hace falta.
—He dicho que iremos contigo.
Al llegar al pie del montículo sobre el que se abría una balaustrada que miraba al mar, Bea se detuvo. Sabía que Daniel quería visitarla a solas. Este hizo amago de entregarle a Julián, pero el niño se resistió a abandonar los brazos de su padre.
—Llévale contigo. Yo os esperaré aquí.