6
Hay quien nace sin suerte, se dijo. Años soñando con poder tenerla en sus brazos y cuando lo conseguía la escena era la más triste de cuantas Fernandito hubiera podido imaginar. La sostuvo acariciándole suavemente la cabeza mientras se tranquilizaba. Fernandito no sabía qué más hacer o decir. Nunca la había visto así. De hecho, nunca la había imaginado así. En la fantasía que el chico había consagrado en el altar particular de sus anhelos adolescentes, Alicia Gris era indestructible y dura como un diamante que todo lo cortaba. Cuando al fin dejó de sollozar y alzó el rostro, Fernandito se encontró con una Alicia quebrada, los ojos enrojecidos y una sonrisa tan débil que parecía que iba a romperse en mil pedazos en un instante.
—¿Se encuentra mejor? —musitó.
Alicia le miró a los ojos y, sin aviso, le besó en los labios. Fernandito, que sintió fuegos y picores prendiendo en diversas áreas de su anatomía y un atontamiento general apoderándose de su cerebro, la detuvo.
—Señorita Alicia, creo que esto no es lo que quiere usted hacer ahora. Está confundida.
Ella bajó la cara y se relamió los labios. Fernandito supo que recordaría aquella imagen hasta el día de su funeral.
—Perdona, Fernandito —dijo incorporándose.
Él se levantó a su vez y entonces le ofreció una silla, que Alicia aceptó.
—Esto que quede entre nosotros, ¿vale?
—Claro —dijo él, pensando que de haberlo intentado tampoco hubiera sabido qué contar ni a quién.
Alicia miró a su alrededor y detuvo la mirada en una caja con botellas y comestibles anclada en mitad del comedor.
—Es el pedido —explicó Fernandito—. Se me ha ocurrido que era mejor volver con la compra por si estaba el señor de antes.
Alicia sonrió y asintió.
—¿Qué te debo?
—Invita la casa. No tenían Peralada, pero le he traído un Priorato que Manolo dice que está buenísimo. Yo de vino no entiendo. Aunque si me permite la sugerencia…
—No debería beber tanto. Ya lo sé. Gracias, Fernandito.
—¿Puedo preguntarle qué ha pasado?
Alicia se encogió de hombros.
—No estoy segura.
—Pero está mejor, ¿verdad? Diga que sí.
—Mucho mejor. Gracias a ti.
Fernandito, que dudaba de aquellas palabras, se limitó a asentir.
—La verdad es que había venido a explicarle lo que he averiguado —dijo.
Alicia, confusa, le miró inquisitivamente.
—Sobre el tipo ese al que me dijo que siguiera —aclaró—. ¿Sanchís?
—Me había olvidado de eso. Por desgracia creo que llegamos tarde.
—¿Lo dice por lo de la detención?
—¿Has visto cómo le detenían?
Fernandito hizo un gesto afirmativo.
—Esta mañana, temprano, me he plantado frente a sus oficinas en el paseo de Gracia, como usted me dijo. Había por allí un abuelillo simpático, un pintor callejero, que al verme vigilar la entrada me ha dado recuerdos para el capitán Vargas. ¿Trabaja él también para usted?
—Es un operativo independiente. Artistas. ¿Y qué ha pasado?
—A Sanchís le he reconocido porque ha salido muy trajeado y el pintor me ha confirmado que en efecto se trataba del sujeto en cuestión. Se ha subido a un taxi y le he seguido con la Vespa hasta la Bonanova. Vive en una casa de la calle Iradier, de esas que tiran de espaldas. Debe de tener buen ojo para los negocios, porque el barrio es fino, fino y la casa…
—Tiene buen ojo para los casamientos —dijo Alicia.
—Ya. Quién lo pillara. El caso es que al poco de llegar se han presentado un coche y una furgoneta de la policía y se ha bajado una tropa. Lo menos eran siete u ocho. Primero han rodeado la casa y luego uno de ellos, que iba hecho un dandi, ha llamado a la puerta.
—Y a todo eso ¿tú dónde estabas?
—A cubierto. Al otro lado de la calle hay un caserón en obras donde es fácil esconderse. Ya ve que tomo precauciones.
—¿Y entonces?
—A los pocos minutos han sacado a Sanchís esposado y en mangas de camisa. Protestaba, pero uno de los policías le ha dado con una porra detrás de las rodillas y se lo han llevado a rastras hasta la furgoneta. Los iba a seguir, pero me ha dado la impresión de que uno de los agentes, el que iba tan bien vestido, miraba hacia el caserón y me veía. La furgoneta se ha ido a toda prisa, pero el coche se ha quedado, aunque lo han movido a unos veinte metros, hasta la otra esquina de la calle Margenat, para que no se pudiera ver desde la casa. Por si las moscas, he decidido quedarme allí, escondido.
—Bien hecho. En situaciones así, nunca te expongas. Si pierdes el rastro, lo pierdes. Mejor eso que el cuello.
—Eso he pensado. Mi padre siempre dice que se empieza perdiendo el trasero y se acaba perdiendo la cabeza.
—Sabias palabras.
—El caso es que empezaba a ponerme nervioso y me estaba planteando irme de allí cuando un segundo coche se ha acercado a la puerta de la casa. Un Mercedes imponente. Se ha bajado un tipo de lo más raro.
—¿Raro?
—Llevaba una especie de máscara, como si le faltara media cara o algo así.
—Morgado.
—¿Le conoce?
—Es el chófer de Sanchís.
Fernandito asintió, entusiasmado de nuevo por los misterios de su adorada Alicia.
—Ya me ha parecido. La indumentaria era de alguien así. El caso es que ha descendido del coche y ha entrado en la casa. Un rato después ha salido otra vez, esta vez en compañía de una mujer.
—¿Cómo era la mujer?
—Joven. Como usted.
—¿Te parezco yo joven?
Fernandito tragó saliva.
—No me despiste. Era joven, como le digo. No más de treinta años, pero vestida como si fuera mayor. De señorona rica. Como no sabía quién era, le he puesto un apodo técnico: Mariona Rebull.
—No ibas desencaminado. Su nombre es Victoria Ubach, o Sanchís. Es la esposa del banquero detenido.
—Ya tenía pinta, ya. Estos facinerosos siempre se casan con una mucho más joven y mucho más rica.
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
—Yo no valgo para eso. Volviendo a los hechos: los dos han subido al Mercedes. Ella iba delante, con el chófer, y eso me ha parecido raro. Tan pronto como han emprendido la marcha, el otro coche de la policía ha empezado a seguirlos.
—Y tú detrás.
—Por supuesto.
—¿Hasta dónde los has seguido?
—No muy lejos de allí. El Mercedes se ha metido por un montón de calles estrechas y señoriales, de esas que huelen a eucalipto y por las que solo se ven andando a chachas y jardineros, hasta llegar a la calle Cuatro Caminos y de allí a la avenida del Tibidabo, donde no se me ha tragado el tranvía azul porque Dios no lo ha querido.
—Tendrías que llevar casco.
—Tengo uno de soldado americano que compré en Los Encantes. Me queda que ni pintado. Le he puesto con rotulador gordo Private Fernandito, que en inglés no significa privado sino…
—Al grano, Fernandito.
—Disculpe. Los he seguido avenida del Tibidabo arriba, hasta donde acaba la ruta del tranvía.
—¿Iban a la parada del funicular?
—No. El chófer y la señora… Ubach han continuado por la calle que la rodea y se han metido con el coche en la casa que está en ese montículo justo encima de la avenida, la que parece un castillo de cuento de hadas y se ve desde casi todas partes. Debe de ser la casa más bonita de toda Barcelona.
—Lo es. El Pinar, se llama —dijo Alicia, que recordaba haberla visto mil veces de niña cuando salía del Patronato Ribas los domingos y se había imaginado viviendo en ella en compañía de una biblioteca infinita y una visión nocturna de la ciudad a sus pies como una alfombra de luces encantada—. ¿Y la policía?
—En el coche de la policía iban dos matones chusqueros que ponían cara de perro pachón. Uno de ellos se ha apostado a la puerta de la casa y el otro ha entrado en el restaurante La Venta a llamar por teléfono. He estado esperando allí cerca de una hora y no se ha producido movimiento alguno. Al final, cuando uno de los agentes me ha echado una mirada que no me ha gustado, me he venido para contarle lo que había pasado y aguardar sus órdenes.
—Has hecho un trabajo formidable, Fernandito. Tienes madera para esto.
—¿Usted cree?
—De private Fernandito te voy a ascender a corporal.
—Y eso ¿qué significa?
—Tira de diccionario, Fernandito. Al que no aprende idiomas el cerebro se le convierte en puré de coliflor.
—Lo que usted no sepa… ¿Cuáles son sus instrucciones entonces?
Alicia pensó unos segundos.
—Quiero que te cambies de ropa y te pongas una gorra. Luego regresas allí y vigilas. Pero deja la moto aparcada más lejos, no vaya a ser que el policía que te ha mirado la reconozca.
—La dejaré al lado de La Rotonda y me subiré en tranvía.
—Buena idea. Luego intenta ver qué pasa dentro de la casa, pero sin asumir ningún riesgo. Ninguno. A poco que te parezca que alguien te reconoce o se fija en ti más de la cuenta, te largas a escape. ¿Me has entendido?
—Perfectamente.
—En un par o tres de horas vuelve por aquí y me cuentas.
Fernandito se incorporó, listo para reintegrarse al deber.
—Y entretanto ¿usted qué va a hacer? —preguntó.
Alicia hizo un gesto que parecía dar a entender que iba a hacer un montón de cosas o ninguna.
—No irá a cometer una tontería, ¿verdad? —dijo Fernandito.
—¿Por qué dices eso?
El chico la miró con cierta consternación desde la puerta.
—No sé.
Esta vez Fernandito descendió la escalera a paso normal, como si cada peldaño le supiese a remordimiento. Ya a solas, Alicia guardó de nuevo el cuaderno de Isabella en la caja de debajo del sofá. Fue al baño y se lavó la cara con agua fría. Se desprendió de la ropa que llevaba y abrió el armario.
Seleccionó un vestido negro que, como Fernandito hubiera dicho, parecía salido del guardarropa de Mariona Rebull en una de sus noches de palco en el Liceo. Cuando Alicia cumplió los veintitrés, la edad a la que había muerto Isabella Gispert, Leandro le había dicho que le regalaría lo que quisiera. Ella le había pedido aquel vestido, que desde hacía dos meses admiraba en una boutique de la calle Rosellón, y unos zapatos franceses de ante a juego. Leandro se había gastado una fortuna sin rechistar. La vendedora, que no sabía ni se atrevía a preguntar si Alicia era la hija o la querida, le dijo que pocas mujeres podían vestir una pieza así. Al salir de la boutique, Leandro la llevó a cenar a La Puñalada, donde casi todas las mesas estaban ocupadas por aquello que caritativamente se denomina hombres de negocios, que se relamieron como gatos hambrientos al verla pasar para luego mirar con envidia a Leandro. «Te miran así porque creen que eres una furcia de lujo», dijo Leandro antes de brindar a su salud.
No se había vuelto a poner ese vestido hasta aquella tarde. Mientras dibujaba su personaje frente al espejo, perfilándose los ojos y acariciando su boca con el lápiz de labios, Alicia sonrió. «Eso es lo que eres, al fin y al cabo —se dijo—. Una furcia de lujo».
Al salir a la calle decidió que iba a pasear sin rumbo, aunque en el fondo sabía que Fernandito tenía razón y que, tal vez, en realidad iba a cometer una tontería.