Carta de Alicia

Me llamo Alicia. Aunque en esta historia yo soy lo de menos. Sólo pretendo ser un vehículo, un altavoz, una suerte de guía, para transmitiros un legado, el legado de personas sabias, de investigadores y científicos que han tenido la osadía de romper barreras, de superar los límites heredados o las imposiciones del pensamiento rígido y descubrirnos avances y nuevos conocimientos científicos que creíamos imposibles. Son los sabios que se han atrevido a ir más allá, para reivindicar el protagonismo de las emociones, de la intuición y de nuestro inconsciente, en definitiva, para acercarnos un poco más a la verdad —mi nombre, en griego— y al futuro.

Las emociones han sido desde siempre esas grandes postergadas, pero forman parte de lo que somos, de nuestra realidad, y marcan nuestro aprendizaje, nuestra forma de relacionarnos, nuestra manera de caminar por la vida, son las que rigen en buena medida nuestras reacciones y nuestra conducta.

Gracias a estos hombres y mujeres valientes, las fronteras entre emoción y razón, entre conocimiento intuitivo y conocimiento racional, se han difuminado. Gracias a ellos, ahora sabemos que las emociones son más importantes de lo que nos querían hacer creer, que éstas conmueven a la gente y determinan la mayor parte de nuestra conducta. Sabemos mucho más acerca del poder real de la intuición, auténtica fuente de conocimiento, de los resortes de la felicidad y de la creatividad —a menudo insospechados—, o de la inmensa capacidad de la memoria, esa gran traicionera. De la importancia de la interacción social para todos nosotros, a pesar de que en algunos seres humanos ésta se muestre disminuida.

Gracias a ellos sabemos más, bastante más, de nosotros mismos. Y eso nos ayuda a caminar con mayor seguridad por este camino que es nuestra vida, a veces plácido, pero a menudo tumultuoso, agitado por emociones tóxicas —y también por relaciones que lo son—, por convulsiones emocionales como la soledad, esa enfermedad que padecen uno de cada diez seres humanos y que es la antesala de la depresión, el estrés o los celos, que comprometen nuestra felicidad y, sobre todo, nuestro equilibrio.

Ellos abren caminos para un futuro más esperanzador, nos franquean algunas puertas de la mente y del alma, nos liberan del corsé de la predestinación genética —la plasticidad del cerebro y las nuevas técnicas neurocientíficas permiten ser optimistas—, nos ayudan a corregir y a mejorar. Porque la ciencia debe servir para eso: para mejorar la calidad de vida de las personas, para ayudar. Y, en parte, para que eso sea así, debe divulgarse, debe llegar a la gente. Eso pretendo con este relato, sin duda insuficiente, pero cargado de buena voluntad.

Neurocientíficos como Antonio Damasio, Richard Davidson, Gero Miesenböck, Pierre Magistretti o Hidehiko Takahashi; veterinarios como David Bainbridge; antropólogos como David Lagunas; cosmólogos como Paul Steinhardt; el psiquiatra y especialista en autismo Simon Baron-Cohen, o el gran educador Ken Robinson, entre tantos otros, me enseñaron que la salud depende de los niveles de felicidad, una felicidad que no está necesariamente donde uno espera que esté. Que la salud física es el primer requisito para la salud mental. Que el sentido de ciertas emociones negativas, como el miedo, la tristeza, la ira, el asco o el desprecio, es plenamente evolutivo. Que nuestra manera de evaluar la realidad que nos rodea depende en buena medida de nuestro estado de ánimo. Que los circuitos cerebrales del amor son innatos. Que nuestro inconsciente es una fuente incesante de sorpresas, «un mar inacabable», como decía mi amigo y maestro, el Gran Sabio. Que, en ocasiones, creatividad, genialidad y trastorno mental pueden ir de la mano… Tantas ideas para compartir, para ayudar, para crecer.

Éste es un libro que funde la borrosa frontera entre la emoción y la razón, y que, rompiendo convenciones artificiosas, se atreve a contar las más rigurosas teorías y descubrimientos científicos de la mano de una historia emocionante, incluso intrigante en muchos momentos. Ésta es, en definitiva, una historia sobre la vida y sobre la ciencia, la narración de mi aprendizaje junto a algunas personas sabias e inquietas, y, también, de los años que compartí junto a un divulgador impenitente, un hombre que trató de que la sabiduría de todos los anteriores llegara de verdad a donde tiene que hacerlo: a la mente y los corazones de la gente de a pie, más allá de los laboratorios, las universidades y las revistas científicas. Algunos lo llamaron el Gran Sabio. Para mí fue simplemente Luis.

Os invito a entrar conmigo en la arqueología de las emociones, a romper juntos el silencio de lo que nos pasa por dentro, al menos en parte. A conocernos un poco más para tratar de ser más felices. Encontraréis en estas páginas algunas respuestas, pero, como siempre, hay más preguntas sin respuesta que con ella. Habrá que seguir investigando, aprendiendo, dudando, errando una y otra vez hasta dar con la respuesta adecuada. Porque la realidad siempre, absolutamente siempre, supera a la ficción. Pero la ficción, a menudo, es tan sólo la cara oculta de la realidad.

El sueño de Alicia
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