De políticos y psicópatas

Todo el mundo acepta hoy que, como mínimo, el promedio de psicópatas en la población mundial no es inferior al 1 por ciento. En algunas categorías, como la de presidiarios, el porcentaje puede alcanzar el 11 por ciento. No se sabe el lugar que ocupan entre la clase política, ni entre los profesionales de la bolsa —a quienes se atribuye el ímpetu especulador—, pero sí se conocen muy bien las peculiaridades de los psicópatas como colectivo social, lo que permitiría indagar sobre el origen de la crisis, por ejemplo. Precisamente de esas cuestiones se dispuso a hablarle Maggie a Jimena.

—Por lo que oigo en el taxi, cuando se habla de psicópatas la mayoría apuntan a rasgos bien conocidos de la clase política o de los mercaderes de la bolsa: verborrea y gran capacidad de seducción, voluntad manipuladora, insensibilidad, tendencia a mentir, falta de remordimientos… ¿No crees que todo eso define a un psicópata? ¿Y que son esos comportamientos los culpables de habernos sumido a todos en esta catastrófica crisis? —intervino, enérgica, Maggie.

—El descenso en picado en la estima popular no es un dato a su favor, desde luego, pero nadie puede desde mi ventana corroborar que otros vientos y temperaturas no contribuyan a la dirección precisa de las olas. O para utilizar otra frase consabida, bien arraigada en el pensamiento científico: «Lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo». Que quiere decir que no podemos meterlos a todos en el mismo saco, ni mucho menos.

—Bueno, ya te has pertrechado de todas las salvaguardas posibles; es como si escribieras un artículo en una de vuestras revistas especializadas en lugar de hablarme sencilla y claramente. Lo que yo quiero saber es si hay más psicópatas entre los políticos que entre los taxistas —la interrumpió Maggie.

—Resulta que los psicópatas comparten rasgos con algunos miembros de los sectores a los que tú apuntas, desde luego. Los psicopáticos intentan aparentar lo que no son, aunque no son ni normales ni afables. La procedencia social suele colocarse ligeramente por encima del promedio.

—Como los políticos —se apresuró a subrayar Maggie.

—Su propia profesión requiere una cierta simpatía, pero el ciudadano corriente tiene razón de desconfiar de las personas extremadamente afables. La experiencia del trato con psicópatas demuestra —añadió Jimena— que esa amabilidad suele esconder intenciones nada normales, a menudo más bien perversas, que tienen que ver con las ansias de poder.

—Sí, los psicópatas adoran mandar. Y les encanta ganar —complementó el cuadro Maggie recordando a su padre.

Para los ilusos, la política consiste en seguir conspirando, mientras que para los políticos de verdad el objetivo debe ser centrarse en la formación y adquisición de los instrumentos necesarios para conseguir un día el poder.

—Seguramente por eso encuentras una mayoría de ellos en la copa del árbol —remató la taxista en voz baja.

—Cuanto más arriba subes, más plagado está el espacio de psicópatas, es cierto —sugirió la psicóloga argentina—. Con un matiz: nunca muestran el menor sentido de culpa.

—Mi padre tampoco dio nunca muestras de ninguna ansiedad o de sentimiento de culpa. ¡Era tan distinto de los padres de mis compañeros de clase!

—Ni el padre de mi hija —le confesó Jimena—. Podía cabrearse, pero nunca expresar un sentimiento de culpa. El ciudadano corriente puede tener la tranquilidad de que una persona ansiosa o con un sentimiento de culpabilidad arraigado no se va a comportar jamás como un psicópata, entre otros motivos porque éste no sabe qué es experimentar un sentimiento de culpa. Tampoco es extraño que den muestras de egocentrismo todo el rato. Para el psicópata nada existe fuera de uno mismo. El Yo ocupa todo el universo, y lo que siempre les ha caracterizado es la erosión total del sentimiento de empatía referido a los demás. «Yo hice tal cosa…», «Yo evité la catástrofe…», «Yo soy imprescindible». Yo, yo y yo. Mi, me, yo, conmigo. No sirve de nada, o de muy poco, interrumpir su conversación preguntándole: «Oiga, por favor, eso que dice, ¿ha podido comprobarlo?».

—Me acuerdo de la cantidad de veces que he pensado lo mismo sin saber expresarlo con palabras. Nunca había escuchado tan sencillamente lo que les pasaba por dentro —suspiró Maggie.

—Siguiente punto a tener en cuenta —prosiguió Jimena como si se tratara de una clase, aunque en realidad estuvieran dentro de un taxi, detenidas frente al rojo interminable de un semáforo—. Los psicópatas son incapaces de generar una relación duradera de amistad. No es que sean malos; es que son así. La atención centrada en una sola persona quiere decir que sólo se ocupan de su propia mentalidad, pensamientos o propósitos; la apertura a otros, en cambio, como nos pasa a ti o a mí, quiere decir que se tiene muy presente lo que están pensando los demás al mismo tiempo.

—¿Y qué pasa con sus emociones? Mi madre inmóvil en su silla, mientras padre nos ponía al rojo vivo. ¿De verdad no sentía nada?

—Los psicópatas —prosiguió Jimena— no pueden citarse como ejemplo del buen funcionamiento de las emociones, entre otras cosas por su ausencia total de empatía, porque les trae sin cuidado el impacto de su conducta sobre los demás y porque, estando en gran parte el futuro diseñado por el torbellino emocional, son incapaces de planificarlo —concluyó Jimena.

Los ciudadanos de a pie, como Maggie, tienen más indicadores ahora que en el pasado de aquellos defectos o virtudes característicos de los psicópatas. Y si se enfrentan a algún indicio de una conducta que pudiera dar curso a sospechas, deberían adoptar medidas que permitan protegerse. Pero salvo el gran especialista en psicópatas Robert Hare, nadie quedará a salvo de la serpiente trajeada, o del ladrón que en un barrio popular de un país del Tercer Mundo sorprendió a una mujer, arrancándole un grito de dolor tras cortarle un dedo para robarle el anillo. Y esa conducta, en el fondo, es la misma que tienen muchos políticos que aceptan, consienten o promueven el brutal recorte del estado del bienestar que estamos viviendo, a sabiendas de que ellos han prevaricado, traficado con influencias o directamente robado, y con pleno conocimiento de que su soberbia y desfachatez arruina vidas y destroza hogares. Sin remordimientos. Psicopatía en estado puro.

El sueño de Alicia
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