Detrás está la biología
Un trabajo de investigación realizado por científicos de la Universidad de California y de la Universidad de Chicago (Estados Unidos) ha demostrado cómo la soledad afecta a los leucocitos, un tipo de células del sistema inmune. Es sorprendente que el sistema inmunitario sea susceptible de activar ciertos genes a raíz de un desafío personal de orden social. Ya caben pocas dudas de que el aislamiento social y la soledad incrementan el riesgo de padecer enfermedades inflamatorias y alteraciones del sistema inmunitario.
Los investigadores han podido constatar que las personas que se sienten solas producen más proteínas relacionadas con la inflamación. Y los estados de inflamación crónica están asociados con numerosas patologías, como la diabetes de tipo 2, determinadas enfermedades coronarias, la artritis y el alzhéimer. ¿Podía alguien haber imaginado hace sólo una década un poder de prescripción tan específico como éste para un estado de ánimo tan indefinido entonces como la soledad?
A lo largo de la historia, la soledad y su subproducto, la tristeza, fueron los rasgos adalides de los jóvenes más creativos. El propio Aristóteles afirmaba cuatrocientos años antes de nuestra era que «todos los hombres que alcanzaron la excelencia en filosofía, poesía, artes y política, incluidos Sócrates y Platón, eran enfermos de melancolía». En pleno romanticismo, la creatividad estaba vinculada a la tristeza y a la soledad. Cuanto más huraña, maleducada, introvertida o solitaria era una persona, más potencial creativo parecía esconderse tras ella. Se ha citado en ese sentido a sabios como Descartes, Newton, Locke, Pascal, Spinoza, Kant, Leibniz, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard o Wittgenstein; supuestamente ninguno de ellos se casó, y la mayoría de ellos vivieron solos casi toda su vida. Y lo mismo ocurrió en el siglo XX con las mentes más singulares y creativas.
Lo cierto es que recientemente algunos estudios científicos han demostrado que el cerebro de las personas muy creativas se parece al de los esquizofrénicos en algunos aspectos. Una de las similitudes es que ambos grupos tienen menos receptores D2 en el tálamo, que es la estructura neuronal que sirve para filtrar la información que llega a la corteza cerebral (el área responsable entre otras cosas del pensamiento racional). Tener menos receptores D2 en el tálamo significa que existe un menor filtrado de la información, es decir, que pasa más información a la corteza. Ello podría explicar la habilidad de las personas muy creativas para resolver problemas a partir de razonamientos muy poco comunes y, por otra parte, justificaría las asociaciones estrambóticas de los enfermos mentales. Algunos estudios incluso van más allá y hablan de una variación en un gen que codifica una proteína fundamental para el desarrollo de la conexión cerebral entre el tálamo y la corteza, asociada con una mayor susceptibilidad para padecer esquizofrenia y otros desórdenes mentales, que estaría también presente en aquellas personas con altas dosis de creatividad.
Estas investigaciones explicarían, además, por qué ciertas variaciones genéticas habrían sido seleccionadas a lo largo de la evolución a pesar de estar asociadas con problemas de salud adversos, ya que proporcionarían también efectos beneficiosos relacionados con el pensamiento creativo.
El cambio de mentalidad se produjo en el siglo XXI, cuando los profesionales de la ciencia empezaron a airear que la salud física, en contra de lo que se había pensado hasta entonces, era un requisito indispensable de la salud mental, y que un armazón físico deleznable invitaba a las perturbaciones mentales. Una buena salud física, empezaron a decir los mejores nutricionistas —médicos especialistas en nutrición clínica—, depende del ejercicio físico regular y del cuidado de la dieta. Costó décadas conseguir que el gran público entendiera como terapéuticas esas dos prescripciones, pero al final se incrustaron en el quehacer cotidiano.
«Borrón y cuenta nueva», ésa fue la decisión fulgurante de Alicia. Ya separada de Julio, asumió su realidad y se volcó de lleno, una vez más, en el aprendizaje y el estudio, en seguir progresando en lo interno y en lo externo. Fue sin lugar a dudas el período más productivo de toda su vida: por primera vez no sólo se dedicó a contemplar y vivir en cierto modo a remolque, sino que pudo dedicarse a su verdadera vocación: profundizar en la estrategia necesaria para compartir el conocimiento con los demás, sustentado en el esfuerzo incansable de uno mismo.