Tres veces te engañé. Tres veces te engañé. Tres veces te engañé.
¿Qué pasaba por las entrañas del público para dejarse embriagar por el castigo del engaño, anunciado a voz en grito? Le interesaban en exclusiva este tipo de mecanismos internos, al igual que el misterioso silencio de los indígenas merodeando por las barrancas, allá en su infancia brasileña; ellos eran los primeros testigos de lo que le pasaba por dentro.
Ovidio trabajaba, primordialmente, para una productora de cine norteamericana, cosa que le impedía vivir en un lugar fijo. Acababa de terminar el rodaje de una película cantinflera en Jalisco que no le había dejado indiferente, sobre todo la vertiente cómica del estilo de «no ser claro» del personaje de Cantinflas. El estilo en cuestión ya había dado pie en su día a la creación de un neologismo, «cantinflear», para designar ese hablar que no busca decir nada, sino confundir y enredar. La grosería y la picardía de Cantinflas, un «pelado», hacia los políticos, los ricos o los policías, el desafío a la autoridad a través del juego de palabras, se asocia desde hace mucho con la identidad nacional mexicana.
Alicia sonreía al recordar lo mucho que le gustaba a Luis el humor de cómicos como José Mota, y lo mucho que lamentaba que no se hubiera vinculado a la identidad nacional española en lugar del lenguaje enconado y atrabiliario de la clase política. Hay un secreto que debería transmitirse a los científicos, desde luego, y al público en general: que la felicidad no está necesariamente donde uno espera que esté. ¿Y dónde se supone que está? Igual que dicen los humoristas: «Depende».
Luis pensaba que en los años venideros lo que iba a conmover al mundo sería algo muy concreto e inesperado: un torpedo que provocaría la destrucción paulatina del dogmatismo, a raíz de la revolución cuántica de comienzos del siglo XX. Porque incluso grandes pensadores como Newton habían sido dogmáticos en el buen sentido de considerar que ellos podían prever lo que iba a ocurrir en el futuro por la sencilla razón de que eran lo suficientemente inteligentes para estudiar a fondo el preámbulo; en otras palabras, su extraordinaria inteligencia los convencía de que serían capaces de explorar a fondo todas las causas de lo que iba a ocurrir.
Por ello, Newton y todos los sabios coincidían con los poco dotados en el sentido de que ambos podían describir el futuro. Si conocías las causas, podías prever los efectos. Y si eras un dogmático, si no cambiabas de opinión ni a la de tres, nada te haría cambiar de opinión sobre lo que venía.
Había otra razón por la que Luis comulgaba con otra tesis de los humoristas. ¿Se han dado cuenta de la cantidad de gente que todos los días anda por la escuela, la empresa o, sencillamente, por la calle sin una sonrisa? ¿Se han percatado de la muchedumbre convencida de que es posible innovar sin entretener o distraer a la gente? Son personas que no han aceptado todavía que el gran cambio de este siglo y el que viene consiste en saber conciliar entretenimiento y conocimiento. Los que no sepan conciliar en el futuro entretenimiento y conocimiento, en la universidad o en el trabajo, no conseguirán nunca que despegue la innovación productiva alrededor suyo.
Faltaban pocos días para emprender viaje a Estados Unidos para rodar, esta vez, dos entrevistas a grandes científicos para un canal internacional de televisión, una ocasión perfecta para romper con el cascarón heredado. Alicia sentía que ya era hora de que alguien la sacara de la cazuela para poder atisbar, por fin, el resto del universo. Aunque fuera sin amor.
La grabación de la entrevista con el físico y cosmólogo de la universidad de Princeton, Paul Steinhardt, autor del libro Endless Universe: Beyond the Big Bang, constituía el primer cometido de aquel viaje improvisado. Conocerlo trastocó la mente a Alicia y ésta nunca más recuperó el dominio de antaño sobre sí misma, sus certezas; después de haber escuchado a Steinhardt, supo que si la textura del universo se trastocó en un momento dado —hace unos trece mil millones de años—, ¿cómo no iba a ser ese dominio o esa textura no menos incierta a nivel de una sola persona? Se le pegó la dosis de incertidumbre que solía envolver la realidad fuera de las haciendas de su país.
Un cerebro privilegiado como el de Paul Steinhardt le iba a demostrar con pelos y señales que todo lo que ocurría en el universo era puro reflejo súbito, que no reflexivo, en lugar de pensado racionalmente. Eso es precisamente lo que ella había intuido siempre pero, por primera vez en su vida, una mente destacada del mundo científico le daba la credibilidad necesaria a esa presunción, que nunca habría podido soñar por sí sola.
Los encargados de producción habían preparado minuciosamente el set-up para la conversación, que se iba a grabar en el propio despacho de Paul Steinhardt. Ovidio, que ejercía también las funciones de realizador, se había esmerado en que el background elegido para el famoso cosmólogo fuera la biblioteca repleta de libros, detrás de su mesa de trabajo. El segundo cámara enfocaba al periodista con un fondo menos atractivo. Alicia había recibido el encargo de impedir ruidos en el pasillo y, sobre todo, la entrada imprevista de algún estudiante o profesor despistado. Se dieron instrucciones para que todos apagaran sus móviles: ¡silencio!, gritó el realizador, y luego ¡acción! tras claquear las manos delante de la cámara.
—¿Quiere decir, profesor —abundó el entrevistador norteamericano al poco rato de iniciado el encuentro—, que la fuerza gravitatoria de la materia oscura, que todo lo inunda, es repulsiva en lugar de alentar, como antes, la atracción de la materia? ¿De verdad no sólo se repelen las partículas de la materia, sino que están consiguiendo que el universo se estire, se separe, que se acelere la expansión, de manera que el universo se está convirtiendo en algo cada vez más vacío? ¿Ése es el futuro?
Lo que científicos como Steinhardt sugerían constituía, ni más ni menos, la única explicación del repentino interés popular por los temas científicos. No sólo cambiaban las cosas, sino las explicaciones de por qué cambiaban; a la gente le sorprendía pero adoraba este desconcierto. ¿Por qué un ensayo ideado por un científico se vendía, súbitamente, como una novela o libro de ficción? Los propios editores se resistían a igualar sus tiradas de ensayos al nivel de los libros de ficción, porque no acababan de entender la razón última del interés popular por ideas que habían acaparado hasta entonces sólo la atención de minorías sucesivas.
Y es que muchas de las intuiciones que viajaban por el inconsciente de la gente estaban ahora siendo comprobadas por la ciencia; se daba credibilidad científica a lo que hasta entonces había sido una pura quimera o suposición popular: que pudo haber varios comienzos de universos distintos; que la materia se atraía primero y luego se repelía; que la salud física era prerrequisito indispensable de la salud mental…, «Mens sana in corpore sano», decían los griegos; que hay vida antes de la muerte, al ser posible analizar ahora los parámetros que explican la triplicación de la esperanza de vida; que la felicidad está en la sala de espera de la felicidad; que la belleza es la ausencia de dolor, reflejada por un rostro sin huella de enfermedades pasadas; que el llamado pensamiento racional ocupa un lugar irrisorio en el cerebro, comparado con el pensamiento inconsciente; que si se dividiera toda la Historia del universo en tres actos, se estaría ahora presenciando el segundo acto y seguiríamos sin saber, a ciencia cierta, lo que pasó en el primero.
Ha sido esa conjunción de intuiciones populares y pruebas científicas paralelas lo que ha sacado a los ensayos científicos de los estantes traseros de las librerías en el siglo XXI, desparramándolos en los escaparates a la vista de todo el mundo.
Ahora bien, si no se recurría a la conciencia cuando no daban de sí los procesos cognitivos automáticos, entonces ¿para qué servía la conciencia? Alicia escuchaba la pregunta del entrevistador con una atención desorbitada. La respuesta tardó en llegar:
—Para algo totalmente distinto: para situarse en el tiempo —contestó el físico y cosmólogo refiriéndose a la intratable dimensión temporal.
Alicia estaba descubriendo algo en lo que no había caído nunca y que no olvidaría jamás: el papel creador e innovador del intercambio de conocimientos, chismorreo, impresiones, gustos, estados anímicos, de las redes sociales en el seno de la manada. En el curso de la entrevista se habían referido también a los antecedentes de la famosa Ruta de la Seda, que unía Roma con Oriente, o la del Incienso, que acercaba el Mediterráneo a la India. Las rutas o redes sociales de entonces fueron las semillas de las civilizaciones globalizadas del mundo actual; ahora bien, antes se tardaba siglos en que aquellos primeros contactos generaran una civilización distinta y compleja. Sin embargo, ahora, gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, el impacto transformador de las redes sociales era universal e instantáneo. La explosión de las redes sociales hizo a los homínidos realmente distintos del resto de los animales; antes la diferencia entre unos y otros era una pura cuestión de grado. Ahora es cierto que los humanos son, realmente, únicos gracias a las redes sociales.
En poco tiempo, Alicia había descubierto también que hay vida antes de la muerte y que la medicina, en lugar de intentar sólo curar enfermedades, se explayaría en el futuro, estimulando la salud, el bienestar y lo que demasiados consideraban todavía caprichos de los demás, como perfilar su belleza. ¿Quién les había metido en la cabeza a los homínidos que podían «librealbedriar» con su alma pero ni pensar en tocar su cuerpo? La ciencia había comprobado suficientemente que la salud física era el primer requisito de la salud mental. Resultaba entonces cierto lo que había intuido primero una minoría del sexo femenino: que la salud física podía moldearse mediante el ejercicio físico, el cuidado de la dieta y la disminución de las desviaciones asimétricas.