Aprender a gestionar las propias emociones: una lección en Puebla
Los integrantes del grupo de la Separación de Seis Grados decidieran celebrar un seminario privado en uno de los bancos públicos de la plaza de la catedral en Puebla. Acudieron los seis desde sus países respectivos y convocaron a Luis, que aceptó complacido la invitación de sus amigos y de los amigos de sus amigos. El boca oreja hizo correr la noticia por la ciudad y en poco tiempo una multitud de personas llenó la plaza con el objetivo de escuchar esa ponencia camuflada de Luis sobre el peso de las emociones.
—Cuando se hace referencia a las emociones básicas y universales —inició éste su predicamento, apenas audible por el murmullo de la plaza—, se está aludiendo a cuatro emociones negativas (el miedo, la rabia, el asco y la tristeza), y a dos positivas (la sorpresa y la alegría). Al analizar su impacto, se ha descubierto algo que se desconocía totalmente y que ha transformado los mecanismos de comunicación y aprendizaje de cara al futuro.
»El predominio de tantas emociones negativas, la gran mayoría, obedecerá a alguna razón; si han sobrevivido tantos años será porque cumplen algún objetivo evolutivo. Tal vez es inútil intentar suprimir erradicándolos el miedo, la ira, el asco o desprecio y la tristeza. Tal vez lo que cuenta, lo que ha permitido garantizar la supervivencia de los humanos, ha sido el aprendizaje de la gestión del miedo o la tristeza. Cuando se está triste se pone más atención en lo que está sucediendo fuera; los psicólogos se refieren a esta actitud como más acomodaticia. El descubrimiento más revolucionario del que muy pocos hablan ha sido, justamente, que tener algo de miedo y estar un tanto triste, cuando se saben gestionar ambas emociones, puede ayudar a salir de la crisis, a no sucumbir, a sobrevivir —concluyó su primera disquisición Luis.
Bastaba con reparar en la mirada de la madre de Blanca para darse cuenta de que Luis había dado en el clavo. Lejos de afrontar el miedo como al gran y más temido enemigo, resulta que era el mejor aliado a la hora de modular las terapias necesarias para abordar los desórdenes emocionales. Nada era simple y todo era complejo.
En el gran público no había penetrado todavía la idea de que los procesos biológicos, incluidos los más simples, denotan un grado de complejidad desacostumbrado. Alicia había tenido tiempo a lo largo de su vida de acostumbrarse a ello: la realidad era tan compleja que «parecía una equivocación», como sugería Ken Nealson, antiguo responsable de coordinar para la NASA la búsqueda de vida en el espacio.
—Life is a mistake —repetía Ken a quien quisiera oírle.
La segunda gran aportación del seminario público de Puebla a los meandros emocionales de Blanca apuntaba a una cura totalmente distinta de lo imaginado. La paciente potencial podía estar manifestando aspectos básicos de la percepción espacial que tenían mucho que ver no tanto con el miedo como con el sentimiento de claustrofobia. Cerca de un 4 por ciento de las personas son víctimas de esa sensación cuando viajan por un túnel o están en un ascensor, y no siempre a raíz de un percance traumático como quedarse encerrado.
Algunas personas han padecido estos episodios traumáticos sin que sufran luego claustrofobia, lo que ha hecho explorar las relaciones entre el sentimiento de claustrofobia y determinadas características de la percepción espacial. Se ha detectado que se diferencia muy bien el espacio que está al alcance de los brazos del que está más alejado o en la vertical; las personas más claustrofóbicas tienden a subestimar la distancia horizontal, mientras que los acrofóbicos tienden a sobrestimar las distancias verticales.
—El pánico de Blanca —aventuró Luis— bien podría no tener nada que ver con el color de la piel del que la mira.
La tercera pista apuntada para sobrevivir partía del siguiente principio: «La clave para evitar el desprecio de los mayores es tener un amigo». Alicia tuvo que esperar a cumplir dieciséis años para descubrir que una buena amiga, o un buen amigo, es mejor que un fármaco. Se trata de un remedio más eficaz que el uso de antidepresivos; sin embargo, son éstos los que están de moda y pocos cuestionan su eficacia a pesar de la nebulosa que los envuelve.
¿Por qué, sorprendentemente, tan pocos reflexionan sobre el impacto dudoso de los antidepresivos? Razones para dudar sobran. La primera es muy discutida pero bien fundada: los antidepresivos liberan la suficiente energía como para encaminar la voluntad del paciente hacia el suicidio. Alicia recordaría siempre al pie de la letra el discurso de Luis:
—A una persona deprimida puede que no le queden fuerzas ni siquiera para suicidarse; una persona tratada con antidepresivos sigue con su enfermedad intacta, pero con la fuerza recuperada para actuar fuera de control. Los psiquiatras están reconociendo que la energía recuperada por el paciente para llevar a la práctica sus ideas destructivas le expone a la vulnerabilidad del suicidio.
—Pero por lo menos el efecto favorable de los antidepresivos es inmediato —había sugerido Alicia.
—En absoluto —replicó enseguida Luis—, los antidepresivos tienen un efecto retardado sobre el organismo, lo que prolonga la ausencia de remedios en momentos en los que la crisis puede ser intensa. Paradójicamente, no se ha podido comprobar que el resto de animales sufran depresiones similares a las soportadas por los humanos; de ahí que, al contrario de lo que ocurre con otras enfermedades, tampoco pueda recurrirse a la experimentación animal para probar procesos o resultados.
»La aplicación de esas terapias es descarnada; es una cuestión de todo o nada. Se ensayan en humanos sus efectos, sin que puedan siempre contrastarse en organismos distintos sus plazos de activación; en términos más generales, se desconoce la dinámica farmacológica de los antidepresivos.
Alguien en la muchedumbre —no podían faltar sugerencias aparentemente excéntricas— se interesó por lo que sigue siendo un misterio sin asomo siquiera de solución, como el síndrome de la muerte súbita de uno de cada mil bebés. A pesar de lo mal que se oía al voluntario perdido en la muchedumbre, el atisbo de explicación parecía inspirado por el matemático australiano George Christos, que coincidía exactamente con lo que Alicia intuía de la muerte de su quinto hermano en la cuna.
Resulta que el proceso del sueño y de la memoria puede esconder la clave de esta misteriosa y fatal enfermedad. La víctima potencial, había sugerido Christos, sueña de pronto haber regresado al útero de la madre, donde vivía feliz y sin respirar. Nada extraño, pues, si al soñar que había vuelto a ese estado placentero de sus orígenes decidiera dejar a propósito de respirar; y nada extraño tampoco que el síndrome mortal no se diera nunca durante el primer mes del nacimiento, porque los mecanismos neurálgicos necesarios para recordar, aprender y soñar necesitan un cierto tiempo para funcionar.
Regresar al útero de la madre constituye una ansiedad a la que no se debe dar pábulo. El hermano pequeño de Alicia tenía tres meses apenas cuando su inconsciente decidió soñar que lo dejaba todo y regresaba al vientre de su madre, lejos de cualquier otro contacto. Alicia nunca había desechado del todo aquella hipótesis, y por ello, con motivo de la concesión de la Creu de Sant Jordi, Luis quiso recordarla, ante la sorpresa de algunos asistentes a la ceremonia oficial: «Cuando un pueblo con una identidad muy fuerte se cierra sobre sí mismo, se niega a recibir las interacciones de otras culturas y de otros países, se va asfixiando cada vez más, fabrica menos neuronas y acaba muriéndose en las manos de otro». Igual ocurre con las personas, las parejas y las instituciones.
Estaba claro que la inactividad, la soledad, la ausencia de una manada con la que contrastar sus propias sugerencias conducía a la pérdida del conocimiento. ¿Quién le había contado la anécdota del sapo en la fuente de la masía, que no veía la mosca en la pared si ésta no se movía? Los humanos, que llevan el movimiento en sus células y en su mirada, ven la mosca en la pared sin necesidad de que se mueva. ¿Quién hizo rodar la mentira de que era mejor no moverse? ¿Quiénes ocultaron al resto que es lo mismo estar quieto que condenado a muerte? Sin movimiento, se reducen el cuerpo y los gestos, y acaban extinguiéndose los que creían saberlo todo, sin contar con los demás.
Alicia era consciente de los remedios que iba sugiriendo Luis. Le recordaría primero que la depresión supone elaborar una terapia que incluya algo de ansiedad y tristeza; no todo es blanco o negro, y la complejidad necesaria de las soluciones de la crisis requiere la combinación de conocimientos dispares.
—El motor de cualquier movimiento es la dosis adecuada de emociones susceptibles de provocar el nivel de equilibrio de estrés. Ahora resulta que la contención calibrada del estrés es el gran remedio; existe una correlación significativa entre niveles anormales de estrés, y por lo tanto de cortisol, y su presencia en el fluido espinal de los pacientes con depresión. Los que han sobrevivido supieron gestionar el miedo, la ira, el desprecio, la tristeza, la felicidad y la sorpresa; no sobrevivieron, en cambio, los que no supieron manejar debidamente esas emociones.
»Es evidente que el remedio de los remedios consiste en mantenerse en movimiento, en no quedarse nunca quieto. Por el contrario, las últimas investigaciones estaban sugiriendo que puede ser la actividad mental lo que perfile los niveles de felicidad. Muy poca gente entendió el mensaje de Luis cuando se refería al éxodo de la realidad. Sorprende a los expertos que, a la hora de predecir su felicidad, cuente más lo que están pensando los entrevistados que lo que están haciendo. “La naturaleza de las cosas que estaban haciendo las personas consultadas explicaba en un 5 por ciento su sentimiento de mayor o menor felicidad, mientras que sus pensamientos explicaban en un 11 por ciento sus niveles de felicidad interior y en un 20 por ciento su sentimiento de felicidad con relación al resto del mundo”, estaba sugiriendo Luis.
La gran revelación a Blanca, a su madre, a Guadalupe, a Arco, a Maggie y a la propia Alicia era que la salud depende directamente de los niveles de felicidad. De ser así, habría que plantearse con cierta urgencia la necesidad de comparar el coste de elevar los niveles de felicidad con los costes de mejorar la salud. Cuando se haga el cálculo, se verá que el coste de lo primero es muy inferior al de lo segundo.