Un paseo por el enrevesado interior de Maggie Las redes sociales de Luis: Maggie, una taxista singular

Luis contaba con una red de discípulos, amigos y seguidores en multitud de países con los que estaba en contacto a través del e-mail, además de, por supuesto, las redes sociales. Una de estas personas era Maggie, una mujer de azarosa vida, culta y sensible, que por circunstancias de la vida trabajaba ahora de taxista, cuya profunda soledad hacía que Luis la apreciara enormemente. Ella, en cambio, estaba convencida de que no era digna de ser querida. Quizá el pasado todavía suponía para ella un lastre sentimental y personal bastante difícil de superar. Él estaba seguro de que algún día lo conseguiría.

Un padre nefasto había enloquecido la niñez de Maggie. Cualquier excusa le servía para sacarse el cinturón y emprenderla a golpes con sus hijos: que pasaran más tiempo de lo permisible con las amigas, un grito fruto de la discordia o el descuido, o simplemente un mal día, podían desencadenar en casa una tormenta de violencia de consecuencias siempre duras. El vuelo de una inoportuna mosca a la hora de la siesta bastaba para que saliera el padre correa en mano y abatiera en el sentido literal de la palabra a Maggie y a su hermano, los dos revueltos en la cama, en un intento por huir de aquel escenario traspuesto, cruel y arrollador. Sin embargo, lo que había quedado grabado en su memoria no eran los morados del cinturón en la espalda o el bajo vientre, sino la cara indiferente y silenciosa de su madre, que no movió jamás ni una pestaña ante la hecatombe de aquel hombre sin entrañas. Algo cambió para siempre en el interior de Maggie por culpa de esa indiferencia de su madre.

Luis le había recomendado a Alicia que llamara a Maggie para ver si estaba disponible para llevarla al aeropuerto de Heathrow, de regreso al otro hemisferio. No sólo era más barata que el resto de los taxistas —la carrera siempre estaba por debajo de las cincuenta libras—, sino que, intuía él, podría darle conversación a Alicia sobre lo único que realmente le interesaba.

Maggie estaba libre y pudo recoger a Alicia en Oxford —que regresaba sola, puesto que Ovidio iba a alargar su estancia unos días más— para llevarla al aeropuerto. Ésta, en cuanto entró en el vehículo, se acordó de algo que le había comentado Luis más de una vez: los resultados de un estudio sobre la plasticidad cerebral realizado a partir de una muestra de taxistas de Londres. A través de una encuesta, se concluyó que el volumen de su hipocampo, el órgano primordial de la memoria, era netamente mayor que el del promedio de los ciudadanos de Londres. El esfuerzo individual de tantos taxistas para estudiar el endiablado callejero de la capital británica había modificado su cerebro. ¿Cómo era posible que se hubiera zanjado un debate que había durado más de cuarenta años, no ya sin una manifestación de los que tuvieron que cargar con un resultado contradictorio, sino sin apenas comentario alguno de la gente, distraída con otros asuntos?

Rodeado por el gentío de la calle, entretanto, un deportista solitario llevaba más de una hora acompasando el ritmo de sus brazos extendidos con el de sus piernas para adelante y para atrás. El movimiento corporal era más que suficiente para permitirle adelantar sus dos brazos, girar sobre sí mismo e iniciar el movimiento en sentido contrario. Eso sí, las piernas ejecutaban movimientos opuestos: ligeramente doblada una hacia delante, estiraba la otra hacia atrás, manteniendo el cuerpo incólume. Después, daba rienda suelta durante unos minutos a sus músculos, fusionándose con la ola humana; y a sus pulmones, para inhalar primero y espirar después el aire que ya no necesitaba.

Contemplándolo de reojo mientras le decía a Maggie adónde iba, Alicia comprendió de pronto que había personas totalmente ajenas al descubrimiento de la llamada «plasticidad cerebral», es decir, la capacidad de la experiencia individual para incidir o transformar su entramado neural. Y le pareció asombroso, porque ella consideraba ese hallazgo algo realmente importante para el devenir de mucha gente. Más que un partido de fútbol, por ejemplo, y éste despierta muchas más pasiones. De buenas a primeras se lo comentó a Maggie, esperando que, como buena taxista, ésta le seguiría el hilo. Pero no fue así. Su mutismo llamaba la atención. A la pregunta de Alicia, de nuevo algo inopinada, sobre si le pasaba algo, Maggie respondió:

—Lo siento. Soy de pocas palabras, al menos de entrada. —Y volvió a abismarse en su silencio, tras una mirada entre triste y perdida. Una animosa y sonriente Alicia, a instancias de Luis, que se lo había pedido antes de salir, dijo sin más, cual profesora, a una diligente alumna.

—Más de un 20 por ciento de las personas sufren una tristeza inexplicable cuando están solas: se levantan con la cara compungida por un mal sueño; no saben qué hacer consigo mismas; se pueden pasar horas mirando la tele; no les quedan ganas de atisbar en otros lugares la posibilidad de una huida sin retorno, de un nuevo comienzo.

—Muchas gracias por tu amabilidad, pero creo que no es mi caso. Lo que ocurre es que soy incapaz de meterme en el rollo de otros. En mi casa, delante de la tele, estoy bien. Me siento protegida —replicó Maggie—. Aunque sé que la moda es decir lo contrario; creo que se habla, incluso, del «éxodo de la realidad».

El sueño de Alicia
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