No existen los límites del tiempo y del espacio
Parece, pues, evidente que puede replicarse uno mismo en otros universos, que son infinitos, aunque Alicia no era consciente de que, siendo las cosas como son, no podría verse nunca ni escudriñar su vida paralela en otro universo. ¿Por qué? Porque los cosmólogos no habían podido demostrar todavía que el espacio-tiempo se extiende por el futuro a una velocidad muy superior a la de la luz. La barraca, el palacio, la cueva, el cine donde se proyectaba la película repetida de su vida iba muy por delante de la luz, que no llegaría nunca a iluminarla. Ello no era obstáculo para que Alicia siguiera su marcha alocada en busca de sí misma.
No sería, en cambio, descabellado poner remedio a las velocidades dispares de la marcha hacia delante del espacio y de la luz si se fuera capaz —y ese día llegará más pronto que tarde— de arrugar el espacio para obviar la remolona velocidad de la luz. Tal vez nunca se pueda igualar la velocidad de la luz. Según la teoría de la relatividad de Einstein, «todo movimiento de partículas en el espacio está limitado por la velocidad de la luz», pero, tal como sugirió el físico mexicano Miguel Alcubierre, si dispusiésemos de la cantidad de energía necesaria para deformar (comprimir y expandir) la estructura del universo, es decir, el espacio-tiempo, quizá podríamos viajar a velocidades superlumínicas que facilitarían la exploración del Cosmos.
Más difícil resultaría reproducir el pasado, pero hay científicos que ya están intentando diseñar un dinosaurio de hace ciento veinte millones de años partiendo de un polluelo sacado de un corral de los de ahora. A los científicos convencidos de que eso es posible, como Jack Horner, profesor en la Montana State University, y supervisor científico de películas como Parque Jurásico, de Steven Spielberg, se les podría sugerir que se obtendrían así rasgos ancestrales pero no los ancestros propiamente dichos. Incluso cuando se cuente en el proceso evolutivo inverso con todo el ADN, y no sólo con unos cuantos genes como ahora, se estaría contemplando a un dinosaurio en el recinto de un laboratorio; algo así como reproducir un tigre fuera de la jungla.
A Alicia no le importaba desperdiciar unos instantes dejando que su cerebro deambulara por esos sueños de la realidad física y concreta. Pero, aunque cueste creerlo, lo único que le importaba era la ficción de pertenecer a algo o alguien: cuando esto fallaba, cuando no se pertenecía a nadie porque a uno no le dejaban o lo encerraban solo lejos de la manada, se asfixiaba literalmente. Los humanos, como el resto de los tetrápodos, incluidos los dinosaurios, no soportan la soledad.
Alicia estaba atravesando en su sueño una nube amarronada, en busca del silencio omnipresente que invade las entrañas de los jóvenes, cuando atraviesan una ola embravecida por su base, lejos de la espuma de la superficie. Olas gigantescas que se sucedían sin parar. En el tiempo que mediaba entre una y otra, a Alicia se le encogía también el corazón, sintiendo la soledad infinita del abandono en la infancia.
«Doctor, ¿me puede dar un remedio para la soledad?» La gente no lo dice. No lo piensa. Pero lo siente.
Ahora la ciencia acaba de descubrir, años después de que Alicia lo hiciera por su cuenta, que este sentimiento de soledad no es un subproducto de la depresión, sino que constituye un entramado patológico por sí solo. Y si de la depresión se sabe poco y mal, a pesar de los esfuerzos prolongados por profundizar en su naturaleza, de la soledad todavía se sabe menos. Los psicólogos y neurólogos están empezando a duras penas a desentrañar sus ramificaciones internas y efectos psicológicos.
La necesidad de pertenecer a la manada comprende un deseo avasallador de formar y mantener, por lo menos, una cantidad significativa de relaciones interpersonales. Lo absolutamente nuevo en el futuro que está aflorando es la inserción de la soledad en el ámbito más amplio de las redes sociales, así como la aceptación de la necesidad universal que experimentan los humanos de pertenecer a un colectivo, sobre todo los jóvenes. Lo único trascendental es la manada.
Toda la pasión, pensamiento y acción de muchísima gente son el resultado del impulso para evadir el aislamiento causado por el debilitamiento o la disolución del clan familiar, la pérdida de los amigos del trabajo, el amor del resto del mundo. Alicia había sentido los tres. Cuando se sumergiera en los bajos de la próxima ola para disfrutar del silencio, quería decirles a la cara a todos los ensimismados que detrás de todo lo que hacen, piensan o dicen está el pánico a la soledad. A pesar de la diversidad de culturas, religión, sexo, idiomas o edad resulta que los humanos tienen similitudes sorprendentes, como la necesidad de amor y el rechazo tajante de la soledad.
Desde el hosco perímetro del cráter Gebel Kamil se producían fogonazos que iluminaban las conclusiones de investigaciones como las del psicólogo William M. Bukowski, de la Concordia University, en Florida: «Las amistades fortalecen la resiliencia e impiden que los jóvenes problemáticos internalicen sus problemas alimentando la depresión y la ansiedad». ¿Cómo huir del tremendo error de no sólo aceptar la soledad sino enaltecerla?
La niñez en la hacienda, hasta los trece años, había preservado la resiliencia de Alicia para el resto de su vida. No había, por supuesto, dolor en su cuerpo. Su metabolismo anunciaba a las claras que funcionaba a la perfección, que no sufría malformación alguna, y que sus genes estaban disponibles para el más audaz que supiera seducirlos. Era tan bella que nadie pensó ni por un momento que estaba destinada a brillar, también, académicamente. Ella supo romper los absurdos tópicos que asocian inteligencia con falta de belleza.