Haciendo las paces con el pasado
En el sueño, iniciado en la inmensidad de su cama blanca, el inconsciente de Alicia fluía, pues, contorneando el principio de que los meteoritos no implicaban el final del universo, sino desnudar, despojar de sus atuendos, a un lugar común como el cráter de Gebel Kamil. Alicia estaba decidida a aprovechar la serenidad que le concedía esa conexión especial con el tiempo que le otorgaba el sueño. Lejos de esperar a que se fueran materializando los distintos protagonistas de su historia, éstos aparecían al menor deseo, de modo que ni la atmósfera, ni el lugar, ni la vegetación podían interponerse. Así, empezaron a sucederse en la mente de Alicia todas las conversaciones pendientes, todas las dudas que jamás fueron despejadas.
El primer encuentro tuvo lugar con su madre, en la cocina de la hacienda, justo cuando estaba cargando las pilas de la televisión para saber lo que pasaba en el universo:
—Mamá, es que no te he oído jamás decir dos palabras seguidas —inició su conversación Alicia—. De pequeña me enseñasteis a callarme. Debía tomar nota de lo que ocurría, pero para intuir lo que iba a pasar.
—¡Ay, niña! Lo que iba a pasar… ¿Y llegaste a intuir lo que había entre Jennifer y tu padre?
—No, mamá. Nunca supimos nadie qué es lo que había entre nuestro padre y Jennifer; ahora lo puedo imaginar…
—Fue el secreto peor guardado. Trabajaba en la hacienda vecina y de vez en cuando le ayudaba a él en el campo. Tu padre y ella se acostaban lejos de todo el mundo, qué sé yo, detrás de una mata, pero podrían haberlo hecho estando todos presentes. ¿Cómo impedir que se supiera si no había otra gente más que nosotros? Si no hay nadie, no hace falta que corra la voz; si no hay animales domesticados que lleven la carga, no hay transporte; si no hay cama, ni cuarto, ni lugar para esconderse, no hay infidelidades.
—Debió de ser duro para ti ese abandono.
—Menos de lo que hoy parecería. Lo fundamental para una criadora de hijos, pues eso éramos las mujeres entonces, era contar con el apoyo de un hombre, de un señor, encontrar cobijo en un hogar. Lo de menos era el amor, y, desde luego, todavía era más improbable que fuera exclusivo.
—Padre nunca quiso ver la televisión contigo, eso me llamaba la atención. ¿Qué pensabas del mundo que veías e imaginabas fuera?
—Nunca pensé que aquello tan extraño sería un día el mundo de verdad. Lo nuestro, nuestra realidad, era lo único que iba a misa; el resto era un universo inventado que nos permitía olvidar la realidad durante un rato; aquello era una huida hacia delante, orquestada convenientemente.
—¿Cuál era tu poder en la casa?
—No era el dinero, desde luego. El dinero era de João. Sólo él conocía, además, todo lo que nos rodeaba. Pero yo era la única que podía conectar con los hijos, que sólo sabían de sentimientos.
—Y si ése era tu poder, mamá, ¿por qué nunca lo utilizaste con nosotros? ¿Por qué siempre te mostraste tan ausente, tan lejana, tan ajena a la soledad y al miedo que nosotros sentíamos?
—Porque yo estaba paralizada por mi propio miedo, por mi propia soledad, desbordada por una realidad que me hacía infeliz… Pero nunca dejé de quereros, hija. Nunca.
La imagen de su madre fue desdibujándose en el sueño. Alicia la llamaba, pero ya no fue posible obtener más respuestas.