El origen y el final de los celos
«Estaba convencido de que le era infiel, pese a que yo no lo era; él sí se iba con otras mujeres y a mí me trataba como a una basura.» María y Alicia estaban en la cocina de la pequeña casa reservada a los guardeses. Tenían pocas ocasiones de encontrarse a solas, pero cuando ocurría siempre se perfilaban los sentimientos de forma inusitada y muy sincera. Hacía ya unas cuantas semanas que Alicia había recuperado la senda de la cordura y había logrado que su mente racionalizara lo que estaba viviendo junto al mariachi. Cuando lo pudo lograr, se dio cuenta de que no era digno de ella, de que no podía permitir que su realidad presente, por la que tanto había luchado —su trabajo, sus estudios, su futuro, sus ilusiones—, se viera enturbiada por una relación tóxica.
—Tengo tanto que contarte… —arrancó la conversación Alicia—. Empiezo con lo que me consume: he descubierto que hay más, muchas más chicas que se mueren por él. Ahora sé que tiene varias relaciones muy parecidas a la que entabló conmigo. Que es probable que me mintiera, que yo no era la única, el centro de su vida, todo eso que me decía mientras yo me dejaba avasallar por él, por esa sensualidad que tan bien sabe desplegar.
—La mitad de las historias que te han contado —la interrumpió María— posiblemente sean mentira, y la otra mitad difícilmente puedes reprochárselas. Me consta que Benjamín Alberto deambuló solo la mayor parte de su vida, a pesar de haber estado, supuestamente, tan bien acompañado.
—¿De verdad, María? —susurró Alicia, sintiéndose de repente algo mejor.
—¿Quieres que te cuente por qué a muchas las llama «amor»? Él vivió algunos años en Estados Unidos, y Tijuana fue su refugio durante la juventud. Desde allí se desplazaba para sus actuaciones mariacheras. «Yes, my love. No, my love. Ok, my love…» Es allí un modo coloquial y muy habitual de dirigirse a otro. Pero en su caso, creo que fue más importante la dificultad que él tiene de distinguir entre el esplendor de un amor que dura sólo un instante y un amor que puede durar un millón de años. A la gente le cuesta entender que la emoción es la misma, y sólo los humanos, equivocadamente, se empeñan en dividirla desparramándola en el tiempo, creyendo que así la alteran.
—Te diré una verdad: cuando me enteré de que se entendía con otras mujeres me sentí muy mal, porque yo sí pensaba en algo más serio entre él y yo. Me enamoré de él desde el primer momento en que lo vi, y llegué a creer que todo eso que estaba viviendo era verdad… Pero cuando comprobé que yo no era la única, que tiene relaciones con otras, se me cayeron todos los sueños, las ilusiones; me sentí utilizada, engañada. Me dolió lo que no está escrito y se rompió todo. Ahora sólo pido lealtad, no fidelidad. Benjamín y yo tuvimos en nuestras manos la posibilidad de iniciar un viaje increíble de amor y fascinación al mismo tiempo, un viaje que sólo se repite una vez cada millón de años. Los celos lo hicieron añicos.
El origen de los celos obedece a una frustración de expectativas. Hay que remontarse a la primera infancia para escudriñar lo que ocurre cuando un ser frágil es excluido de la manada; incluso antes de haber adquirido conciencia de la realidad, de forma sólo intuitiva, uno únicamente se siente bien cuando percibe a su alrededor a los cuidadores que lo aman. Es el rechazo innato de la exclusión de pequeño, el miedo a ser abandonado por el ser amado, lo que conlleva los celos de mayor.
Ahora se pueden, por fin, observar los sistemas neurológicos que conmueven al individuo mientras es pasto de esas emociones: los circuitos del pánico, tristeza y dolor funcionan al margen de los procesos cognitivos. Se trata, como señala Jaak Panksepp, de reacciones básicas estrictamente biológicas características por igual de niños y del resto de los animales. En definitiva, desde los primeros días de su existencia, el cerebro humano está sintonizado para orientar y procesar información social, procedente de fuera, suscitada por el comportamiento de los que le rodean.
Es asombroso que determinadas tribus indias en Estados Unidos tuvieran como norma imponer un plazo de seis años entre el nacimiento del primogénito y el segundo hijo. La ciencia ha confirmado ahora aquella presunción: resulta que los bebés ya desde sus primeros meses de vida muestran emociones negativas cuando entre ellos y su cuidadora aparece una tercera persona. Esto demuestra que la conciencia de la posible exclusión social requiere de sofisticadas habilidades sociocognitivas presentes en los seres humanos desde sus primeros meses de vida.
Se dan conductas físicas que responden a provocaciones físicas, como un puñetazo inesperado o una rotura de tendones en pleno ejercicio; pero se cuecen conductas estimuladas por decisiones sociales de otros, como ser excluido del grupo de amigos, que obedecen a interpretaciones psicológicas en las que apenas interviene la condición física. Esa realidad ya se intuía y no constituye una novedad desconcertante.
Nunca se había podido retratar con tal detalle el origen, conductos y procesos de los celos de Alicia. Ni se pudo imaginar que el cerebro podía abordar de manera semejante experiencias sociales y abstractas como si de experiencias físicas y concretas se trataran.
Lo que han comprobado investigadores como Hidehiko Takahashi no es solamente que determinadas necesidades físicas como la sed o el hambre palidecen delante de necesidades de orden social que tengan que ver con la exclusión o los celos, sino que al nacer, los mamíferos humanos, tan indefensos, otorgan un valor insospechado a los cuidados, al afecto y al amor, sin los cuales nunca podrán saciar su hambre o la sed.
Los celos del mariachi mostraban una virulencia inusitada porque, efectivamente, la preservación de su valor social constituía una necesidad equiparable a cualquier otra necesidad física como la sed o el hambre, y, por ello, cuanto más abrupta y tajante la pérdida causada por la decisión social, mayor era la compensación exigida por el acoso.
«Tu dolor es mi recompensa y tu ganancia es mi pérdida.» Esa suerte de nuevo credo moral refuerza, por supuesto, la convicción comprobada y mayoritaria de que se dan situaciones en el mundo de lo social que son trascendentales para la supervivencia de los humanos. Los celos son un ejemplo clásico del impacto abrumador que pueden tener los desarreglos sociales, comparados con las consecuencias adversas del hambre, la salud o la privación del sexo. La joya de la corona de esos desarreglos no es otra que la amígdala, situada debajo del córtex, en el sistema límbico. Todo el secreto yace en descubrir qué nos da miedo: en Alicia, los celos profesados por el mariachi ¿qué activaban?, ¿qué le indicaba la existencia del temor o del miedo? Fue el famoso neurólogo Simon Baron-Cohen el descubridor de lo que realmente suscitaba la emoción del miedo en la mirada del prójimo.
Simon Baron-Cohen pudo constatar que uno de sus pacientes, a quien no le funcionaba la amígdala, no tenía ningún interés en observar la mirada del celoso. Su lesión en la amígdala le impedía establecer el contacto adecuado con los ojos de su interlocutor, empatizar con él, y de ahí su incapacidad para reconocer la cara de pocos amigos de la mirada de los demás.