El pasado de Luis

El padre de Luis quiso ser médico desde muy joven y, ya casado con Marie, su compañera de aventuras, decidieron ir a España como voluntarios, asumiendo los sinsabores de la guerra civil, a cambio del reconocimiento como médico de Asistencia Pública Domiciliaria. Ninguno de los dos había heredado nada e iniciaron la lucha por la vida con lo puesto. Empezaron desde cero en un entorno diezmado por la guerra y el exilio, que no consiguió nunca abatirles ni disminuir su optimismo y ganas de trabajar. Tuvieron un hijo único poco antes de salir para España; sus amigos y conocidos convinieron en apodarle, a su pesar, el Gran Sabio, por su energía y ganas de aprender, por esa combinación de sensatez y creatividad que lo convirtieron en un chiquillo realmente singular.

La Asistencia Pública Domiciliaria apareció durante la dictadura franquista para atender a aquellas personas que se encontraban fuera del sistema público, es decir, atendidas por lo que se conocía como la beneficencia. Ya en la democracia, estos médicos se integraron en el sistema sanitario y siguieron ejerciendo como practicantes, comadronas y médicos rurales, con disponibilidad las veinticuatro horas del día. Un decreto aprobado en 2012 por el Gobierno español supondría la desaparición de ese cuerpo de facultativos, del que el padre de Luis fue uno de sus últimos representantes.

En aquel pueblo del Priorat creció Luis, mientras su padre recorría en burro o en moto todos los rincones de la comarca, haciendo sacar la lengua a sus habitantes para descubrir alguno de los muchos síntomas de las enfermedades provocadas por microbios hoy olvidados por los médicos generalistas. El niño disfrutaba de una vida en plena naturaleza, familiarizándose con la vida de los animales y las plantas mucho antes de conocer la realidad de las personas. Qué poco podía imaginar entonces que pasados los años esa forma de vivir sus primeros años coincidiría con la de una niña brasileña llamada Alicia, de la que se convertiría en mentor. Es posible que uno de los motivos de esa comunión se hallara en unas infancias tan similares.

En la Vilella Baixa, como en todos los pueblos en aquellos años, las casas estaban siempre abiertas a los niños, pero éstos poco o nada tenían que hablar con los adultos. Preferían la calidez y complicidad del grupo, de la pandilla, esa manada guardiana de los secretos infantiles, y luego púberes: dónde se ocultaba el nido de la abubilla; debajo de qué roca se escondían los peces grandes en el río, o dónde se podían encontrar nidos de jilgueros.

La manada humana y los animales, eso era lo más importante para aquellos niños que sabían a la perfección cuándo cambiaban las plumas las perdices y, en cambio, daban importancia al daño que podían causar tirando una piedra desde el otro lado del río a la cabeza de algún contrincante en sus juegos infantiles. Luis se sonreiría muchos años después cuando asistió al descubrimiento por parte de los más eminentes científicos de la importancia de las emociones. A él, que había tenido la suerte de topar primero, antes que con los humanos, con los animales —perdices, cabras, perros, gatos, cuervos, ovejas o cabras—, le pareció extraordinario que esos sesudos investigadores descubrieran, tras grandes esfuerzos, que tanto los homínidos como las bestias tenían emociones. Y es que él, de pequeño, aprendió de manera natural, intuitiva, que las emociones básicas y elementales son lo único con lo que todos venimos al mundo y que éstas son, para lo bueno y para lo malo, las que rigen buena parte de nuestra conducta, de nuestras reacciones.

La pandilla de Luis la componían, además de él mismo, los tres amigos de siempre: Jordi, Carles y Joan Martí, convertidos para siempre en su memoria en George, Charles y Jean Martin, puesto que los padres franceses de Luis se habían empeñado en dirigirse a ellos en sus homónimos franceses, sin que el resto del pueblo hubiera puesto ningún inconveniente en afrancesarlos para siempre. Y así se quedaron para siempre en la memoria de Luis…, de Louis.

George era el hijo del matrimonio propietario del pequeño rebaño integrado por una cabra y dos ovejas que pastoreaban día sí y día también; su casa estaba justo delante de donde paraba el único autobús que circulaba por la comarca los lunes, miércoles y viernes. Cinco años después, George ingresó en el asilo para enajenados y alienados mentales situado a dos kilómetros del pueblo.

Charles era artista, en permanente idilio con su violín, al que adoraba. Hoy se diría de él que era el más creativo. Un buen día, desapareció para siempre del pueblo en busca de trabajo en la capital, pero nunca dejó de ser el mejor amigo de Luis, tal vez porque todos los músicos suelen ser, como han demostrado distintos experimentos científicos, más cooperativos que el resto.

Y luego estaba Jean Martin, claro. Pero Alicia quería saber más de Charles, y de los motivos que provocaban que se lo considerara el más creativo del grupo. Sus preguntas, surgidas de esa boca apenas adolescente, hacían sonreír con ternura a Luis.

El sueño de Alicia
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