El estrés, un enemigo poderoso

Todo lo anterior no le sirvió de nada a Luis. O casi de nada. Murió de un ictus ocasionado por un estrés continuado, aunque nadie lo calificaría de excesivo. Lo que primero parecía un percance desembocó en la muerte a los dos días de quedarse sentado en la silla del comedor frente al piano. ¿Sorprendido? Los guardeses no paraban de mirar su rostro algo conmovido, pero en modo alguno estresado; es como si supieran que su cerebro no distinguía entre un instante y un millón de años. El sentimiento de quietud que flotaba en el comedor, entre el viejo sillón y el piano, se estremecía únicamente por el rascar continuo del índice de la mano derecha de Luis, justo encima de la pestaña. No era normal el vaivén continuo de aquella mano, sin ton ni son. Duró menos de dos días, hasta quedar inmóvil aquel cuerpo, el soma del que se había enamorado Alicia.

Un caso especialmente ilustrativo de las consecuencias del estrés lo expuso hace un tiempo la revista científica Nature. Lo protagonizó una psicoterapeuta, Elizabeth Ebaugh, que fue asaltada en su propio coche cuando regresaba a su casa desde el supermercado una noche de enero de 1986. Un intruso armado con un cuchillo se introdujo en el vehículo antes de que Elizabeth tuviera tiempo de cerrar la puerta, condujo el coche hasta un motel y violó a la mujer sin contemplaciones, pese a que ésta utilizó su formación de psicoterapeuta para intentar paliar la agresión. Después, a las dos de la mañana, el asaltante la llevó hasta un puente maniatada y le pidió que se tirase al río. En ese momento, Elizabeth renunció a seguir luchando por su vida y se desvaneció, un rasgo característico de los ataques de estrés. Afortunadamente, Elizabeth recuperó el sentido durante la caída y aprovechó la corriente para escapar.

El estrés agudo desencadena una intensa respuesta fisiológica, cimentando en los circuitos cerebrales la asociación entre lo ocurrido y el miedo. Si esta asociación dura más de un mes, como es el caso en más del 8 por ciento de las víctimas, se considera que sufren un trastorno de estrés postraumático. Los tres indicios para el diagnóstico adecuado son la repetición de los recuerdos aterradores, un celo exagerado por evitar que pueda recordar lo ocurrido y, por último, un estado de excitación muy elevado.

Ebaugh experimentó esos síntomas durante cinco años, pero al final de este período abrió su propia consulta, se casó y tuvo un hijo. El estrés postraumático había desaparecido. Lo que más ha intrigado a los científicos después de analizar éste y otros casos de estrés ha sido lo que ha dado en llamarse «resiliencia» insospechada. ¿Qué lleva a la gente a este grado tan elevado de resistencia?

—¿Cómo es que la mayoría de las personas se reponen de traumas que suelen parecer insuperables? —preguntó enseguida Alicia a Luis en aquella ocasión.

—Son de gran ayuda un tejido denso de redes sociales, la capacidad para recordar con entereza y, en definitiva, mostrar cierto optimismo. Ahora bien, no sabemos todavía los factores biológicos responsables de ese empeño. Algunos dan mucha importancia a los cambios cerebrales típicos del período de recuperación, pero los desconocemos.

—¿Y lo que le sucedió a Elizabeth Ebaugh con ese desalmado?

—Bueno, en cuanto ella vio a un hombre con un cuchillo, su hipotálamo en el cerebro envió señales a sus glándulas suprarrenales para que empezaran a bombear adrenalina y cortisol; se aceleró su pulso, aumentó su tensión y comenzó a sudar. En el cerebro de Elizabeth se grabó de forma automática y para siempre lo que estaba sucediendo, de modo que nunca más algo parecido la podría pillar desprevenida: en el futuro estará siempre preparada para decidir si plantar cara o escapar, es decir, seguir el viejo dilema evolutivo: «Luchar o huir».

—Lo que es evidente es la importancia del apoyo afectivo de familiares y amigos.

—Las interacciones sociales y la cantidad de sustancias químicas que intervienen son complejas —añadió él—. Seguimos sin saber por qué suministran apoyo; una simple caricia de alguien querido puede que desate flujos de opioides naturales en el cerebro, como las endorfinas. James Coan, un psicólogo de la Universidad de Virginia, me comentó en una ocasión que nuestro cerebro está plagado de receptores opioides que responderán en cuanto se los acaricia. Pero no sólo un contacto amigo favorece la secreción de hormonas placenteras: James Coan ha demostrado que agarrar la mano de un ser querido, durante una situación desagradable, contribuye a disminuir la actividad del hipotálamo y por lo tanto la liberación de hormonas del estrés.

Es paradójico el poder de los viejos recuerdos: un pasado plagado de abandono y abusos da lugar a un cúmulo de problemas psicológicos y acrecienta el riesgo de crisis de estrés.

Nadie podía entender ni explicarse cómo los humanos han llegado a tales límites de desorientación: no se entendían a sí mismos y sólo ligeramente mejor al resto de los animales. Bastaba con leer la prensa de la mañana para constatar que la gente andaba en un mundo quimérico que no tenía nada que ver con lo que les pasaba realmente. Luis tenía razón al convertir en su lema la frase de Montesquieu que repetían sus asistentes: «Para ser realmente grande hay que estar con la gente, no por encima de ella». La manera más sencilla de crear la confusión suficiente para que la gente no se entienda «es hablar por encima de ella». Alicia estaba tan convencida de que había que estar con la gente, hablar sólo de lo que les pasaba por dentro, que decidió empezar por el comienzo.

El sueño de Alicia
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