El mundo entero a sólo seis pasos
A los nueve meses de edad, Blanca empezó a expresar miedo a los extraños; se ponía a llorar si la saludaban y buscaba los brazos de su madre. Cuando cumplió un año, le seguían asustando, aunque no tanto como antes. Sin embargo, la irrupción del abuelo materno en el piso de Buenos Aires, con su cabellera gris, le provocaba un llanto desconsolado. Disfrutaba del parque al que la llevaban todos los días, pero no consentía que ningún niño se le acercara, y cuando los mayores intentaban sosegarla seguía poniéndose nerviosa. Con la edad, las cosas fueron a peor: lloraba cada vez más desconsoladamente e intentaba huir de todo el mundo, incluida su madre.
—¡Amor de mi vida, me parte el corazón verte así! —le decía una desolada Jimena a su pequeña. En casa, en cambio, Blanca era una niña risueña, alegre, muy tranquila, obediente, cariñosa… Pero en cuanto estaba con otras personas se volvía seria, arisca y nerviosa. La verdad es que su entorno familiar era muy reducido: la abuela, que venía todas las tardes a cuidarla, y la madre, que no se ocupaba de nada más.
Después de dos años, el cerebro de Blanca había dejado atrás el latir cargante de la vida cotidiana con las esperas inevitables de que la abuela se arreglara el moño o encontrase la llave perdida del coche antes de ir al mercado. Es decir, aquello que ocupaba, en el sentido literal de la palabra, la vida de todos, todos los días.
Dejarse llevar a la enfermería para calmar un diente que no se resigna a su encía a duras penas explorada era, seguro, mucho más importante que descubrir el laptop. Sin embargo, lo primero formaba parte del aburrimiento generalizado de los mayores, mientras que lo segundo era un brote entre mil otros de la única vida que interesaba a Blanca: la que no comportaba medida del tiempo ni tiempo de espera.