Capítulo 15

El Simpático Primo Jim se toma un descanso y deja de grabar un momento a los invitados. Está en el bar, solo, cosa que me resulta un tanto frustrante porque a estas alturas yo esperaba que estuviera en un rincón con Charlotte, abrazándola y susurrándole al oído los versos más sugerentes de la poesía de Byron.

—Hola, Jim. Esto, ¿dónde está Charlotte? —pregunto. Soy todo lo sutil que puedo, ya que mi objetivo es que se haya declarado la semana que viene.

—No estoy seguro —dice—. No la he visto desde la cena. ¿Quieres una copa?

—Ya estoy servida. Charlotte es adorable, ¿verdad? —digo, pensativa, mientras bebo un poco de vino.

—Sí —dice—. Sí, lo es.

—Tengo que decir que no creo que haya conocido nunca a nadie tan amable, generoso, inteligente o completamente maravilloso —digo, con la esperanza de no estar pasándome un poco de la raya.

—Sin duda es una chica muy agradable —dice.

—¿Verdad que sí? —corroboro. Esto tiene muy buena pinta.

—Oh, ahí está —dice, señalando al otro lado del entoldado, donde Charlotte está conversando animadamente con la madre de Grace.

No puedo creerlo. Gracias a algún tipo de milagro los que se encargan de la distribución de las mesas la sientan al lado de un hombre que le gusta, y ella se pone a hablar con la madre de Grace. Oh, Charlotte, ¿qué voy a hacer contigo?

—¿Va todo bien? —pregunta Jim.

—Eh, sí, ¿por qué?

—Es que movías la cabeza de un lado a otro.

—Oh, ¿sí? —digo—. Lo siento. Esto... estaba pensando en la última subida de impuestos. Terrible, ¿verdad? En fin, ¿me disculpas?

Empiezo a cruzar el entoldado sin perder de vista a Charlotte, cuando veo a Jack al otro extremo de la sala. Está hablando con Pete, el prometido de Georgia y, justo cuando empiezo a preguntarme de qué estarán hablando, Jack levanta la vista y nuestras miradas se cruzan. Entonces levanta la mano y me saluda.

Mientras pienso cómo reaccionar, me doy cuenta de que me he quedado quieta en medio de la sala. La verdad es que no sé qué hacer. Si le saludo le demostraría que estoy interesada en él, y eso es lo último que quiero. Pero no hacerlo resultaría de muy mala educación.

—Evie, aquí estás —dice una voz familiar a mi espalda.

Me quedo helada. Mientras me vuelvo lentamente soy consciente de que han tomado la decisión por mí. Es Gareth. Y es la primera vez que hablamos desde que rompimos.

—Escucha —dice—. Tenemos que hablar.

Oh, Dios. ¿Es necesario?

—No pongas esa cara de preocupación —dice.

—No estoy preocupada —le digo. En realidad sí que lo estoy, y mucho. Llevo todo el día evitando a Gareth porque mi instinto me dice que querrá tener una charla sobre «nuestra relación», cosa que me atrae tanto como una sesión de tortura medieval.

—Creo que deberíamos tener una charla sobre nuestra relación —dice.

—¿En serio? —pregunto, con el estómago hecho un nudo—. No creo que este sea un buen momento, Gareth.

—Es tan buen momento como cualquier otro —dice con convicción—. Y creo que es importante. Evie, el caso es que tengo que saber algo.

—¿Eh? —digo, echando un vistazo a la sala en busca de una vía de escape.

—La razón por la que cortaste conmigo —mira a su alrededor por si alguien está escuchando—, ¿fue por la ropa interior?

Un grupo de invitados que está dos mesas más allá estalla en carcajadas y, aunque sé que no pueden oírnos, me siento incómoda. Solo pensar en esa prenda, un espantoso regalo de San Valentín que obtuvo de un anuncio de una revista llamada Caliente y Cachonda, hace que no haga falta ni contestar a esa pregunta. Nunca me la probé pero no pude evitar pensar que, a pesar de los dos grandes agujeros de ventilación del pecho, aquel material hecho con goma debía de causar una erupción de agárrate y no te menees.

—No puedo fingir que no habría preferido algo de La Perla, Gareth, pero no, no fue por eso —añado con rapidez para no parecer cruel.

Es demasiado tarde. Sus ojos de cachorro desvalido me miran como si fuera una vivisectora. Me siento un tanto culpable.

—¿Pues por qué, Evie? —gime—. Por el amor de Dios ¿por qué?

Entonces hace un ruido desdeñoso, que suena más como un gruñido. Un gruñido tan largo y fuerte que suena como una máquina de cappuccino a punto de explotar. Eso solo puede significar una cosa: se avecina un colapso emocional.

—No llores —le ruego, cogiéndolo de la mano. Lo digo en serio. Y no solo porque Bob y Marion, los tíos de Grace, nos estén mirando.

Gareth saca un pañuelo deshilachado de su bolsillo y se suena como nunca había visto a nadie sonarse. Se suena tan fuerte que corre el peligro de que se le salgan los ojos de las órbitas. Después arruga el pañuelo y, en vez de volvérselo a meter en el bolsillo, lo deja en la mesa junto a la que estamos como quien no quiere la cosa.

Intento concentrarme en lo que está diciendo, pero me resulta muy difícil centrarme en algo que no sea el contenido de ese pañuelo, que se parece de forma alarmante a algo sacado de Los Cazafantasmas.

—No voy a llorar —dice con una sonrisa temblorosa y alentadora—. No voy a llorar.

Entonces se queda callado durante un segundo.

—¡Ohhhhh! ¡Evieee! —lloriquea.

Me obligo a dejar de mirar el pañuelo, y trato desesperadamente de salir de allí al mismo tiempo que me siento fatal conmigo misma por querer escapar. Solo se puede hacer una cosa. Me doy la vuelta, cojo a Gareth por el brazo y lo miro a los ojos con intensidad.

—Gareth —digo, apretándole el codo—. que necesitamos hablar sobre esto. Tienes toda la razón.

Gareth se muestra tan sorprendido como si le acabara de sugerir que nos fugáramos a Finlandia y que adoptásemos doce renos.

—Vaya —dice—. ¿Entonces estás de acuerdo en que tenemos que hablar?

—Pues claro. Pero es que no puedo. Ahora. Tengo que ir a ayudar a la madre de Grace —echo un vistazo a la sala en busca de inspiración— con las servilletas.

Me mira como si estuviera loca.

—¿Qué tenéis que hacer con las servilletas? —pregunta—. Todo el mundo ha acabado de comer.

—Existe riesgo de incendio —digo, convencida—. No puede dejarse toda esa cantidad de papel desperdigada por toda la sala, está en contra de la normativa europea. Un cigarrillo mal apagado y este sitio pueden convertirse en El Coloso en Llamas. Pero Steve McQueen no estará aquí para rescatarnos.

Frunce el ceño.

—Nunca había oído nada semejante —dice—. Además, ¿no eran de tela?

—Aún peor —digo, conteniendo el aliento—. Lo siento Gareth. Tengo que irme. Seguiremos esta conversación pronto. Lo prometo.

Damas de honor
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