Capítulo 16
Charlotte pasó los primeros dieciocho años de su vida en un bungaló de techo inclinado en Widnes, que pertenece a Cheshire, pero no a la parte rica donde los pechos de las mujeres nunca son reales.
Tenía dos padres cariñosos que permanecieron juntos tanto tiempo por el bien de sus hijos que casi olvidaron que no podían ni verse. Hoy en día trabaja para Hacienda haciendo... bueno, debo admitir que nunca he sabido exactamente a qué se dedica. Cada vez que le habla a alguien del asunto, los ojos empiezan a ponérsele vidriosos, como le ocurre a mi tía abuela Hilda cuando la enfermera personal le da demasiadas pastillas.
El caso es que los orígenes de Charlotte no son muy emocionantes, pero eso no explica por qué es tan extremadamente tímida y por qué su vida amorosa es casi inexistente.
—¿Por qué te has puesto a hablar con la madre de Grace? —le dejo caer después de haberla apartado por fin de una conversación muy absorbente sobre por qué la hierba gitana ya no está de moda en el mundo floral.
—¿Por qué no? —pregunta.
—Bueno —digo, preguntándome como decírselo—. Me daba la impresión de que Jim y tú estabais teniendo una charla muy agradable, eso es todo.
Parece un poco confusa.
—Bueno, así es. Pero después también he tenido una charla muy agradable con la señora Edwards.
—Vale, ¿sobre qué? —pregunto, ya que tengo la impresión de que tengo que cuestionárselo.
Frunce el ceño.
—Sudokus, principalmente.
Me quedo callada durante un momento.
—¿Sudokus?
Se encoge de hombros.
—Sí. ¿Por qué no?
—¿Te gustan los sudokus? —pregunto.
—Bueno, no.
—¿Has hecho alguna vez alguno?
—Mmm, no.
—¿Tienes algún interés en ellos?
—No, pero no me importa hablar sobre el tema.
—Charlotte —digo—, a no ser que me digas que la señora Edwards es cinturón negro en sudokus no veo por qué eso es más interesante que hablar con Jim.
Se ruboriza y empieza a darse cuenta de a dónde quiero llegar. Me siento culpable de inmediato.
—Escúchame —le digo con suavidad, frotándole el brazo—, lo único que trato de decirte es que Jim piensa que eres encantadora.
Sé que he despertado su interés.
—Es cierto, te lo prometo.
—Solo estábamos sentados uno junto al otro, eso es todo —dice.
—Y, ¿qué decía?
—Vale, vale —dice, inspirando hondo—. Hemos hablado mucho sobre música.
—¿Y? —apunto.
—Bueno, le encanta Macy Gray y toca la guitarra en su tiempo libre.
—¡Como tú! —exclamo.
—Yo no sé tocar la guitarra.
—No, pero te encanta Macy Gray.
—David Gray —me corrige.
—No seas tan tiquismiquis —le digo—. De verdad, estáis hechos el uno para el otro. Vamos, ven conmigo y habla con él.
De repente oímos unas voces masculinas que provienen del otro lado de la columna que hay a nuestro lado. No es que hablen especialmente alto (hay bastante ruido de por sí en este sitio), pero no podemos evitar oír el contenido de la conversación.
—Es una pena que ya no sea soltero —dice uno de ellos—. Hay algunas mujeres aquí a las que no echarías de la cama. La de la lectura era espectacular.
Pongo los ojos en blanco. Si hay algo más molesto que Valentina tratando de atraer mucho la atención es que lo consiga realmente.
—La dama de honor tampoco estaba mal, la que tiene el pelo rubio ceniza —dice el otro, y me doy cuenta de que se refieren a mí—. Poco pecho, pero con buen cuerpo.
Eso sí que era un cumplido ambiguo. Chasqueo la lengua y me dispongo a retomar mi tema de conversación favorito cuando interviene una tercera voz.
Abro los ojos de par en par. Sé de inmediato de quién están hablando.
—¿Quién? ¿La hermana fea de Shrek?
Sueltan una risotada y yo les escucho, paralizada, mientras Charlotte tiene cara de compungida. Trato de pensar en qué hacer para evitar que oiga lo que me temo que van a decir a continuación.
—Me pregunto cuántos pasteles tienes que comerte para llenar un vestido de esa talla —dice alguien más entre risitas.
—¡Los suficientes como para llevar a la bancarrota a todo Wigan si alguna vez se lo propone!
Aquello provocó otro ataque de risas de borrachos.
Las mejillas de Charlotte están al rojo vivo. Trata de aparentar valentía, pero le tiembla el labio inferior y sé que por dentro se está muriendo. Oh, Dios, voy a tener que poner fin a esto.
—¿Cuánto tendrían que pagarte para tirártela? —dice alguien, y es en ese punto cuando decido que esto no puede continuar.
—Bueno, ya está bien —declaro, sin saber muy bien lo que les voy a decir, pero completamente segura de que tengo que hacer algo.
—Evie, por favor, no lo hagas —suplica Charlotte.
—¿Por qué no?
—Porque solo empeorarás las cosas —dice—. Por favor, no hagas que me sienta más avergonzada de lo que estoy ya.
—No tienes nada de qué avergonzarte —le digo.
—Por favor, Evie —repite—. Déjalo estar.
Considero la posibilidad de no hacer nada durante un momento, pero cuando oigo lo que dicen a continuación, cambio de idea completamente.
—Tendrían que darme un montón de pasta —responde otro—. Sería como quedarse atrapado bajo un airbag gigante.
—Evie —dice Charlotte con los ojos llorosos—. Por favor, no digas nada. Te lo ruego.
Sus palabras resuenan en mis oídos cuando paso la columna y me encuentro cara a cara con tres hombres. Sigo sin saber qué voy a hacer. Los miro directamente, pero ellos ni se enteran, concentrados como están en una broma que creen inofensiva, pero que es cualquier cosa menos eso. No puedo traicionar a Charlotte, pero tengo que hacerles callar. Y rápido.
Lo que hago a continuación es algo espontáneo. Podrías llamarlo instinto. Podrías llamarlo locura transitoria. Sea lo que sea, estoy segura de que funcionará, al menos hasta cierto punto.
Les tiro la bebida por encima.
Digo «tirar», pero la técnica que utilizo podría ser calificada de «rociar», como hacen los corredores de Fórmula 1 después de una victoria especialmente importante. La diferencia es que estos hombres no se lo pasan bien. Es evidente por cómo resoplan y sueltan tacos y por la furia y el asombro con que empiezan a quitarse trozos de limón del pelo. Puedo decir con sinceridad que, después de unas seis copas de vino y champán, junto con la enorme cantidad de adrenalina que corre por mi cuerpo, de verdad que no sé quién está más sorprendido por lo que acaba de pasar, ellos o yo.
—Esto... perdón —consigo decir—. He resbalado.
Me doy la vuelta tan rápido como puedo y cojo a Charlotte del hombro para salir pitando de allí. Mientras pasamos entre la gente, me doy cuenta que en realidad esa gente se ha convertido en público. El tío Giles me está mirando como si fuera una psicótica total. La tía Marion se pone la mano en la boca, horrorizada. Los ojos de la pequeña Polly están a punto de salírsele de las órbitas. Pero lo peor está aún por llegar.
—¿Has hecho eso a propósito? —susurra Valentina alegremente. Está claro que aquello le divierte tanto como al resto de la gente le asombra.
—Claro que no. No digas tonterías —gruño, echando un vistazo a Jack, que está a su lado.
Me pregunto si lo que acabo de decir convencería a alguien.
La expresión en el rostro de Jack indica que más bien no.