Capítulo 66
Mi piso, domingo 8 de abril
Me pregunto si le pasa algo a mi teléfono.
Cuando Jack dijo que me llamaría, di por sentado que sería más pronto. Son las nueve y media y, a pesar de tratar de convencerme de que debo permanecer en calma, si tuviera que participar en la final de Mastermind no me sentiría menos calmada.
Enciendo la tele y pillo el final de una noticia sobre unos ciudadanos británicos retenidos como rehenes en alguna parte del Tercer Mundo, una historia que sin duda inundará mañana los periódicos. Decido volver a ver How Clean is Your House? Lo han estado reponiendo toda la noche en un canal de esos por cable, mientras caminaba de un lado a otro hasta casi hacer un agujero en mi suelo laminado.
Cojo el móvil y busco su número en la agenda. Quizá debería llamarle.
O quizá no. No.
O quizá sí.
No. En absoluto. Sería como en Atracción fatal.
Cuelgo el teléfono y decido que necesito ocuparme en algo. Me pongo a limpiar la despensa, que se parece de forma alarmante a la de una familia de quince miembros en Hackney sobre quienes, las presentadoras Kim y Aggie acaban de decir que se calcula que tienen unos cuarenta y dos billones de ácaros viviendo en su alfombra.
Mi piso no está particularmente sucio o desordenado, solo tan desorganizado como el de cualquiera. Y aunque yo me contento con limpiar el polvo o pasar el aspirador de vez en cuando, tengo que admitir que hasta hoy la despensa ha escapado a mi radar.
Saco de debajo del fregadero una botella intacta de algo que llaman «potente pulverizador», que a mi entender suena como algo que esperarías encontrar en una planta de residuos nucleares y no como algo pensado para quitar restos de tomate de los fogones.
Cuando abro la puerta de la despensa, me encuentro una serie de restos de comida que ya debería haber tirado tiempo atrás. Un paquete de mostaza en polvo Bird que se ha roto por la mitad, vinagre de vino blanco que ahora es menos blanco y más bien tiene el color de la orina, un paquete de té Earl Grey suelto que seguramente compré por error al pensar que eran bolsitas.
Esta es la despensa olvidada en el tiempo. No me extraña que Jack no quiera llamarme. ¿Quién querría salir con alguien con esa actitud tan marrana con respecto a la limpieza de la casa? Deprimida por esa idea, vuelvo a mirar el móvil, por si se ha puesto en modo silencioso sin que yo me haya dado cuenta. Por desgracia, la pantalla de mi móvil no quiere seguirme la corriente. Abro la lista de contactos, busco el nombre de Grace y aprieto llamar.
—¿Qué ocurre? —pregunta cuando descuelga.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Claro. ¿De qué se trata?
—¿Puedes llamarme al móvil?
—¿Por qué? —pregunta.
—Esto... porque lo he perdido y pensaba que podría estar debajo de un cojín o algo así.
—Pero si lo estás usando para llamarme —dice—. He visto el número.
—Ah —digo, consciente de que me han pillado con las manos en la masa—. Mira, Jack no me ha llamado aún y quiero descartar hasta la más mínima posibilidad de que le pase algo a mi teléfono antes de cortarme las venas.
—No seas tan dramática —dice—. Ahora lo hago. Y cálmate, por el amor de Dios.
Cuelgo el teléfono y espero. Y espero. Y sigo esperando hasta que transcurre al menos un minuto. Esto promete. Miro el reloj para cronometrar el tiempo. Si pasan tres minutos sin que reciba una llamada de Grace, debe de haber un problema con mi móvil.
Los tres minutos se hacen eternos, pero el reloj marca el tiempo y por fin terminan. Me siento absurdamente eufórica. ¡Después de todo, algo le pasa a mi teléfono! Lo que significa que Jack no me está ignorando. De hecho, es muy probable que siga gustándole mucho. Mi cabeza se llena de imágenes de él tratando por todos los medios de ponerse en contacto conmigo para decirme que ha reservado una mesa en un restaurante romántico o que va a preparar una cena a la luz de las velas en su casa. ¿A quién quiero engañar? Me contentaría con tener una cita en la depuradora.
¡Qué alegría! ¡Oh, Jack! Aún te gusto. Aún quieres salir conmigo. Aún quieres caminar por la playa conmigo cogidos de la mano. Aún quieres que te mire a esos profundos ojos castaños. Aún...
El teléfono suena. Miro la pantalla, veo el número de Grace y contesto.
—Mierda —digo con desánimo.
—Qué maja —replica.
—Perdona.
—No, perdóname tú por tardar tanto en llamarte. Estaba ocupada teniendo una discusión.
—¿Ha vuelto ese marido tuyo a las andadas? —pregunto.
—No me preguntes —dice.
—¿Va todo bien? —Recuerdo los comentarios sarcásticos de Patrick en las Sorlingas cuando acusó a Grace de preocuparse más del trabajo que de su matrimonio.
—Escucha, Evie, tengo que dejarte —dice—. Y no te preocupes por Jack. Llamará.