Capítulo 114
—No sabía que las bodas inglesas eran así de emocionantes —dice Federico, mientras nos abrimos camino en la carroza de Cenicienta.
—Oh, cállate —dice Valentina, mientras Georgia la coge de la mano, en señal de apoyo.
La carroza tiene la suspensión de la parte trasera de un tractor, y quienquiera que fuera que consiguió a los caballos se las arregló para conseguir los cuatro animales más flatulentos de toda Gran Bretaña. El lado positivo, sin embargo, es que Valentina parece haberse calmado un poco, a pesar de tener que respirar el hedor más asqueroso que uno pueda encontrarse fuera de la jaula de los elefantes del zoo de Chester.
Incluso ha dejado de hiperventilar debido al hecho de que le falta una de las damas de honor, ya que ha tenido que enviar a Charlotte a Urgencias, además de que tres de sus otras damas de honor tienen sangre y mocos en el vestido como resultado del puñetazo de Grace.
El mío es el que está peor, con una gran mancha de sangre justo en la parte delantera de la falda, que he empeorado al frotármela desesperadamente. Pero si coloco mi ramo de flores de una manera determinada casi puedo ocultarla, y Drusilla de High Life! le ha asegurado a Valentina que podrán retocar las fotos antes de publicarlas.
—Grace —digo, mientras damos botes, recorriendo un tramo con más baches que un sendero del Tercer Mundo—, ¿podemos hablar del tema?
—Sí, por favor —insiste Valentina—. Arreglad las cosas, por el amor de Dios. O al menos sonreíd como se supone que debéis hacer.
—Estoy demasiado enfadada y alterada para hablar de ello —dice Grace, a punto de llorar—. Ahora no es el momento.
—No —dice Valentina—. Probablemente tengas razón. Ya he tenido suficiente drama por hoy, gracias. Pero sonreíd, ¿vale? Por favor.
Reducimos la velocidad cuando llegamos a un semáforo, pero antes de detenernos, la carroza empieza a hacer un ruido extraño. Un ruido muy extraño. Un chasquido.
Valentina abre los ojos de par en par y todas nos miramos, alarmadas. Entonces, de repente, el chasquido se hace mayor y una esquina de la carroza se desmorona, catapultando a damas de honor, ramilletes, zapatos y velos de satén y tiaras en todas direcciones.
—¿Qué demonios? —grita Valentina al darse de cabeza contra el marco de la puerta de la carroza, olvidándose por completo de la pose de novia recatada.
—¿Qué diablos está pasando? —grita Federico.
Salimos de la carroza y el panorama que tenemos ante nosotros no resulta nada alentador.
—La maldita, maldita rueda se ha roto —exclama Valentina, que parece estar increpando al conductor.
Éste se rasca la cabeza. Está muy tranquilo, cosa muy poco apropiada dadas las circunstancias.
—Oh, vaya —dice.
—Y bien, ¿qué piensa hacer al respecto? —pregunta, histérica.
Se encoge de hombros.
—No estoy muy seguro —dice—. Creo que para esto no podemos llamar a Ayuda en Carretera.
Valentina se abanica.
—¿Y cómo sugiere que llegue a la iglesia? —gruñe.
Vuelve a encogerse de hombros.
—Siempre puedes hacer autostop, querida.