Capítulo 31

Centro de Liverpool, sábado 24 de marzo

Solo conozco una persona que consideraría la posibilidad de casarse con un sombrero vaquero y una boa de plumas, y esa persona es mi madre.

—Creo que es divertido. ¿Tú qué crees? —pregunta, haciendo poses ante el espejo de cuerpo entero.

—Pareces J. R. Ewing travestido —le digo.

Hace una mueca.

—¿Cómo has llegado a ser tan convencional?

—Todos los hijos tienen que rebelarse contra sus padres —digo—. Ser convencional era lo único que me quedaba.

Me revuelve el pelo, algo que lleva haciendo desde que tengo memoria y que probablemente seguirá haciendo cuando yo esté cobrando la pensión. Solía sacarme de quicio, pero ahora se trata solo de una cosa más en la larga lista de las características de mi madre, y dado que es una de las menos excéntricas y que no atrae demasiado la atención del respetable, he decidido que puedo vivir con ello.

—¿Has pensado en algo un poco más recatado? —pregunto, recordando la palabra usada en las revistas de novias de la tienda. Pero tan pronto como lo he dicho me pregunto para qué me molesto. A mi madre no le va lo recatado. Puede estar loca, pero no es recatada.

—O sea, aburrido —dice, mientras sigue inspeccionando los trajes del perchero—. Oh, este podría estar bien. —Coge un vestido largo hasta el suelo de aspecto muy tradicional. Por un momento recobro la esperanza.

—Me pregunto si lo tendrán en tela de cuadros —dice, reflexiva.

Mi madre va a casarse a finales de año con Bob, con quien lleva saliendo seis años. Decir que están hechos el uno para el otro es quedarse corto. Porque a pesar de haber creído en el pasado que mi madre era la excepción a la regla, ella y Bob no podrían hacer mejor pareja.

Él es un barbudo profesor de filosofía ataviado permanentemente con unas sandalias tipo Jesucristo tan pasadas de moda que solo el mismísimo Todopoderoso podría llevarlas con gracia. Ella es profesora de yoga con un gusto por la ropa que combina los colores de manera tan alarmante que estoy segura de que le gente correría el riesgo de tener un ataque si se la quedara mirando durante demasiado tiempo.

La expresión de sus rostros es siempre tan relajada que hace que la gente piense que han estado fumando algo sospechoso. Aunque no puedo asegurar lo que hicieron en los setenta, tengo la firme sospecha que ambos nacieron así.

Nunca pensaré en Bob como en un padre, pero me alegro de que vaya a casarse con mi madre. Ella merece ser feliz y él haría cualquier cosa por ella. A no ser que vaya en contra de la larga lista de opiniones éticas que tiene sobre cualquier cosa, desde la contaminación de la playa de Formby hasta el trato que reciben los osos luna en China. Ni decir tiene que mi madre nunca haría tal cosa. Su propia lista es lo suficientemente larga como para llenar las Páginas Amarillas.

A medida que me he hecho mayor, he llegado a comprender que, a pesar de que ella me ha alimentado con una cantidad de lentejas tan grande que de ninguna manera puede ser buena para el sistema digestivo de una persona (no comí mi primer pastelito de chocolate Wagon Wheel hasta los doce años) y el hecho de que su idea de unas vacaciones familiares fuera acampar seis noches en Greenham Common, mamá es sin duda una muy buena persona.

Mi padre, sin embargo, a quien mamá conoció en un centro religioso en la India en 1972, desapareció cuando yo tenía dos años. A veces creo que puedo recordarlo, pero después me pregunto si lo que tengo en mi cabeza son solo ideas sobre él que he ido recopilando a lo largo de los años a través de viejas fotos y de lo poco que me han contado.

No es que mi madre evite hablar sobre él, pero el tema apenas surge y yo no quiero presionarla. No debe de ser fácil que el padre de tu hija se marche de casa un día para no volver jamás. Por lo visto había salido a comprar un poco de LSD, cosa que ya indica todo lo que necesitas saber sobre él. Hay gente que sale a comprar leche y no vuelve. Mi padre ni siquiera fue capaz de escapar de forma respetable.

—¿Sabes qué? —dice, mirando el perchero con expresión ceñuda—. Creo que no voy a llevar vestido de novia. Tendría un aspecto ridículo. No va conmigo.

—Ni siquiera has llegado a probarte uno —digo, empezando a preocuparme—. Oh, no, no estarás pensando en llevar la ropa de siempre, ¿verdad? Si vas a ponerte uno de tus jerséis de angora de color lila y tus zuecos pintados, voy a boicotear esta boda.

—No seas tan horrible —dice, pero se sonríe.

—Necesitas algo especial —insisto.

—Será especial, me ponga lo que me ponga —dice—. ¿A quién le importa lo que llevo puesto? Además, lo he pospuesto demasiado. Probablemente no podrán tenerlo listo a tiempo.

—Seguro que sí podrán —digo—. Venga. Pruébate unos cuantos. Hazlo por mí. Por favor.

Hace una mueca, como si se tratara de una adolescente malhumorada a la que acaban de confiscar el iPod y el móvil. Coge unos cuantos vestidos del perchero y desaparece tras la cortina. La dependienta me mira del mismo modo que la gente mira a Grace cuando Polly no deja de enredar.

Mi madre se prueba cinco vestidos y para cuando ha decidido abandonar después del sexto empiezo a preguntarme si tendría razón. En la percha todos son preciosos, pero no lo parecen cuando los lleva puestos. Le quedan raros. O sea, que parecen muy normales. Y, para ser sinceros, lo normal no es su estilo.

—¿Podemos hacer una pequeña pausa? —dice, esperanzada—. Oh, venga, Evie. Por favooor.

Damas de honor
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