Capítulo 78
Alma de Cuba, Liverpool, centro de la ciudad
Ver a Jack provoca en mí una reacción física de lo más inusual. Hablo de la clase de síntomas por los que otras personas concertarían una cita con el médico: estómago revuelto, pulso acelerado, temperatura más alta de lo normal, esa clase de cosas. De hecho, creo que sería factible que mi diagnóstico fuera un principio de malaria.
Aunque estoy completamente segura de que no tengo malaria. Y sí estoy completamente segura de que lo que tengo es bueno; no adelantemos acontecimientos. Pero, sentada frente a Jack, en uno de los bares más de moda del centro de Liverpool, cuando la temperatura es inusualmente suave para ser el mes de abril, tal cosa me resulta muy difícil.
Su piel está más bronceada después de volver de Sudán y se ha cortado el pelo de una forma que, en cualquier otra persona, resultaría infantil. Pero esa palabra jamás podría asociarse con Jack. Puede que sea una persona sensible que lee en exceso y ayuda a la gente de los países pobres, pero su aspecto es de macho alfa cien por cien (y tiene unos bíceps que lo demuestran).
—¿Entonces fui de ayuda? —pregunta.
—De mucha ayuda —digo—. Sospecho que si no hubieras intercedido por mí ante Janet Harper a estas alturas estaría rogando que me dejaran trabajar en algún sitio sirviendo hamburguesas.
Suelta una risita.
—Bueno, estoy exagerando un poco —añado—. Te debo una, pero no voy a estar en deuda contigo para siempre. Así que será mejor que no se te ocurra nada.
—Qué pena —dice—. Me habría encantado pensar en diferentes formas de que me devolvieras el favor.
Una semana más tarde de lo que habíamos planeado en un principio, Jack y yo por fin hemos podido quedar y ahora estoy sentada frente a él, con la misma compostura que una colegiala que tiene una cita con Justin Timberlake.
La razón es que ahora no hay discursos que puedan interrumpirnos. No hay que cortar la tarta nupcial. No hay ninguna dama de honor que necesite tampones. Solos Jack y yo.
—¿Quieres otra copa? —pregunta.
—Por favor —digo, apurando la que tengo en la mano.
Echa un vistazo a la carta de cócteles.
—Bueno, puedes tomar un Singapur Sling, un Mai Thai, un Sea Breeze, un Cosmopolitan, un Daiquiri, un Cuba Libre, un Long Island Ice Tea, un Klondike Cooler, o cualquier exótica combinación de fruta y alcohol que quieras.
—Tomaré una cerveza —digo.
Se dispone a ir a la barra, pero vacila.
—¿No te gustaría ir a un sitio menos moderno? —pregunta.
Al salir a la calle, donde hay gran cantidad de gente que va de bar en bar, Jack me coge de la mano y yo me acurruco contra él como si tuviera frío, aunque la verdad es que no es el caso.
En los últimos años, en el centro de la ciudad han proliferado los locales de moda con clientela muy a la última, y no ha quedado ni uno de esos sitios donde se sirven cortezas de cerdo. Esta noche nos apetece algo diferente, algo más sencillo y, cuando nos detenemos ante un local, sé exactamente qué sitio es.
—¡El Jacarandá! —exclamo, llevando a Jack adentro—. ¡Hace años que no vengo!
—Yo tampoco —dice, sonriendo—. Y por una buena razón.
—¿Es que no eres uno de esos fans del micrófono? —pregunto.
—No podrías conseguir que subiera ahí ni por una noche con Elle Macpherson.
Lo miro, ceñuda.
—Vale, que sea una semana —dice.
Al entrar en el bar, nos asalta una combinación de calor, de ruido y de un embriagador perfume de sudor y alcohol. Este es un bar donde la gente sabe cómo pasárselo bien. No es un bar donde se represente un papel o se venga a ligar, sino un sitio donde puedes beber cosas que están pasadas de moda (como las que van en una pinta) y, si estás de humor, hacer algo por lo que el local es muy conocido: cantar.
Esta noche, en el Jacarandá, es la noche de las actuaciones en vivo, lo que básicamente significa que habrá karaoke con buen gusto. Al menos en teoría. No es lugar para canciones como Like a Virgin, sino para músicos serios o gente que así se considera.
¿Por qué me gusta tanto? Bueno, tengo una confesión que hacer. Yo solía venir aquí a cantar. En aquellos tiempos, cuando estaba en la universidad, también me consideraba una artista, aunque nunca fui una de las de verdad. Siempre supe que mis días como vocalista de las Bubblegum Vamp (un nombre que odié durante los dos años y medio de la existencia de la banda), tocarían a su fin cuando encontrara un trabajo como es debido.
En fin, hoy en día, el único ejercicio que hacen mis cuerdas vocales es en la ducha y a veces en el coche, aunque ya no lo hago tanto al notar las miradas que me echan los otros conductores. Grace me vio una vez parada en un semáforo cantando Suspicious Minds a grito pelado y después me dijo que parecía que me estuviera dando un ataque.
—Esto me trae recuerdos —digo, mientras nos dirigimos a la barra donde una pareja se levanta de sus asientos y se dispone a irse.
—No eres cantante, ¿verdad? —pregunta Jack.
—No te sorprendas tanto —digo—. De hecho, estuve en una banda. Tengo que admitir que fue hace mucho tiempo. En esa época Nirvana estaba en las listas de éxitos. Dios, me siento vieja.
—Entonces, ¿vas a actuar esta noche? —pregunta, y es evidente que le divierte un poco.
—Ni hablar —digo mientras sacudo la cabeza con fuerza—. Hace siglos que no canto en público.
—Bueno —dice—. Creo que ya va siendo hora de que vuelvas a intentarlo.
—Creo que no.
—Oh, vamos.
—Créeme —contesto—. Solo serviría para avergonzarte.
—No me avergonzarás —dice—. Si lo haces fatal, fingiré que no te conozco.