II

—Perdón. ¿Podría ayudarme con esto?

Knox alzó la vista y vio a Roland Hinz sosteniendo su enorme traje de submarinista.

—Cómo no —dijo sonriente—. Perdóneme, estaba distraído.

Se colocó detrás del enorme alemán para asegurarse de que no tropezara mientras intentaba vestirse. Eso no sería bueno. Roland era un banquero de Stuttgart que estaba pensando en invertir en la última empresa de Hassan en el Sinaí. Esta salida era básicamente en su honor. Estaba disfrutándola al máximo, mareado de champán, más que pasado de coca, poniendo nervioso a todo el mundo. A decir verdad, no debería permitírsele acercarse al agua, pero Hassan pagaba bien para que se saltaran un poco las reglas. Vestir a Roland con su traje de buceo era como intentar poner la funda a un edredón: se desbordaba por lugares inesperados. Roland encontraba todo aquello muy gracioso. Todo le parecía gracioso. Era evidente que se creía el centro del universo. Tropezó con sus propios pies y soltó una risita histérica mientras él y Knox caían torpemente sobre la cubierta; miró alrededor a los demás invitados, como si esperara que aplaudieran.

Con una sonrisa forzada, Knox le tendió una mano para que se pudiera poner de pie, y luego se arrodilló para ayudarle a colocarse los escarpines. Tenía los pies hinchados, amarillos rosados, con suciedad entre los dedos, como si no se hubiera lavado en años. Knox se distrajo dejando que su mente volviera a aquella tarde en la que había compartido con Rick sus locas ideas sobre el catafalco de Alejandro. La euforia inicial del australiano no había durado mucho.

—Entonces ¿esa procesión pasó por el Sinaí? —preguntó.

—No —dijo Knox—. Al menos no se menciona en ninguna de nuestras fuentes.

—¡Ah, diablos, amigo! —protestó Rick, recostándose en su silla mientras sacudía furioso la cabeza—. Ya había empezado a entusiasmarme.

—¿Quiere que le diga qué es lo que sabemos?

—Seguro —dijo, todavía molesto—. ¿Por qué no?

—Vale —dijo Knox—. Lo primero que tiene que comprender es que nuestras fuentes son muy poco fiables. No tenemos ningún relato de testigos directos sobre la vida de Alejandro o sus campañas. Todo lo que ha llegado hasta nosotros lo conocemos a través de historiadores posteriores que citan fuentes más antiguas. Informes de segunda, tercera e incluso cuarta mano.

—Como el juego del teléfono estropeado —sugirió Rick.

—Exactamente. Pero incluso es peor que eso. Cuando el imperio de Alejandro se dividió, cada una de las distintas facciones quería mostrar su mejor cara y al mismo tiempo resaltar los peores aspectos del resto, así que se escribió mucha propaganda. Después llegaron los romanos. Los césares idolatraban a Alejandro; los republicanos lo detestaban. Los historiadores eran, por tanto, extremadamente parciales con sus historias, dependía del bando al que pertenecieran. De uno u otro modo, la mayoría de lo que sabemos está muy distorsionado. Averiguar la verdad es una pesadilla.

—Me hago cargo.

—Pero estamos bastante seguros de que el sarcófago fue transportado a lo largo del Éufrates desde Babilonia a Opis, y luego en dirección noroeste por el Tigris. Un cortejo fúnebre magnífico, como podrás imaginar. La gente recorría cientos de kilómetros sólo para verlo. Y en algún momento, hacia el 322 o 321 a. C., llegó a Siria. Después de eso, es difícil de saber qué ocurrió. Tenga presente que estamos hablando aquí de dos cosas. Lo primero es el cuerpo embalsamado de Alejandro en su sarcófago. Lo segundo es el carro funerario y el resto del oro, ¿vale?

—Sí.

—Ahora sabemos bastante bien lo que pasó con el cuerpo de Alejandro y el sarcófago. Ptolomeo lo interceptó y se lo llevó a Menfis, probablemente con la colaboración del comandante de la escolta. Pero desconocemos la suerte que corrió el resto del monumento. Diodoro dice que el cuerpo de Alejandro fue finalmente llevado a Alejandría en él, pero su versión es confusa, y parece claro que en realidad está hablando del sarcófago, no del carro. La descripción más vívida proviene de Eliano. Dice que Ptolomeo tenía tanto miedo de que Pérdicas intentara recuperar el cadáver de Alejandro que vistió un cuerpo parecido con las prendas reales y una mortaja y luego lo colocó en un carruaje de plata, oro y marfil para que Pérdicas saliera en persecución de ese señuelo mientras Ptolomeo llevaba el verdadero cuerpo a Egipto por otra ruta.

Rick entrecerró los ojos.

—¿Quiere decir que Ptolomeo abandonó el carro funerario?

—Eso es lo que Eliano sugiere —dijo Knox—. Tiene que tener presente que el premio gordo era Alejandro. Ptolomeo necesitaba llevarlo a Egipto rápidamente, y no podía viajar tan deprisa con el catafalco. Los cálculos sugieren que avanzaba como mucho unos diez kilómetros diarios, y eso con un gran equipo de ingenieros y constructores preparando el camino. Hubiera tardado meses en llegar a Menfis. Y no pudo viajar de modo discreto. Sin embargo, no he encontrado ninguna fuente que mencione su paso por la evidente ruta hacia el sur, desde Siria a través del Líbano e Israel hasta el Sinaí y luego el Nilo; y seguramente alguien lo habría visto.

—Entonces sugieres que lo dejó atrás.

—Posiblemente. Pero el catafalco significaba una enorme cantidad de riqueza material. Me refiero a que se ponga en la piel de Ptolomeo. ¿Qué habría hecho usted en su lugar?

Rick lo consideró durante unos momentos.

—Lo habría dividido —dijo—. Unos salen primero con el cuerpo. Los otros se marchan por otra ruta con el carro.

Knox sonrió.

—Eso es lo que habría hecho yo también. No hay, claro, prueba alguna. Pero tiene sentido. La siguiente pregunta es cómo. Siria está en el Mediterráneo, así que podía haber ido por mar. Pero el Mediterráneo estaba infestado de piratas, y habría necesitado tener naves disponibles; y si lo hubiera creído posible, seguramente se habría llevado el cuerpo de Alejandro de esa manera, pero estamos casi seguros de que no fue así.

—¿Cuáles eran sus alternativas?

—Bueno, asumiendo que no podía mover el catafalco tal como estaba, podía haberlo desmantelado en partes manejables para trasladarlas hacia el suroeste por la costa, atravesando Israel hasta el Sinaí; pero ésa es casi con seguridad la ruta que tomó con el cuerpo de Alejandro, y no tiene demasiado sentido dividir algo que luego va a viajar por el mismo sitio. Así que existe una tercera posibilidad: que se dirigiera directamente al sur hasta el golfo de Aqaba y luego por barco rodeando la península del Sinaí, por la costa del mar Rojo.

—La península del Sinaí —sonrió Rick—. ¿Quiere decir pasando esos arrecifes?

—Esos peligrosos arrecifes —precisó Knox.

Rick se rió y alzó su vaso en un brindis.

—Salgamos a encontrar a ese gilipollas —dijo.

Y eso fue exactamente lo que habían estado intentado desde entonces, aunque sin éxito. Al menos Knox había tenido algo de suerte. Al principio, a Rick sólo le había interesado encontrar el tesoro. Pero cuanto más investigaba, más aprendía y más le picaba la curiosidad por la arqueología. Había sido en su momento un submarinista experimentado de la Marina australiana, lo más parecido que tenían a unas fuerzas especiales. Trabajar en Sharm le había permitido seguir buceando, pero había perdido el sentido que da tener una misión. Esta búsqueda se lo había devuelto hasta el punto de que estaba decidido a especializarse en arqueología submarina, estudiando intensamente, pidiéndole prestados a Knox sus libros y otros materiales, acribillándole a preguntas…

Roland ya tenía los escarpines puestos. Knox se levantó y le ayudó a ajustar su control de flotación, y luego realizó una revisión de seguridad. Oyó pasos sobre el puente, por encima de él, y alzó la vista mientras Hassan se hacía visible, inclinándose sobre la barandilla y mirando hacia abajo.

—Divertíos —dijo.

—Ah, sí —respondió entusiasta Roland alzando los pulgares—. Nos lo pasaremos de muerte.

—Y no tengáis prisa en volver. —Hizo un gesto a su espalda y Fiona apareció, reticente. Se había puesto unos pantalones largos de algodón y una fina camiseta blanca, como si prendas más discretas pudieran, de algún modo, protegerla, pero seguía temblando. La parte superior de su biquini se transparentaba tras la camiseta y sus pezones se destacaban bajo el tejido, duros como guijarros por el miedo. Cuando Hassan se dio cuenta de que Knox observaba, sonrió como un lobo y pasó su brazo sobre los hombros de la muchacha, casi desafiándole a que hiciera algo al respecto.

Se decía en las calles de Sharm que Hassan le había cortado el cuello a un primo suyo por acostarse con una mujer a la que le había echado el ojo. Y también comentaban que había dejado en coma a un turista estadounidense cuando protestó porque se le insinuó a su mujer.

Knox bajó los ojos y miró a su alrededor, con la esperanza de compartir el peso de esa responsabilidad. Max y Nessim, jefe de seguridad de Hassan y antiguo oficial paracaidista, estaban revisando sus equipos. Nada en su actitud le serviría de consuelo. Ingrid y Birgit, dos escandinavas a quienes Max había llevado para hacer compañía a Roland, ya estaban vestidas y esperaban junto a la escalerilla de popa. Knox intentó llamar la atención de Ingrid, pero ella sabía lo que él trataba de hacer y mantuvo su mirada apartada. Volvió a echar un vistazo hacia el puente. Hassan seguía sonriéndole, consciente de lo que estaba pasando exactamente por la cabeza de Knox. Un macho alfa en su plenitud, saboreando el desafío. Hizo descender su mano con lentitud por la espalda de Fiona hasta sus nalgas, y cogió y apretó su trasero. Aquel hombre se había encumbrado de la nada hasta convertirse en el más poderoso agente marítimo del canal de Suez al cumplir los treinta años. Uno no alcanzaba semejante posición siendo blando. Ahora decían que estaba aburrido y buscaba ampliar su imperio en todas las direcciones posibles, incluido el turismo, comprando propiedades costeras después del descenso de los precios que se había producido tras los recientes ataques terroristas.

Roland estuvo por fin listo. Knox le ayudó a descender por la escalerilla hasta el mar Rojo, y luego se arrodilló para alcanzarle las aletas para que se las pusiera en el agua. El enorme alemán giró hacia atrás, con un remolino de agua, y luego subió a la superficie riendo histéricamente y manoteando.

—Espere —dijo Knox tenso—. Estaré con usted en un segundo.

Se vistió, se encogió de hombros y tomó su chaleco BCD y su botella de oxígeno; las gafas le colgaban alrededor del cuello y sujetaba las aletas en la mano. Miró fijamente a la escalerilla y estaba a punto de dejarse caer cuando alzó la vista al puente una última vez. Hassan seguía mirándolo, sacudiendo la cabeza con falso desencanto. A su lado, Fiona se había cruzado nerviosa los brazos sobre el pecho. Su cabello estaba enredado, sus hombros encogidos, y tenía un aspecto miserable. De pronto pareció de la edad que tenía, o que no tenía; una niña que había conocido a un egipcio simpático en un bar y que pensó que podía conseguir el premio del día, confiando en que podía flirtear para esquivar cualquier expectativa que éste pudiera tener. Tenía los ojos muy abiertos, la mirada perdida y asustada, pero sin embargo algo esperanzada, como si creyera que todo saldría bien porque, en el fondo, la gente es buena.

Sólo por un momento, Knox se imaginó que era su hermana, Bee, la que estaba allí de pie.

Sacudió la cabeza, furioso. La jovencita no se parecía en nada a Bee. Era una adulta. Había tomado sus propias decisiones. La próxima vez estaría mejor preparada. Eso era todo. Miró por encima de su hombro para asegurarse de que el agua estaba despejada detrás de él, se puso el regulador en la boca, mordió con fuerza y se tiró de espaldas, para explotar como fuegos artificiales en el cálido vientre que eran las aguas del mar Rojo. Evitó mirar hacia atrás mientras conducía a Roland hacia los arrecifes, manteniéndose a unos cuatro metros de profundidad, a poca distancia de la superficie, por si acaso algo saliera mal. Un cardumen de peces tropicales observó con atención su avance, pero sin dar muestras de alarma. A veces era difícil saber quién era el observador y quién el observado. Un pez Napoleón, rodeado de un halo de peces ángel y otros muchos de colores, giró con aire regio, alejándose sin esfuerzo. Se lo señaló a Roland con exagerados gestos; a los aprendices siempre les gustaba sentirse expertos.

Llegaron al arrecife de coral, un muro ocre y púrpura que caía vertiginosamente hacia la negrura. Las aguas estaban tranquilas y límpidas; la visibilidad era excepcional. Miró a su alrededor sin preocupaciones, y vio el casco oscuro del barco y las amenazadoras manchas de lejanos peces grandes en las aguas más profundas y frías, y sintió una aguda punzada cuando recordó, de improviso, el peor día de su vida, en el momento de visitar a su hermana en la unidad de cuidados intensivos, en Tesalónica, después de un accidente de coche. El lugar era opresivo por los ruidos de los monitores, el silbido constante de los ventiladores, el monótono y precario pulso de los aparatos, el respetuoso y fúnebre susurrar del personal y las visitas. La doctora se había esforzado todo lo posible para prepararlo, pero él aún estaba demasiado conmocionado por su paso por el depósito de cadáveres, en donde acababa de identificar a sus padres, y por eso le había causado un fuerte impacto ver a Bee enchufada al extremo de un tubo de alimentación y el resto de la parafernalia médica. Se sentía descolocado, como si hubiera estado viendo una obra de teatro en vez de un acontecimiento real. La cabeza de su hermana estaba muy hinchada, y tenía la piel pálida y azulada. Podía recordar su cerúlea palidez, su inusual languidez. Y él nunca antes se había percatado de lo pecosa que era alrededor de los ojos o en el pliegue del codo. No había sabido qué hacer. Había mirado a su alrededor, a la doctora, quien le hizo señales de que se sentara al lado de su hermana. Se sentía extraño cogiendo su mano; nunca había sido una familia que se demostrara físicamente su afecto. Apretó aquella mano fría bajo la suya, sintiendo una intensa y sorprendente angustia, como si fuera una figura paterna. Entrelazó los dedos con los suyos, se los llevó a los labios y recordó cómo había bromeado con sus amigos acerca de la maldición que era tener una hermana menor a la que cuidar.

Ya no lo hacía.

Golpeó a Roland en el brazo y señaló hacia arriba. Salieron juntos a la superficie. La embarcación se encontraba, quizás, a unos sesenta metros. No se veía a nadie en cubierta. Knox sintió como un aleteo nervioso en el pecho en el momento en que su corazón se percató de su decisión, antes que su mente. Escupió el regulador de la boca.

—Espere aquí —le advirtió a Roland. Después regresó dando fuertes brazadas por la cristalina superficie del agua.

El secreto de Alejandro Magno
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