I

El oráculo de Amón resultó ser un montículo de rocas ubicado unos cuatro kilómetros a las afueras de Siwa. A pesar de su fama en la Antigüedad, no había aparcamiento, ni puestos de souvenirs, ni se cobraba la entrada. Cuando Gaille, Elena y sus guías llegaron allí temprano a la mañana siguiente, no había nadie, excepto un arrugado anciano que estaba sentado contra una pared y extendía una mano temblorosa, con la esperanza de recibir una limosna. Gaille buscó en su cartera.

—Sólo conseguirás que pida más —le advirtió Elena. Gaille dudó, pero al final le dio un billete. El hombre sonrió agradecido.

Dos niñas de largos y trenzados cabellos negros se acercaron mostrando sus brazos cubiertos de pulseras hechas a mano. Zayn frunció el ceño y las niñas escaparon a la carrera, riendo.

Gaille había tenido sus dudas, al principio, con respecto a Mustafa y Zayn. Pero pronto sintió simpatía hacia ellos. Su conocimiento de Siwa era impresionante. Y había algo conmovedor en su amistad: la antigua tradición de matrimonios homosexuales estaba extinguiéndose en Siwa, pero lentamente; las canciones y los poemas de la zona celebraban esas relaciones. Ella no pudo evitar hacerse preguntas.

Mustafa era fornido, de piel áspera y oscurecida por el sol además de su color natural, a juzgar por las zonas más pálidas en torno a su cuello y debajo del reloj. Estaba increíblemente en forma y era ágil, a pesar de que fumaba sin cesar. Tenía una relación particular con su antigua y temperamental camioneta. Ya no funcionaba ninguno de los indicadores del salpicadero y todos los embellecedores habían desaparecido hacía ya mucho tiempo, desde la esfera en la palanca de cambios hasta las gomas de los pedales y las alfombrillas del suelo.

Zayn era delgado como un látigo y no sobrepasaba los cuarenta, aunque su cabello y su barba estaban ya veteados de color plata. Mientras Mustafa conducía, Zayn aceitaba y limpiaba casi obsesivamente un delgado cuchillo de mango de marfil que mantenía metido entre sus ropas. Cada vez que lo guardaba, el brillante y untuoso filo rozaba con la vaina, por lo que necesitaba, al instante, ser limpiado, y de nuevo lo retiraba y examinaba, murmurando obscenidades de Siwan.

Una escarpada serie de escalones conducía por debajo del dintel a la parte central del oráculo, un armazón de muros como un barco de madera que hubiera encallado en el fango de un estuario que luego se hubiera secado. Gaille se sintió momentáneamente sobrecogida por estar allí. No había muchos lugares en el mundo en donde se pudiera tener la certeza de que Alejandro había ocupado ese mismo espacio. Y aquél era uno de ellos. En época de Alejandro, el oráculo había sido muy apreciado a lo largo del Mediterráneo; rivalizó en fama con Delfos, y quizás fuera incluso superior. La leyenda contaba que Heracles lo había visitado, y Alejandro consideraba a Heracles como su antepasado directo. Se decía que Perseo también había peregrinado hasta allí, y Perseo se asociaba con el imperio persa, que Alejandro reclamaba como propio. Cimón, un general ateniense, había enviado una delegación a Siwa para preguntar si el asedio a Chipre tendría éxito. El oráculo se había negado a responder, excepto para decir que la persona que había hecho la pregunta ya estaba con él. Y cuando sus emisarios regresaron a la flota, se enteraron de que Cimón había muerto aquel mismo día. Píndaro había escrito un himno de alabanza al oráculo, y al pedirle a éste la mayor de las fortunas a disposición de los mortales, había muerto de inmediato. Pero tal vez el incidente que había tenido mayor impacto era la invasión de Egipto por el rey persa Cambises. Éste había enviado tres ejércitos: uno a Etiopía, el segundo a Cartago y el tercero, cruzando el desierto, a Siwa. Este tercer ejército había desaparecido sin dejar rastro, y como consecuencia el oráculo había ganado un cierto respeto.

—¿Es aquí donde se colocaban los sacerdotes? —preguntó Gaille.

—El sumo sacerdote saludó a Alejandro como o pai dios —asintió Elena—. «Hijo de Dios». ¿Sabías que Plutarco sugirió que había dicho o pai dion? ¡Ja! Habría hecho falta un sacerdote con pelotas de tungsteno para llamar a Alejandro «mi hijo».

—A menos que estuviera hablando en nombre del mismo Zeus.

—Sí, supongo.

—¿Cómo funcionaba el oráculo?

—Los sacerdotes transportaban un umbilicus, la manifestación física de Zeus-Amón, en una barca de oro decorada con piedras preciosas, mientras las jóvenes vírgenes cantaban —dijo Elena—. El sumo sacerdote leía las preguntas de los suplicantes, y Amón les respondía inclinándose hacia delante o hacia atrás. Desgraciadamente, Alejandro tuvo una audiencia privada, por lo que no sabemos a ciencia cierta qué preguntó ni cuál fue la respuesta.

—Creía que había preguntado sobre los asesinos de su padre.

—Ésa es sólo una teoría —aceptó Elena—. La historia dice que preguntó si se había ocupado ya de todos los asesinos de su padre, y que el oráculo le respondió que esa pregunta no tenía sentido, puesto que su padre era divino y por tanto no podía ser asesinado; pero que si se refería a la muerte de Filipo II, todos los asesinos habían recibido lo que se merecían. Seguramente se trata de un episodio apócrifo, claro. Todo lo que sabemos es que Amón se convirtió en el dios favorito de Alejandro, que envió emisarios aquí a la muerte de Hefestión y que pidió también que lo enterraran en este lugar. —Cogió un puñado de tierra, la examinó un momento y luego la tiró.

—Debió de ser un golpe terrible para los sacerdotes del oráculo —dijo Gaille— pensar que iban a recibir el cuerpo de Alejandro y después enterarse de que iba a quedarse en Alejandría.

Elena asintió.

—Ptolomeo trató de aplacarlos. Según Pausanias, les envió una estela e importantes regalos.

Gaille subió tan alto como le fue posible y luego miró a su alrededor. El paisaje no era allí como el de Europa, en donde las colinas y las montañas se habían elevado por la presión geológica y el tiempo. Aquella región, en cambio, había sido alguna vez una alta planicie de piedra caliza, pero se había desmoronado en su mayor parte. Sólo quedaban unas pequeñas colinas. Miró hacia el norte: Al-Dakrur se encontraba a su derecha; el gran lago salado y la ciudad de Siwa, a su izquierda. De frente, el aire era tan límpido que podía ver las oscuras líneas de las colinas con sus prismáticos a muchos kilómetros de distancia. La arena entre ambos sitios estaba salpicada de manchas de piedras de color marrón oscuro, algunas no más grandes que un coche pequeño, otras como torres.

—¿Por dónde empezaremos? —se lamentó.

—Todos los grandes trabajos son sólo la suma de pequeñas tareas —observó Elena con disgusto. Extendió un mapa en el suelo, y puso una piedra en cada extremo. Después montó un trípode, ajustó una cámara y un objetivo de larga distancia y comenzó un estudio riguroso, trazando una línea desde la colina de los Muertos de Siwa y barriendo el horizonte con su cámara, y luego otra vez antes de ajustarla ligeramente hacia la derecha. Cada vez que encontraba una nueva roca o colina, la fotografiaba y luego invitaba a Mustafa y Zayn a examinarla a través del objetivo. Ellos discutían un poco antes de ponerse de acuerdo en el nombre y situarla en el mapa. Cada marca entrañaba una visita y una investigación.

Gaille se sentó sobre una roca y miró hacia el desierto. La brisa soplaba a su espalda, agitando su cabello. Y se dio cuenta, casi sorprendida, de que era feliz.

El secreto de Alejandro Magno
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