III
Knox recuperó lentamente el conocimiento; sentía ardor en los labios, la nariz y la garganta, y una náusea en su estómago. Intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. Quiso llevarse una mano al rostro, pero sus muñecas estaban atadas a la espalda. Trató de gritar, pero tenía la boca tapada. Cuando recordó lo sucedido, su corazón comenzó una alocada taquicardia. Forcejeó arqueándose en el suelo. Algo lo golpeó con fuerza detrás de la oreja y volvió a caer en la oscuridad.
La segunda vez que se despertó fue más prudente. Dejó que sus sentidos procesaran la información que recibían. Estaba boca arriba. Una especie de alfombra blanda con un bulto en medio hacía presión sobre sus costillas.
Tenía tan fuertemente atados los tobillos y las muñecas que notaba cómo le hormigueaban los dedos. Sentía un sabor metálico en la boca, de un corte en la parte inferior de la mejilla. El aire olía pesadamente a humo de cigarrillos y gomina para el pelo. Percibió las suaves vibraciones de un motor caro. Un vehículo pasó veloz, su sonido distorsionado por el efecto Doppler. Estaba tumbado en el suelo de un coche. Lo llevaban a casa de Hassan. Un momento de pánico. El vómito le subió a la garganta, deteniéndose en el fondo de la boca. Respiró hondo buscando una idea que lo tranquilizara. Quizás no fuesen precisamente los hombres de Hassan quienes lo habían atrapado. Tal vez se trataba de mercenarios en busca de dinero. Si pudiera hablar con ellos, negociar, ofrecer un precio mejor… Intentó sentarse, y una vez más volvieron a golpearlo brutalmente en la cabeza.
Giraron a la izquierda y comenzaron a dar saltos sobre un terreno irregular. Knox apenas si consiguió sostenerse. Se golpeaba y lastimaba las costillas. Condujeron durante lo que le pareció una eternidad, y luego se detuvieron bruscamente. Se abrieron las puertas. Alguien lo agarró de los brazos, lo sacó y lo dejó caer sobre un terreno arenoso. Le dieron patadas en los costados, le arrancaron con las uñas el esparadrapo que tapaba la herida de su mejilla. Le descubrieron los ojos, llevándose algunas pestañas al hacerlo y dejándole la piel sensible. Tres hombres estaban de pie frente a él, vestidos con jerséis negros y pasamontañas. A Knox se le heló la sangre. Intentó decirse que no se cubrirían los rostros si no pensaran dejarlo con vida. No le sirvió de nada. Uno de los hombres lo arrastró de las piernas hasta un poste de madera clavado en la tierra. Cogió varios trozos de alambre de púas y los ajustó en torno a sus tobillos.
Aunque el coche estaba aparcado en batería, Knox pudo ver la matrícula. Grabó esos números en su memoria. Un segundo individuo abrió el maletero, sacó una cuerda y la dejó caer en la arena. Ató un nudo en un extremo, lo pasó por el parachoques trasero del vehículo, y tiró con fuerza para asegurarse de que resistiría. Al otro extremo hizo un nudo corredizo, se acercó a Knox, lo pasó por su cuello y lo ajustó hasta que le pellizcó la suave piel de la garganta.
Había perdido de vista al tercer individuo. De pronto lo vio, a diez pasos de distancia, grabando todo con un móvil. Tardó un instante en darse cuenta de lo que significaba. Estaban filmando una película snuff para enviársela a Hassan. Eso también explicaba los pasamontañas. No querían ser reconocidos cometiendo un asesinato. Knox supo entonces que iba a morir. Pateó e intentó soltarse, pero estaba atado demasiado fuerte. El conductor aceleró el motor como un motorista lanzando un desafío. Las ruedas traseras salpicaron arena. Después comenzó a alejarse, con la soga siseando al extenderse. Knox se puso tenso; gritó dentro de su mordaza. El hombre del móvil se acercó para filmar el momento del clímax mientras la soga se elevaba, temblaba y se tensaba.