III
Nicolás sintió que una legión de demonios aullaba en su pecho, pero de alguna manera se las arregló para contenerla.
—Cambio de planes —dijo reprimiéndose, mientras llegaban y hallaban a Mohammed inconsciente, con la sangre chorreando de un corte en su cuero cabelludo—. Cargad los cuerpos y echadlos con la excavadora al lago.
Vasileios se acercó en el segundo vehículo. Hizo un gesto en dirección al asiento trasero.
—¿Y la chica?
Nicolás miró al interior. Gaille estaba inconsciente en el asiento trasero. Esto le hizo recordar de pronto que se había olvidado de Knox con todo el tumulto, y tuvo una premonición. Miró a su alrededor. Todos sus hombres estaban junto a él, todos sin excepción. Sin Costis o su padre para guiarlos, se habían convertido en una turba indisciplinada.
—¿Dónde está Knox? —exigió, aunque en su corazón ya conocía la respuesta—. ¿Quién diablos está vigilando a Knox?
Nadie dijo nada. No se atrevían a alzar la vista para no enfrentarse a él. Apretó los puños mientras miraba hacia el lugar donde estaba Knox la última vez que lo había visto. No había ni rastro de él, con excepción de las cuerdas con las que había estado atado tiradas en la arena. Cerró los ojos por un momento para dejar que la oleada de furia pasara. A veces parecía casi como si Dios no estuviera de su lado.
Saltó al 4x4 con Vasileios y Bastiaan para volver. En la zona había muchísimas huellas, lo que hacía imposible que pudieran seguir su rastro. Knox podía haber desaparecido en cualquier parte. Podía haberse ocultado debajo de la arena, haber subido a la colina, estar ahora al otro lado. El sol se estaba alzando con alarmante rapidez. No estaban seguros a la luz del día. Se podía ver hasta el infinito en el desierto, en un día despejado. Los vehículos se destacarían como fanales. Los turistas y los observadores de pájaros ya estarían saliendo de sus hoteles. Ya habría sonado la diana en los cuarteles. Tenían que marcharse.
Nicolás sacó a Gaille, dejando medio cuerpo en el asiento de atrás, y apretó el cañón de la Walther contra su sien.
—¡Escucha! —gritó—. La chica morirá si nos causas algún problema. ¿Me oyes? Al más mínimo problema, le pegaré un tiro a la hija de tu viejo amigo.
Se oyó el eco de su voz en la colina y luego se desvaneció.